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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (124 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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Ya con la luz entrando con fuerza por las ventanas, los tres caballeros regresaron con pocas noticias. Encontraron el burdel vacío, el Dragón había cambiado de nido. ¿En un día?

—No dispongo de mandamiento alguno para entrar en esa casa, solo podía acceder a donde me permitieran —contó Abberline.

Lo lamento —se justificaba Percy sin muestra de vergüenza alguna—. Era preciso que entráramos...

—No se disculpe. He de reconocer que agradezco su actitud.

Percy, según me contó más adelante Torres, estalló y entró pistola en mano por los pasajes secretos del lupanar, de los que yo les había hablado, en cuanto la madame les aseguró que allí no había nadie más que sus chicas y caballeros que no querían ser molestados. Estalló una conmoción entre rameras y encopetados clientes. La mujer dijo que iba a llamar a la policía y Abberline se identificó como tal, dando tiempo a Percy para recorrer las zonas secretas de la casa. Vacío. Herr Ewigkeit no volvió tras la batalla.

¿Qué hacer ahora? Abberline aseguró que seguiría investigando el burdel cuando sus obligaciones se lo permitieran; de nuevo consideraba que el procurar que no hubiera más mujeres muertas en Whitechapel era su principal tarea. Percy se dedicaría a indagar en casa de su padre. Según dijo, ahora Forlornhope parecía un mausoleo. En mi opinión, siempre lo fue. Según el joven lord, la situación había empeorado. Su señor padre era ahora un triste bulto inerte. Había perdido el habla en el ataque sufrido, y solo subsistía por las continuas atenciones de Tomkins y del doctor Greenwood, que sí, había sobrevivido a la batalla de D'hulencourt. En cuanto a De Blaise, también indemne, se había sumido por completo en un delirio de alcohol y drogas. Pensó que tras haber intentado matarlo en aquella isla, seguiría en sus trece y Percy estaba dispuesto a hacerle frente. Nada de eso, apenas salía de sus habitaciones. Tomkins parecía a su vez un alma en pena. La única persona que mantenía alto el espíritu era el doctor Greenwood, cuya presencia era ahora continua en la casa. Se movía con demasiada autoridad, para gusto de Percy, dando órdenes e instrucciones al servicio inapropiadas para quien no era más que el médico del señor. Era más, como se había visto en la isla. Tendría que ponerle en su sitio en algún momento, entretanto, pensaba registrar todo documento de su padre que encontrara. Conocía muy bien al lord, pese a su desapego eran iguales, facsímiles uno del otro, no le costaría averiguar dónde guardaba papeles de trascendencia.

—Espero que se recupere y pueda aclarar muchas cosas —dijo, y había sinceridad en sus palabras—. Mis aspiraciones no son tan altas como para pensar que llegará a pagar por sus monstruosos pecados, demasiado horribles para encontrar penitencia alguna. Tal vez nosotros podamos enmendarlos en parte.

—Olvídense de todo esto, señores —dijo Abberline, no sin cierta tristeza—. Olvídense de ese monstruo de metal, de este que tienen aquí también, olvídense de todo.

—¿Qué está diciendo?

—Estamos solos. No tenemos posibilidad alguna de descubrir nada si hasta las evidencias palpables, como que un gigante metálico ha combatido contra tres brigadas de la Guardia de Granaderos, van a ser silenciadas. —Aquí es cuando nos contó que todo iba a quedar como un enfrentamiento contra terroristas irlandeses.

—¿Y ya está? Piensa dejarlo todo así...

—Pienso capturar a un asesino y, antes que diga nada, Torres, aun pudiendo estar de acuerdo con usted en cuanto a la relación de ciertos extraordinarios acontecimientos, no tenemos certeza alguna. Me limitaré a proteger a esta ciudad, en lo posible.

Dejará que lo humillen, que lo aparten, que le digan lo que tiene y no...

—Trataré de hacer mi trabajo donde pueda ser útil. Buenas noches, caballeros.

Se marchó, y Percy se fue también segundos más tarde, reiterando su interés en no detenerse hasta escudriñar tras la última piedra de Forlornhope. En cuanto a Torres, ¿qué le quedaba por hacer? Era evidente que sus movimientos no iban a ser tolerados con tanta libertad como hasta ahora. Quería irse a casa, ya. Me miró, y a su ajedrecista, con tanta frustración que casi pude sentirla golpeando contra mis ojos de vidrio. Podía ocuparse de los restos mortales de sus dos amigos, al menos de don Ángel, Ladrón no tenía a nadie que lo reclamara, y seguro que a ese trotamundos le daba igual descansar aquí, en Bagdad o en Murcia. Por la mañana había enviado un telegrama a Gorbeña, para que iniciara gestiones desde Madrid y, a ser posible, tratara con los familiares de Ribadavia, los que hubiera.

—¿Está enfadado conmigo? —pregunté, viéndolo tan taciturno.

—¿Por qué? No, no es responsable de nada, amigo mío.

—Parece que mi... situación le incomoda.

—No es por usted, es por ese sujeto. Es... admiro cualquier intento de aliviar el dolor en los hombres. Esto... esto es otra cosa, es antinatural. No quiero parecerme al señor Hamilton, Dios lo tenga en su gloria, pero hay formas de hacer ciencia que atentan contra todo...

—¿Contra Dios? —No contestó. Se frotó los ojos, cansado.

—El resultado de estas cosas, lo que han traído, en eso tenemos que centrarnos, y en la mucha gente que ha sufrido por esto, mucha, y que no paran de sufrir.

—Yo estoy bien.

—Por ahora, don Raimundo, por ahora.

No sabría decirles si las cosas fueron en efecto a peor. Durante la semana y media siguiente, los últimos días de ese octubre, mi universo se redujo a las cuatro paredes de esa acogedora habitación en casa de la viuda Arias, junto a mi hermano el Ajedrecista, quieto, esperando. Torres pasaba mucho tiempo conmigo, en especial por las mañanas, aquellas que no dedicaba a asuntos burocráticos referentes a los funerales de Ribadavia y otros menesteres. Hablábamos, horas seguidas, contándonos lo sucedido estos dos meses, o mejor aún hablando por hablar de asuntos intrascendentes, él de su España y yo... yo prefería oír, mientras él me examinaba, observaba maravillado mi nuevo cuerpo y realizaba pruebas y ajustes. Durante las primeras sesiones, al abrir mi cabeza y pecho, vi en él una mirada de profunda consternación.

—Dios mío —dijo, incapaz de contener su espanto al ver la ya escasa parte orgánica de mi ser rodeada de tubos, ruedas dentadas y extraños mecanismos—, qué pena.

—Estoy vivo —dije yo, no podría precisar qué sentimientos me provocaban sus reparos.

—Vivo... sí. Don Raimundo, esta tecnología es impresionante, increíble que un hombre haya logrado algo semejante, y seguro que puede traer enormes beneficios al ser humano. Sin embargo... existen aspectos éticos.

—¿Es malo que esté vivo?

—Por supuesto que no. Lo que digo es que no es malo estar muerto.

—Pero... su hijo. —Me arrepentí nada más pronunciadas esas palabras.

—Está donde debe estar... —Inclinó la cabeza antes de continuar—. Espero que Dios pueda perdonarnos a todos, por tanta monstruosidad...

Pese a esos aspectos éticos a que se refería, Torres no era un hombre melindroso, y se dedicó con fervor a estudiarme, a describir mi mecanismo, a hacer planos y compararlos con aquellos que le diera Tomkins semanas atrás, e incluso a explicarme con detenimiento todo, comprobando así que mi cerebro, ahora medio mecánico, era muy capaz de asimilar la matemática más compleja.

Yo empecé a hacer preguntas. Mi interés, rayano con la obsesión, era la posibilidad de perdurar. Era feliz, sí, no sentía dolor; mi vista, mi mente, todo era ágil y perfecto. No tenía que dormir, aunque podía hacerlo si quería, y comer, solo necesitaba ese suero que Torres no tardó en analizar.

—Es una disolución azucarada con algunos otros nutrientes. No soy médico, pero —me mostró parte de los famosos planos, recetas magistrales que ahora parecían cobrar significado— no parece algo complicado de elaborar... albúmina, glucosa, el zumo de un limón... vaya, yo diría que puedes alimentarte con el muy británico ponche de huevo. —Nos reímos, aunque yo ya no sabía hacerlo.

Toda esa locura tenía sentido ahora, en ese claustro de ciencia que habíamos creado Torres y yo y el silencioso Ajedrecista. Tenía sentido y era hermosa. Mi futuro dependía del reemplazo de los órganos que aún conservaba, y esa tarea, una vez descritos con detalle, no parecía complicada en exceso. Hasta la memoria, una vez que perdiera por completo mi cerebro, podría mantenerse, en parte al menos, como han podido comprobar ustedes. Se codifica en esos conos grabados que tiene la amabilidad de colocarme en el pecho cuando los necesito. Coja uno... el de ayer... lo tendrá más a mano... sí, ese.

¿Ve? Surcos en escala logarítmica, acompasados con otros de distintas proporciones.

—Un «husillo sin fin» —me explicaba Torres mientras me mostraba uno de esos artilugios de almacenado, como este mismo, creado por él en este caso para su Ajedrecista—. Permite generar gran cantidad de números y, en teoría, se pueden producir algunos mayores, parece que usted dispone de un sistema mecánico de grabación, en su vientre, como un fonógrafo. —Espere que se lo enseñe. ¿Lo ve? Aquí... sí claro, ya conoce bien mis entresijos. Torres siguió diciendo—: Con el tiempo necesitará un almacén... —Guardó silencio, parecía haber caído en algo—. Se lleva órganos...

—¿Cómo dice?

—¿Eh...? Sí, el asesino, Jack el Destripador, se lleva órganos. —Iba ya para el mes que Jack no aparecía en las calles; porque en la prensa y en las cartas morbosas que llegaban firmadas por el asesino estaba presente a diario—. ¿Y si no pudiera reparar sus... mecanismos? ¿Y si tratara de remplazados por vísceras vivas?

Podría ser. Me sentí feliz al notar cómo las ruedas de mi cabeza seguían a la perfección la línea de pensamiento de Torres, cuando antes siempre resultaba un galimatías. Estaba de acuerdo. El monstruo necesitaba órganos para seguir, o sin necesitarlo los prefería al frío metal, y mandó a Tumblety a extirparlos de forma atroz a aquellas desdichadas. Pero... yo había visto al demonio, y no parecía deseoso de humanidad alguna, todo lo contrario. Torres recapacitó en el mismo sentido, aunque por otros datos.

—Sin embargo, lo que vimos, cuando usted... fue atacado.

—Me gusta pensar que morí.

—Como quiera. Esa criatura, tenía todos aquellos despojos colgando, no parecían funcionales y sin embargo... no creo que averigüemos nunca este enigma, don Raimundo. Además, ahora que recuerdo, extirpaba órganos reproductores femeninos... ¿para qué?

—Tal vez quisiera tener hijos. —Torres me miró con espanto, y luego se persignó con una sonrisa, supongo que imaginando la grotesca estampa de uno de nosotros, un Pinocho mecánico, encinta.

Esas eran las mañanas. Las tardes fueron diferentes, casi más agradables. Como es natural, Torres había dado instrucciones precisas a la viuda Arias de que nadie lo interrumpiera cuando cerraba la puerta de su cuarto, aduciendo que estaba realizando algunos experimentos muy delicados, no peligrosos, no quería atemorizar a la buena mujer. El problema era que esos delicados experimentos podían verse alterados, hasta frustrados, de haber interrupción alguna. Nadie podía entrar cuando él estaba, y cuando no, cerraba la puerta con llave. La viuda debía asear la habitación, en esas circunstancias Torres me cubría a mí y a mi hermano el Ajedrecista con una colcha y rogó a la amable señora que no tocara nada, que se trataba de unos mecanismos muy precisos y sensibles, lo que no era del todo falso. Eso acababa con las visitas permanentes de Juliette, y hubiera supuesto un considerable berrinche para la chiquilla que había encontrado un nuevo compañero de juegos y aventuras, de no ser por que poseía llave de todas las habitaciones, o al menos era capaz de entrar en ellas.

Cuando el inquilino salía de su cuarto, el pequeño duende entraba, a veces cantando, a veces solo me saludaba.

—Hola. —Retiraba la colcha que me cubría—. ¿Crees que hoy me vas a ganar? ¿Y por qué iba a jugar contigo? Eres muy malo —y canturreaba—, muy malo, muy malo. Es muy aburrido jugar contigo...

Jugábamos. A veces al ajedrez, a veces a extraños juegos que ella inventaba y cuyas reglas cambiaban a cada minuto. Yo seguía sus órdenes, fingiéndome más mecánico en mis movimientos de lo que era, más torpe, más marioneta, más divertido. Llegó a enseñarme a bailar, a mí, a Drunkard Ray.

Ese fue mi paraíso. Diez días en el paraíso. Por las mañanas, el mundo de la ciencia brillaba para mí, se mostraba sin el velo oscuro que siempre aparece ante los iletrados. Por las tardes todo era magia, fantasía, alegría. Si se fija, si ha escuchado todos estos días los largos monólogos de este viejo, eso es lo que nunca tuvo Raimundo el Cara Podrida; fui siempre un imbécil, y viví siempre sumergido en la más sucia y prosaica de las realidades. Este fue, sí, el pago por mis buenas acciones, el pago por limpiar al mundo de las monstruosidades de Satán, del propio Satán. Ya no espero nada en lo que...

Sí, lo sé, aún no he acabado con Jack, sea más condescendiente conmigo, se lo ruego. Lamento su estado y el de su compañero y comprendo su impaciencia... de acuerdo.

Creo que le he dicho más de una vez que tal o cual cosa fue la más extraordinaria... etcétera. Les dije que nunca conocí tiempo tan feliz como cuando estaba en los pantanos de Okefenokee, o que no encontré alegría como la que llenó mis retinas en la exhibición de Spring Gardens, y tal sitio, y tal otro... y no mentía ni exageraba. Aquellas fueron las felicidades de mi vida, en nada comparables con lo que experimente al morir.

Si Adán fue expulsado de su jardín, yo no iba a ser menos. Pero en lugar de aparecer Rafael con su espada flamígera... era Rafael, ¿no? ¿O Gabriel? Es lo mismo, un arcángel. No, los que aparecieron no eran criaturas angelicales, no. La mirada de Abbercromby y del propio Torres cuando apartaron mi cobertor era seria, comprometida.

—Don Raimundo, querríamos... vamos a necesitar una vez más su ayuda.

—La verdad —apuntó Percy—, la justicia, la bondad; eso es lo que reclama su ayuda, no nosotros.

—Lo que ustedes digan, señores. —Estaba inquieto, intrigado por su actitud y por los bultos que transportaban en varios sacos, pesados y sonando a metal. Si mi corazón no latiera con la precisión de un cronómetro, se hubiera acelerado.

—Queremos que vaya a Forlornhope —aclaró con una sonrisa Torres, sin despejar ninguna en mis inquietudes.

—¿Y qué debo hacer allí?

—Nada —abrió uno de los sacos, había una enorme escafandra de metal, de aspecto familiar—, dejará que los demás hagan, y ya veremos.

BOOK: Los horrores del escalpelo
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