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Authors: Leonardo Gori

Tags: #Histórico, Intriga

Los huesos de Dios (17 page)

BOOK: Los huesos de Dios
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—Y ahora que ya no soy nadie, ¿me estimáis de igual manera?

Los ojos del joven Borgia eran implorantes. Nicolás lo miró primero a él y luego a sus hombres: guerreros crueles dispuestos a todo, habían seguido a Valentino en la desgracia y demostraban una fidelidad inquebrantable. De haber contestado con sinceridad a esa pregunta, Nicolás no habría podido predecir su reacción. El Duca de hacía seis meses, en la cumbre de la gloria y la fortuna, sin duda lo habría entendido; pero ¿y el nuevo Valentino, humillado y acosado por todos?

—Entonces, Nicolás, ¿puedo contar con vuestro aprecio?

—Como amigo, sí; como príncipe, no. Habéis perdido, y eso os hace débil ante la historia.

César Borgia se puso en pie: imperturbable, aunque temblando, se disponía a empuñar de nuevo su espada. Después bajó la cabeza y se agachó una vez más:

—Tenéis razón.

—El hombre que os ha comprado, Duca, según parece necesita muchos cadáveres...

—Y otros tantos huesos. ¿Quién mejor que nosotros podría procurárselos?

—¿Habéis hecho algún envío a Livorno?

—Los huesos más antiguos, así es: a la casa de ese viejo loco. Huesos carcomidos por el tiempo que se nos deshacían en las manos: ésos eran los que más ambicionaba mi cliente. Poco a poco, los he ido recogiendo de los cementerios abandonados que pueblan hoy estas tierras: algunos ya olvidados y remotos, de los tiempos de los romanos, del rey Porsena de los etruscos o más antiguos todavía. He hallado también demonios de otros tiempos, ¿sabéis? Más allá del Corneto, a la luz de las antorchas, los vi dibujados en las paredes de las tumbas: cabezas de cabra, lenguas retorcidas, ojos en llamas. A veces tocaba esas pinturas y se convertían en polvo. En presencia de esos monstruos del Infierno pensaba en mi destino asombroso e ingrato: me han llamado diablo, por mis acciones, cuando estaba en la plenitud de mi poder. ¿Estaba con nosotros el maligno en aquellos tiempos felices? ¿Quizá no era yo, sino otro, que en apariencia estaba sólo a mi servicio?

Nicolás supo enseguida a qué se refería el Duca. Sin duda, de haber creído en lo sobrenatural, habría sucumbido a la tentación de secundarle en sus palabras. César lo miró fijamente con unos ojos que por primera vez rezumaban espanto de verdad:

—Porque Él no razona como vos y como yo, Nicolás: yo he matado, pero siempre he puesto en ello el corazón. Él, en cambio, es frío como los huesos de los muertos antiguos que he ido recogiendo...

—¿Y qué me decís de todos esos cadáveres recientes que hemos visto descomponiéndose en las fosas?

La sonrisa de Valentino fue triste y burlona a un tiempo:

—Algunos ya estaban casi listos, merodeando por aquí, atacados por el azote de estas landas, el mismo que ha acabado con la vida de muchos de mis hombres. Otros... ¡son obra nuestra!

—¿Y para qué sirven?

—Para las locuras de quien me ha pagado.

—¿Cuáles? ¡Decídmelo pues, Duca!

Valentino negó con la cabeza.

—Vos no sospecháis, Nicolás, cuál es el terrible secreto que encierra el corazón de quien financia y protege mi desesperada fuga. Está tan bien custodiado, que no me sirvieron engaños y amenazas para desvelarlo: sólo he podido conocer su intimidad porque cayó en mis manos alguien a quien pude sonsacárselo con mis artes persuasivas; y. sabéis de sobra que en eso soy maestro experimentado. Tan infernal secreto me ha complacido lo indecible, porque me ha brindado la posibilidad de contribuir a una obra grandiosa que aplacará en parte la quemazón de mis labios...

—¿Qué sed os atormenta, príncipe?

—La sed de la venganza, a la que nada ni nadie consigue dar tregua.

—La venganza que no lo es en aras del Estado carece de sentido, resulta estéril.

—¿Quién os dice que la mía no lo es? Es venganza muy juiciosa... La he llevado a cabo movido por el odio hacia el nuevo Papa y los venecianos, que me robaron mis tierras...

—¡Desveladme el secreto, Duca!

Valentino ordenó mediante un gesto a sus soldados que dejaran libre a Maquiavelo. El Secretario se masajeó brazos y piernas, doloridos por la fuerza de aquellos guerreros fuertes como el acero.

—Mi buen Nicolás, tengo órdenes de mataros a todos. Vuestro discurso de anoche me ha confortado: la crueldad, cuando es con un fin importante, no es un mal en sí misma...

—Entonces, ¿vais a quitarnos la vida?

—No, a pesar de que el mensajero que ha llegado con la misiva me ha encomendado obedecer la orden. Pero Ginebra debe vivir forzosamente y vos me recordáis tiempos más felices, así que he decidido contradecir la voluntad de quien os quiere muertos.

Valentino gesticuló como si espantara a un insecto inoportuno, y sonrió al florentino con simpatía y quién sabe si con una pizca de afecto. Nicolás lo había acompañado en sus días de gloria, a su lado se había mostrado entusiasmado por sus éxitos y complacido por las muertes que había ordenado sin vacilar. Aunque si hubiera sabido el número exacto de vidas que se habían apagado, quizá habría cambiado de parecer. Sirviéndose de sicarios, y otras veces de su propio puño de hierro, había asesinado a enemigos y a amigos: muchos lo merecían, otros tantos eran inocentes, pero por su desgracia resultaban más útiles al Estado muertos que envida. Demasiados fantasmas acudían ahora a atormentarlo, de noche, y el rostro enjuto y vivaz de Maquiavelo era el único que le divertía y le confortaba todavía un poco.

—Debo apresurarme si deseo llegar a Nápoles y pedir asilo en casa de mis parientes Borgia. Junto a Gonzalo de Córdoba podré reclutar un ejército e intentar mi venganza: todavía me queda el castillo de Forlì, y desde esa posición podré salvar mis mermados dominios. Pero no me pidáis más información, Nicolás, sobre los terribles secretos que corren por entre estas tierras, la aldea de Livorno y la ciudad de Florencia, porque si os los desvelara, me vería luego forzado a obedecer las órdenes recibidas y acabaríais arrojado a las mismas fosas que habéis visto.

—¿Dónde está Leonardo?

Esa pregunta pareció sorprenderle.

—¡Lo ignoro! Y en realidad prefiero no saberlo. En caso de que lo vierais, Nicolás, decidle que permanezca escondido, y que se guarde de amigos y enemigos, porque los peligros que le acechan son más implacables que los que os acechan a vos. Aunque estad tranquilo, si ha recibido mi mensaje, ya lo habrá entendido.

—¿Qué mensaje?

La sonora risotada del Duca suscitó una sonrisa hasta entre sus imperturbables soldados.

—¡No os rendís nunca! Pero os aconsejo que calméis vuestra curiosidad, por esta vez, porque no sólo corre peligro vuestra vida, sino también la de esta hermosísima mujer, la única a la que he amado en mis días. Mandé algo a Leonardo que para él resultará muy elocuente, más que los libros de Herófilo que primero le fueron prometidos y luego negados.

Maquiavelo no tuvo tiempo de abrir la boca porque la acerada espada del Duca le apuntaba directamente al cuello.

—Y ahora no intentéis preguntarme a qué libros me refiero, porque además lo ignoro por completo. Recoged vuestras pertenencias y huid. De inmediato, antes de que cambie de opinión: porque si me dais tiempo para reflexionar, volveré a ser el hombre audaz de antaño, cuando junto a vos y Leonardo éramos felices y proyectábamos máquinas y tramábamos alambicadas intrigas. Si renace el Duca que perpetraba todo tipo de actos nefandos en nombre de la razón, entonces no habrá espacio para las melancolías y afectos que ahora, por desgracia, me inducen a dejaros partir. ¡Escapad, y hacedlo cuanto antes! —Y el Duca cogió por la cintura a Ginebra y la besó en la boca con un ímpetu y una pasión que la hicieron enmudecer. Después salió de la tienda.

Partieron escoltados por dos armígeros, a la luz incierta del alba. Montaban de nuevo sus caballos, en compañía de uno de sus soldados; el otro había hallado la muerte a manos de los hombres de Valentino. Los condujeron hacia la antigua vía por donde habían llegado el día anterior. Apenas llegados a ese punto, los soldados de Valentino espolearon a los caballos con la fusta y en pocos minutos ya galopaban más allá de las bajas colinas que escondían el refugio inviolado de Leonardo da Vinci.

Cabalgaron durante horas sin detenerse por aquel desierto de cañizares y rastrojos, pasando de nuevo por el cenagal malsano, entre aires insalubres y bandadas de pájaros negros de mal agüero que les siguieron durante millas y millas. Nicolás galopaba con una furia ciega: fustigaba sin piedad a su caballo árabe, que espumeaba de sed y de cansancio. Ginebra y el soldado se afanaban en seguirle de cerca. En un momento dado, Ginebra golpeó con las espuelas a su caballo y alcanzó al secretario: al avanzarlo vio su rostro negro de rabia y entonces se hizo con sus riendas y le obligó a detenerse. Nicolás ya empuñaba la espada, como si lo atacaran los enemigos, pero Ginebra fue más rápida y le apuntó con la suya al pecho.

—No sé qué te agita de este modo, Nicolás: si es por el fracaso de nuestra empresa, carece de sentido arriesgarse a que los caballos se deslomen para morir bajo el sol de esta tierra malsana. Si lo que te turba es la noche que pasé con Valentino, eso te honra menos todavía, y en cualquier caso no es de tu incumbencia.

Maquiavelo se calmó un poco, ordenó al soldado que preparara un pequeño cobertizo con cañas y maleza, e hicieron un alto en las inmediaciones del camino, donde una leve ondulación del terreno les mantenía protegidos del molesto polvo blanco que el aire levantaba. Compartieron el agua y algunas galletas secas ya casi incomestibles. No tenían tiempo para dormir.

—Mañana debo estar en Florencia: éste es el único motivo de mi enloquecida carrera.

—¿A qué viene tanta urgencia?

—Se celebra una reunión a la que no puedo faltar, por el bien de la República y de nuestro Gonfalonero. Precisamente es ser Piero quien me ha enviado hasta aquí, y no podré proporcionarle noticias ciertas de Durante ni información alguna sobre el escondrijo de Leonardo...

—Si el Duca estaba a su servicio, todo lleva a pensar que ha sido él quien ha mandado matar a Durante. ¿No lo crees así?

Nicolás no daba crédito a sus oídos: si Ginebra realmente pensaba lo que acababa de decir, entonces cuando se acostó con el Duca sabía que se estaba acostando con el asesino de su Durante. Para aquella mujer tal vez contara más la carne que el corazón, o acaso el intelecto era el único motor de sus acciones. En ese caso, ambos se parecían más de cuanto había intuido hasta el momento.

—Eso creía yo. Pero tras las palabras del Duca, esta mañana, mi parecer es otro.

—¿Qué te hace pensar en una lógica distinta cuando todo parece apuntar en esa dirección?

—Valentino ha hablado demasiado y me ha proporcionado informaciones muy valiosas. Y no creo que lo haya hecho sin querer: ha caído en desgracia, y sin reino ni ejército su única salida ha sido la de hacerse mercenario. Pero su antigua lucidez sigue intacta, y puedo asegurarte que, en la época que Leonardo y yo pasamos junto a él, jamás se le escapó secreto alguno si tal debía permanecer. Valentino sabe que está perdido, huye hacia Nápoles y quién sabe si abandonará Italia. La información que me ha revelado no es casual: ha querido darme algunas pistas. Pero sin hablar más de lo debido, dejando la vía abierta al razonamiento...

—¿Por qué motivo?

—Porque le apremia el más fuerte de todos los sentimientos, aquel que contradice más al raciocinio: el miedo. Y esto es ya un indicio de capital importancia.

—No logro entenderlo.

—El miedo jamás ha figurado entre sus razones ni sus debilidades. Y si no ha querido contarme más, es porque cree que se habrán extendido por Nápoles, España, por todo el mundo...

—Pero ¿quién?

—Sicarios invisibles. Asesinos reclutados por una potencia infinitamente superior a la suya. Además, todo cuanto el Duca ha dejado entrever no se contradice en ningún punto con lo que ya sabemos. Un capitán de los pisanos, al que interrogué en persona, me confesó que alguien pagó una enorme suma de dinero para proporcionarle a Leonardo, desde el África remota, simios y hombres de piel oscura.

—¿Imaginas quién podría ser?

—Alguien cuyo poder es incalculable y que ha convencido a Leonardo a fin de que construya para él el arma misteriosa. Diría que el secreto de Leonardo, esta vez, supera con creces cualquiera de sus máquinas, reales o inventadas, como podría serlo una torre para destruir murallas o cualquier ariete de largo alcance...

—Y entonces, ¿de qué puede tratarse?

—No tengo ni la más remota idea. Pero si es un arma, se trata de algo más terrible de cuanto alcancemos a imaginar.

Una niebla ligera se estaba posando sobre la planicie y el soldado alimentó el fuego con ramas verdes, que chisporrotearon reavivando la llama y despidiendo un humo espeso que hizo toser y lagrimear a Ginebra. Era la primera vez, pensó Maquiavelo, que veía lágrimas resbalando por sus mejillas. Ni siquiera al conocer la muerte de Durante había llorado.

—Pero ¿quién ha liberado a los simios de Livorno? ¿Y quién mató a Durante y Del Sarto?

—No creo que hayan sido los pisanos: ellos, al igual que nosotros, no han entendido nada del arma misteriosa. No es posible que haya sido Leonardo. Tiene que ser alguien que, a diferencia de nosotros, conoce bien de qué arma se trata, y quiere que desaparezca de la faz de la tierra, tal vez incluso antes de que lleguen a construirla. O puede que, al contrario, pretenda utilizarla para sus propios fines.

—¿Algún rival de quien financia a Leonardo?

Nicolás movió enérgicamente la cabeza para afirmar:

—Un enemigo con el mismo poder, o puede que más. Y los sicarios de esa potencia arcana son quienes inspiran a Valentino, el más despiadado de los príncipes italianos, un miedo cerval.

—Debo confesar que cuanto dices me resulta oscuro...

Maquiavelo gesticuló con los brazos, mortificado porque no podía descorrer el velo que cubría todos esos graves acontecimientos. Únicamente acertaba a recoger fragmentos de la verdad.

—Todo el secreto en torno a Leonardo permanece sellado para nosotros. Tan sólo disponemos de algunos indicios: los simios, los negros, los huesos de ser Filippo y su muerte, la nefanda tarea del duca Borgia, su miedo infausto, la implicación de Leonardo en todo este asunto, sin duda alguna, en calidad de mente pensante.

Maquiavelo rebuscó su cuaderno y leyó en voz alta:

Que las armas secretas del diablo vayan a dar en el culo

de Maquiavelo.

Ingenium terribile ex Inferis.

Artneucne Acsub, o Busca Encuentra

Para Leonardo: la filosofía puede tener en verdad la potencia de las

armas si, en nombre de lo positivo, se opone a lo Verdadero.

Sigue La transformación de la simiente.

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