Los paneles formaban avenidas, que se alzaban hacía lo alto de la torre perdiéndose de vista entre las sombras. A lo lejos se veían las siluetas de los
humanoides
ocupados de agregar nuevas conexiones al Cerebro. Por fortuna estaban demasiado ocupados y no esperaban ver aparecer a ningún intruso para prestar atención a la vieja puerta en desuso. Claypool se agazapó, imitado por Aurora.
Avanzando en cuclillas hacia los dos primeros reguladores del Cerebro, Claypool percibió la pulsación de una energía increíble, derivada de billones incontables de
humanoides
diseminados en miles de planetas poblados por hombres esclavizados por su benevolente tirada.
Tratando de no mirar hacia aquellas máquinas perfectas, Claypool siguió adelante, llevando de la mano a la niña, que temblaba de terror. En las tres primeras secciones era donde Sledge había impreso el
Principal Mandato.
Tres pequeñas cajas, de forma parecida a la de tres ataúdes, pero más reducidas. Y allí estaban enterradas las esperanzas y el futuro de la Humanidad que poblaba millares de planetas a través de todo el Universo.
Llevando la diestra al bolsillo, Claypool sacó un par de alicates y se inclinó sobre la cuarta sección. Entonces Aurora lanzó una exclamación de terror y se volvió hacia la puerta. Dejando caer las tenacillas, el astrónomo la siguió en su movimiento.
La puerta comenzó a abrirse lentamente y por fin en su marco apareció una figura. Pero no se trataba de un humanoide. Era un hombre. Claypool ahogó una exclamación desesperada cuando lo advirtió. ¡El recién llegado era Frank Ironsmith!
—¡Alto, Claypool! —Ironsmith avanzó hacia él con paso elástico. Su rostro juvenil y bronceado tenía una expresión pesarosa, reflejada en sus ojos grises—. ¡Mire lo que ha hecho, estúpido!
Mientras hablaba, sin cólera ni odio, simplemente con profunda tristeza, señaló hacia Aurora Hall, que parecía haber quedado paralizada en su sitio, mirando hacia la puerta.
Por un instante Claypool permaneció clavado frente a su enemigo, rodeado de papeles y conexiones rodomagnéticas.
—¡Yo traté de advertírselo! —prosiguió Ironsmith—. No podemos permitir que usted...
El salvaje ataque del astrónomo lo interrumpió. Una desesperada resolución lo dominaba. Cinco minutos más bastarían para cambiar todo aquello: no quería ser interrumpido. No podía permitir que lo interrumpieran.
Estaba desarmado: no había llevado consigo arma alguna. Pero la furia de su ataque lo llevó contra Ironsmith sin pensar en nada. Lo único que recordó fue la injusta libertad de que gozaba aquel hombre, su simpatía hacia los
humanoides y
la forma inhumana en que trataba de cazar a White y los suyos.
Pero Frank Ironsmith logró evitar fácilmente el brutal golpe; rápido y seguro como un
humanoide
más, aferró a Claypool de la muñeca, retrocediendo un paso y forzándolo a apoyarse contra los paneles, jadeando, el astrónomo intentó en vano golpearlo. Su pierna lastimada no le permitía mantenerse muy bien en equilibrio y un dolor agudo lo dominó.
—No vale la pena que insista, Claypool —dijo Ironsmith con voz suave, sin que se advirtiera en su acento la menor nota de resentimiento—. ¡Lo único que puede hacer es rendirse!
—¡Aún no! —exclamó el astrónomo, sacudiendo la cabeza para aclarársela y mirando hacia sus espaldas, gritó— ¡Aurora! ¡Deténlo!
Ironsmith le retorció el brazo, obligándolo a apoyar su peso en la pierna herida. Pero una cólera sorda, escarlata, le hizo olvidar el dolor y volver a gritar:
—¡Aurora! ¡Detenlo! ¡En la sangre tiene potasio! ¡Recuerda cómo detuviste a los
humanoides!
¡Tienes que hacerlo, Aurora! —un frío sudor le bañaba el cuerpo, mientras olas de dolor le subían de la pierna hasta el cerebro, pero siguió gritando: —¡Tenemos que matarlo para poder liberar a los hombres!
Pero la niña sacudió la cabeza con un gesto rígido.
Nada ocurrió.
Atontado por su fracaso, Claypool dejó de luchar. Su dolorida pierna cedió repentinamente y al mismo tiempo Ironsmith soltó su muñeca, sosteniéndolo para que no cayera.
Aurora avanzó un paso a sus espaldas y exclamó:
—A sus órdenes, doctor Claypool...
El astrónomo se volvió horrorizado hacia la niña, pues su voz había adquirido una nueva nota, impersonal y metálica. La voz de los
humanoides...
—Hemos oído su absurdo pedido, doctor Claypool, pero no podernos obedecer pues el señor Ironsmith nos ha auxiliado a poner en marcha el
Pacto Común
. Usted necesita ser curado, doctor Claypool...
La extraña voz se detuvo. Una sonrisa lenta y horrible apareció en el pálido rostro de la criatura. Era la sonrisa benevolente de los
humanoides.
Algo mecánico.
Claypool se apartó horrorizado de ella, dominado por un terror más oscuro que la caverna donde trabajara durante las anteriores semanas. Mirando a Ironsmith, le dijo:
—¿Qué le ha hecho? ¿Qué han hecho con esta criatura?
—Nosotros, nada —tristemente Ironsmith sacudió la cabeza—. Es algo horrible, lo sé. ¡Pero usted tiene la culpa!
—¿Yo? ¿Por qué dice eso?
—Sígame... —Ironsmith ignoró la pregunta y volviéndole la espalda se dirigió hacia la puerta. Impotente para resistir, Claypool obedeció. Tras
él
caminando como una autómata, iba Aurora Hall.
Secándose la transpiración que bañaba su rostro, tratando de ahuyentar el terror oscuro que le anudaba el estómago, el astrónomo insistió:
—¿Por qué dice que yo tengo la culpa?
Ironsmith miró la cámara de trabajo del viejo Sledge y luego se volvió hacia su interlocutor:
—Los
humanoides
tienen que estudiar el
Principal Mandato.
Cuando tontos fanáticos como White y usted intentaron atacar la Central con medios parafísicos, los humanoides debieron buscar una defensa para evitarlo. Como puede verlo, han sido eficientes...
—¿Ellos o usted?
Ironsmith permaneció inmóvil, sus ojos cargados de preocupación. Una súbita ola de ira subió al rostro de Claypool.
—¿No lo niega, eh? —despectivamente escupió sobre el sucio piso—. Tendría que haberlo sospechado hace tiempo, cuando demostró que esas máquinas despiadadas le gustaban... ¡traidor! ¡Ahora comprendo que hay un pacto entre usted y los humanoides! Ironsmith asintió con la cabeza.
—Tengo que admitir que es cierto —dijo suavemente—. Hay un
Pacto Común
entre nosotros y los
humanoides
. Y voy a ofrecerle una última oportunidad de unirse a nosotros... Los
humanoides
son lógicos pero no tienen talento creativo. Contra ataques parafísicos se ven desamparados, sin la ayuda del genio humano. Por eso llegamos al
Pacto Común
. ¡Únase a nosotros!
—¡Gracias! —replicó sarcásticamente Claypool.
—No me agradezca a mí, agradezca a Ruth, que fue su esposa.
—¿Ruth? —repitió extrañado Claypool—. Ruth está en Starmont, bajo la acción de la
euforidina...,
¡sin memoria ni personalidad!
—Estuvo
—lo corrigió Ironsmith, sonriendo inocentemente—. Creo que yo siempre admiré y comprendí a Ruth mejor que usted... La he traído conmigo y se sentirá dichosa si usted se une a nuestro grupo.
La rodilla derecha de Claypool tembló. Su estómago estaba convertido en un nudo áspero.
—¿Está con usted? —murmuró. Ahora comprendía todo..., la infelicidad de su esposa, que debió ser curada con
euforidina,
y la instintiva antipatía que experimentaba hacia aquel joven despreocupado desde antes de la invasión de los
humanoides
.
Luego sus ojos se clavaron nuevamente en la criatura, que seguía rígida y con los ojos fijos.
—Iré con usted con una condición —dijo hoscamente.
Ironsmith sonrió con alegría.
—Bienvenido —exclamó suavemente, extendiendo una mano bronceada.
—He dicho con una condición —insistió Claypool, sin tomar la mano que se le ofrecía—. Aurora viene conmigo.
—La siento, pero eso está fuera de la cuestión —replicó Ironsmith. Aún podemos salvarlo a usted, pero la niña usó medios parafísicos contra el Cerebro y nada es posible hacer por ella.
Una oscura hostilidad hizo tremolar la voz del astrónomo.
—En tal caso, no hay nada más que hablar.
—Lo siento y sé que Ruth lo lamentará conmigo —dijo suavemente—. Pero imagino que los
humanoides
necesitarán otro conejillo de Indias para probar sus nuevas conexiones.
Su mirada se posó en Aurora, que habló con la misma voz inexpresiva y metálica:
—A su servicio, señor Ironsmith. Puesto que el doctor Claypool se niega a aceptar el
Pacto Común
, debemos ocuparnos de él. Sus conocimientos sobre rodomagnetismo lo hacen peligroso.
Otra puerta se había abierto y dos
humanoides
idénticos aparecieron en el umbral. Sus cuerpos oscuros eran armoniosos y sus rostros tenían la serena expresión de benevolencia que los caracterizaba.
—A su servicio, señor —dijo Aurora, con voz monótona—. Debe acompañarnos.
Luego, con movimientos tan suaves y gráciles como los de aquellos robots extraordinarios, se dirigió hacia la puerta.
Claypool miró dos veces hacia atrás, mientras seguía a sus captores. La primera, Ironsmith todavía estaba apoyado contra el viejo escritorio. La segunda, un instante después, el joven había desaparecido. Tal vez había aprendido a dominar también él la ciencia de la teletransportación.
El astrónomo sintió que las piernas se negaban a sostenerlo, pero sus dos custodios lo ayudaron, apresurándose a seguir a la niña.
En el exterior aguardaba un pequeño crucero rodomagnético, flotando silenciosamente a la altura del balcón. La puerta de la aeronave estaba abierta; Aurora saltó al interior con la agilidad de una máquina perfecta. Los otros dos
humanoides
ayudaron a Claypool a pasar de la plataforma a la cabina.
Cuando la aeronave se remontó, Claypool alcanzó a ver la superficie de "Ala 4ª", cubierto de fábricas, construcciones metálicas y espaciosos pudrios. Antaño ese planeta había estado vivo, con seres humanos y animales. La guerra lo había destrozado. Ahora los
humanoides
lo ocupaban por completo, sus alturas niveladas y sus mares secos.
Pronto terminó el breve viaje, y Claypool sintió que el nudo que se le formara en la boca del estómago se hacía más tenso al ver su punto de destino. Era una construcción inconclusa, donde millares de
humanoides
trabajaban auxiliados por incontables máquinas rodomagnéticas.
Desde la ventana de la aeronave, Claypool advirtió el andamiaje que aún rodeaba a la construcción, volando el brillo que de ésta surgía.
—Me parece comprender... —murmuró el astrónomo amargamente, hablando consigo mismo—. Creo saber para qué está este monstruoso edificio y qué es lo que contiene. Ironsmith y sus renegados han logrado obtener un generador de energía parafísica... Y pienso que su propósito es dominar con ese aparato la mente de los hombres...
—Así es, señor —esta vez era Aurora Hall quien contestaba, con la suavidad de los muñecos mecánicos—. Este nuevo regulador operará por medio de energía parafísica, pero su propósito no será malvado como usted parece implicar..., por el contrario. Nuestra única misión consiste en contribuir a hacer dichosos a los hombres, de acuerdo con el
Principal Mandato...
Los dos
humanoides
auxiliaron al astrónomo a descender, y luego lo dejaron caminar libremente tras de la criatura. Viendo a Aurora Hall avanzando como un muñeco mecánico, Claypool sintió horror al pensar en una humanidad dispersa por millares de planetas, poseída en conjunto por aquel Cerebro perfecto. Ese era el resultado del Pacto monstruoso entre hombres despiadados y máquinas benevolentes, entre Ironsmith con sus compañeros y los
humanoides...
Sintiéndose amargado y lleno de impotencia, el astrónomo escupió sobre el reluciente piso del aeródromo y siguió a la mecanizada niña con sus estrechos hombros orgullosamente erguidos.
Frente a ellos se abrió una puerta; Claypool dudó. No quería ser un "conejillo de la India"... Los dos
humanoides
advirtieron su vacilación.
—No tema, señor. Cuidamos no hacer sufrir a ninguno de los hombres sujetos a experimentos parafísicos. Puede entrar con confianza —le dijo uno de los muñecos con su voz suave y monótona.
Claypool siguió inmóvil. Entonces los
humanoides,
lo tomaron de los brazos y lo forzaron a entrar, pese
a
su espanto.
El recinto era una inmensa caverna de tinieblas y terror, porque los
humanoides
no necesitaban luz y la única iluminación provenía del brillo fosforescente de algunas partes metálicas de los reguladores.
Claypool advirtió que en un extremo había jaulas semejantes a las utilizadas en los laboratorios biológicos para encerrar a los animalitos de experimentación, pero mayores. Las dimensiones del lugar hacían que aquellas jaulas parecieran más reducidas de lo que en verdad eran.
El astrónomo se sintió levantado por los dos
humanoides y
conducido hasta una de las jaulas, cuya puerta se abrió sin que la tocaran. Uno de los robots permaneció en el interior de la jaula con Claypool el tiempo necesario para decirle:
—Dentro de poco el nuevo regulador estará terminado y podremos probarlo en usted. Hasta entonces, estamos a sus órdenes. Puede pedir lo que quiera.
La jaula se cerró con chasquido metálico; el astrónomo la revisó al débil resplandor que llegaba a través de los barrotes y vio que tenía una mesita, un banco y una pequeña cama, sobre la que se tendió agotado. Una sensación de claustrofobia lo dominó, mientras que su enfermo estómago comenzó a arderle más que nunca.
La voz del guardián llegó hasta él quedamente.
—No tendría que preocuparse, señor. Al fin y al cabo, como un distinguido hombre de ciencia que es, tendría que sentirse orgulloso de participar en nuestro experimento...
Claypool miró sin hablar el rostro impasible del muñeco.
—Hemos llegado a diseñar estos aparatos partiendo de una hipótesis bien simple: si elementos parafísicos pueden producir efectos en máquinas, tiene que haber medios mecánicos de producir fuerzas parafísicas.
El astrónomo trató de escuchar y comprender, sobreponiéndose a aquella sensación opresiva que lo dominaba. Involuntariamente se preguntó dónde estaría la pequeña Aurora Hall: la había perdido en las tinieblas al entrar allí y probablemente ya no la volvería a ver.