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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (52 page)

BOOK: Los navegantes
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Juan Sebastián Elcano se adelantó y se hincó de rodillas ante el trono de don Carlos. A continuación lo hicieron Bustamante y Albo.

El joven monarca contempló atentamente los rostros de aquellos tres hombres, todavía demacrados por los largos días de privaciones. Luego, con una sonrisa, se inclinó hacia Elcano y extendió los brazos para ayudarle a levantarse.

—Juan Sebastián Elcano, vuestro rey os saluda con afecto a vuestro regreso a España después de tan largo y peligroso viaje. Sea nuestra primera palabra la de bienvenida. Os recibimos como a un querido amigo que vuelve por fin. Que se den a los viajeros asientos cómodos.

—Es como un milagro —murmuró algún Grande de España, mientras don Carlos ayudaba a sentarse al vasco con sus propias manos. Era un honor que la etiqueta borgoñana sólo permitía en rarísimas ocasiones y con grandes vasallos.

—Don Juan Sebastián —dijo el rey—, nos complacería que os sintierais dispensado del protocolo palaciego y nos contarais con toda clase de detalles todos los acontecimientos que han tenido lugar en este viaje.

Mientras hablaba, los ojos del joven monarca brillaban de impaciencia.

Parecía estar disfrutando de cada segundo de aquella audiencia. Apenas parecía poder mantener su compostura.

—Tengo entendido —continuó—, que vuestros acompañantes son Francisco Albo, piloto, y Hernando de Bustamante, cirujano.

—Así es, majestad —respondió Elcano.

—¿De dónde sois, capitán Elcano?

—Vasco, señor. De Guetaria.

—¿No era vuestro barco de por ahí?

—Construyeron la
Victoria
en Zarauz, majestad, apenas a tres leguas de mi pueblo natal.

El rey movió la cabeza asintiendo.

—Es curioso. Parece que vuestra tierra es generosa con su gente: buenos marinos y buenos constructores de barcos.

—Para serviros, majestad —sonrió Elcano.

—Contadme, capitán Elcano, contadme. No omitáis detalle.

Juan Sebastián Elcano comenzó su narración con voz pausada y clara, sin omitir detalle alguno. Cuando narró los enfrentamientos entre los capitanes españoles y Magallanes, la muerte de Gaspar de Quesada y Luis de Mendoza, así como el castigo de Juan de Cartagena y el clérigo Pedro Sánchez de la Reina, observó cómo el obispo Fonseca palidecía visiblemente. Explicó que él mismo había tomado parte del complot de los capitanes, sufriendo más tarde las terribles consecuencias de ello: cuatro meses encadenado trabajando en agua helada en el carenado de los buques. El relato siguió, alternando la excitación del descubrimiento del paso con la ansiedad provocada por la deserción de una de las naves y los horrores de la navegación en los mares del Sur. Las privaciones tan terribles que habían tenido que pasar provocaron exclamaciones de horror entre los presentes.

—¿Y de verdad comisteis ratas? —exclamó el rey, atónito.

—Sólo los afortunados, señor —respondió Elcano—, otros nos tuvimos que contentar con masticar trozos de cuero. Así hasta ciento diez días.

—¿Cómo es que no pescasteis? —preguntó Fonseca.

—Teníamos las redes y los anzuelos echados día y noche, señor. Pero aquellos mares parecían estar desprovistos de peces. Solamente hay pesca cerca del litoral y en las corrientes marinas.

Todos los presentes siguieron los relatos de la llegada a las islas, y sobre todo de la muerte de Magallanes, con evidente interés.

—¿Y decís que Magallanes se fue con sólo sesenta hombres a luchar contra varios miles de nativos? —preguntó el rey.

—Así es, majestad. No quiso hacer caso a sus oficiales, que le insistían en que aquélla no era una lucha que les concerniera; Magallanes quería demostrar que un puñado de europeos bien armados podían derrotar a un gran número de nativos. No permitió que nadie acudiera en su ayuda, ni siquiera acercó los barcos para despejar la costa a cañonazos.

—¿Y los nativos no se asustaron con el fuego de los arcabuces?

—No, mi señor, atacaron por todas partes a pesar de sufrir numerosas bajas.

Antes de una hora todo estaba ya decidido. Además, con la marea baja, las barcas no podían acercarse a los que luchaban.

—¡Increíble! —exclamó el monarca—, ¿y así es como murió Magallanes, el gran navegante, el descubridor del paso entre dos océanos?, ¡muerto por la lanza de un nativo!

—Sí. Luchó bravamente, pero cayó rodeado de enemigos y combatiendo hasta el final.

—Entiendo. Seguid contando. ¿Qué pasó entonces?

Elcano relató a continuación la traición del reyezuelo Humabon en el banquete que ofreció a los castellanos y cómo habían tenido que escapar cortando el ancla en su precipitada huida.

—Juro que serán castigados como merecen —musitó el joven monarca—.

Pero seguid, capitán Elcano, seguid.

Elcano siguió relatando sus aventuras en Borneo, su cabalgata a lomos de elefantes y el lujo increíble de sus palacios. Con un cierto rubor, omitió en su relato las atenciones que las nativas les prodigaron con inclusión del baño en una bañera de nácar. Narró lo mejor que supo la confusa lucha que sostuvo la escuadra castellana con las doscientas embarcaciones que les atacaron. Explicó cómo Carballo decidió, sin consultar con nadie, poner en libertad al general capturado a cambio de una cantidad de oro que guardó para sí. Sin embargo, el rey, cuando hubo rescatado a su general, se negó a entregar a tres expedicionarios que estaban en tierra, uno de ellos el hijo del propio Carballo. En cambio, quedaban a bordo dieciséis nativos más tres mujeres. Carballo se apropió de las tres mujeres.

Siguió Elcano contando cómo habían pasado cuarenta y dos días reparando los cascos de las dos naves en una pequeña isla al norte de Borneo, y en la que todos los expedicionarios decidieron deponer a Carballo y nombrar a Espinosa capitán de la
Trinidad
y a él mismo capitán de la
Victoria
. A partir de ese momento, aseguró, empezó a llevar en regla todos los libros de la expedición.

También marcó un nuevo rumbo que después de muchas vicisitudes, las cuales relató minuciosamente, llegaron por fin a las Molucas. El guipuzcoano se extendió en minuciosa narración sobre las maravillas de las islas y sus gentes, así como en el cariño con el que les recibieron, tanto el rey Almanzor como sus súbditos. Explicó lo que había pasado cuando, después de estar las dos naves cargadas hasta los topes de especias, la
Trinidad
anunció que tenía una importante vía de agua, y contó lo duro que le resultó tomar la terrible decisión de dejar allí a la
Trinidad
y emprender la ruta de vuelta a casa solo y con apenas un puñado de hombres para manejar el barco.

—¿Por qué no volvisteis por la misma ruta? —preguntó el rey.

Elcano asintió como si esperara la pregunta.

—Fue una decisión muy difícil de tomar —dijo—. Durante meses estuvimos sopesándola. Sin embargo, toda la información que habíamos podido reunir indicaba que los vientos nos serían contrarios, por lo menos hasta el otoño.

Por el contrario, si nos dirigíamos al oeste los tendríamos a favor.

El rey Carlos señaló un gran mapamundi en el que se veían indicadas las rutas marinas que los portugueses usaban para su recorrido alrededor de África.

—Pero, si sabíais que los portugueses os estaban buscando, tendríais que apartaros de sus rutas.

—Me temo que así es, Majestad.

—¿Y qué ruta seguisteis?

Elcano se acercó al mapa y señaló con el dedo la isla de Timor. Desde allí bajó su índice hasta la punta sur de África.

—Salimos de Timor el día 11 de febrero, es decir, hace siete meses.

Navegamos por mares completamente desconocidos; encontramos una isla, pero, desgraciadamente, no pudimos desembarcar y tuvimos que continuar hasta el Cabo de las Tormentas.

—¿No os entró la tentación de desembarcar en Madagascar? —preguntó el rey.

—Ciertamente, hubo una parte de la tripulación que se inclinaba por esa solución. Pero no lo consentí.

—Entiendo —dijo—. Así que llegasteis al Cabo de las Tormentas.

—Sí, dos meses después de la partida. Necesitamos otras dos semanas para doblar el terrible cabo, debido a las fuertes corrientes y vientos contrarios, pero lo conseguimos. Nuestro único problema era aprovisionarnos. Mientras nos manteníamos cerca de la costa podíamos coger algo de pesca, pero tampoco nos atrevíamos a acercarnos mucho a la ruta portuguesa. Desembarcamos un par de veces para cazar algo, pero sin mucho éxito. Y después de otro mes de navegación, empezaron a morir los hombres atacados por la «peste del mar»; casi a diario moría alguien. El lamento de los moribundos en sus coys era terrible y constante, los sufrimientos de esa pobre gente fueron verdaderamente atroces.

Los Grandes de España y la corte en pleno seguían ávidamente las palabras de Juan Sebastián Elcano. El silencio era completo. Todos los ojos estaban clavados en el sereno semblante del vasco, cuyos ojos, ligeramente nublados por el doloroso recuerdo, estaban perdidos en el afiligranado cristal que cubría el ventanal que tenía enfrente.

—Así fue cómo llegamos a la altura de Cabo Verde, sin víveres, con agua escasa y podrida, y todavía nos quedaban dos meses de navegación. La gente se moría, teníamos que tomar una decisión drástica. Había pensado en desembarcar en algún lugar de la costa africana, cuando Bustamante —dijo señalando al emeritense— nos dio una posible solución.

—Que es la que me contasteis en vuestra carta: pretender que veníais de las Indias...

—Así es —continuó Elcano—. Quedamos todos de acuerdo en una historia bastante verosímil; es decir, que formábamos parte de una escuadra de tres naves que veníamos de la Española y que nos había separado una terrible tormenta al llegar a los Trópicos. Pero finalmente los portugueses entraron en sospechas por alguien que se fue de la lengua, y en vez de venir nuestros trece hombres en el esquife, se nos acercaron unas barcazas llenas de hombres armados y tuvimos que huir.

»Navegamos hacia el norte, sin atrevernos a acercarnos a las Islas Canarias porque seguramente estarían vigilando esa ruta, además de que teníamos los vientos contrarios, por lo que subimos hasta las Azores y desde allí cambiamos el rumbo hacia Sanlúcar.

—Y, por lo que me han contado, llegasteis al límite de vuestras fuerzas.

—Sí —admitió el guipuzcoano—, el barco hacía agua y teníamos que turnarnos en la bomba de achique día y noche. Además, las provisiones que embarcamos en Cabo Verde se agotaron pronto, las últimas tres semanas de navegación prácticamente no comimos nada. Cuando el último marinero enfermo murió, apenas teníamos fuerzas para levantarlo por encima de la borda...

»Las penalidades que hemos sufrido en este viaje han sido tantas, que no creo que ningún viajero pueda superarlas jamás en viaje alguno. Sólo la Virgen nos ha dado fuerzas para llegar a casa y poder poner a los pies de su majestad todos los descubrimientos que hemos llevado a cabo.

—Que no son pocos —sonrió el joven rey.

—En efecto, majestad. En esta expedición hemos conseguido encontrar un paso que une a los dos océanos, abriendo así una nueva ruta a las Indias, y hemos descubierto un nuevo archipiélago inmensamente rico que aumentará la grandeza de España.

—Todo eso es maravilloso —dijo el rey Carlos—, pero hay algo que vuestra modestia os impide mencionar.

El emperador de media Europa se levantó y se acercó a Elcano, que también se puso en pie.

—Sois los primeros hombres que habéis dado la vuelta al mundo — continuó Carlos I, incapaz de contener un brillo de admiración en sus ojos—. Vosotros habéis probado, incluso a los más incrédulos, que el mundo es redondo sin lugar a dudas. Y que lo mismo se puede ir a las Indias por el este que por el oeste. Además, por lo que me han dicho, habéis descubierto que navegando a favor del sol se gana un día entero, mientras que se pierde ese día yendo en dirección contraria.

»Es por eso —añadió—, por lo que hemos decidido otorgaros un escudo de armas. En su mitad superior figurará un castillo dorado en campo rojo, y en el inferior, un campo dorado sembrado de especierías; dos palos de canela, tres nueces moscadas en aspa y dos clavos de especia, teniendo encima yelmo cerrado y por cimera un globo terráqueo con esta inscripción: PRIMUS CIRCUMDEDISTI ME. A esto agrego el privilegio de introducción en la corte.

Y, por lo que concierne a lo material, se os concede la cuarta parte del quinto real que grava el cargamento de la
Victoria
, y el privilegio de introducir en el reino sin pago de alcabala vuestros fardos de mercancías. Estas mercedes os corresponden no sólo a vos, sino a vuestros compañeros, incluyendo a los prisioneros de Cabo Verde. Durante las dos semanas próximas seréis nuestros invitados en la corte.

Ardo en deseos de oír en detalle todas vuestras aventuras, incluyendo una detallada descripción de las costumbres indígenas de nuestros nuevos súbditos...

María de Vidaurreta era una belleza morena de grandes ojos castaños, su largo cabello oscuro cayendo en cascada sobre un cuello nacarado, labios rojos que dejaban entrever, cuando sonreía, unos dientes blancos como perlas y alegre risa, contagiosa y cautivadora que a menudo inundaba los pasillos de la corte. Hija de Diego de Vidaurreta, uno de los Grandes de España, era una de las jóvenes más deseadas de Valladolid.

Juan Sebastián Elcano se sintió atraído por la joven desde el primer momento. Ella no parecía cansarse nunca de los extensos y detallados relatos del vasco, y los inocentes paseos de ambos por las orillas del río Tormes fueron convirtiéndose poco a poco en sigilosas citas nocturnas cada vez más frecuentes.

—Me gustaría no tener que ocultar nuestro amor —suspiró el navegante acariciando un mechón de cabellos que caían en cascada sobre la blanca almohada.

—A mí también, Juan Sebastián, pero me temo que mi padre nunca nos daría su bendición. Quiere que me case con algún noble, algún aburrido cortesano que se pase el día adulando al rey.

El guipuzcoano sacudió la cabeza.

—Pues no veo ninguna solución...

Ella se incorporó sobre un codo y pasó un dedo sobre la recortada barba del marinero.

—Yo creo que el rey te debería dar algún título. ¿Por qué no pides el hábito de la Orden de Santiago?

—¿El hábito de la Orden de Santiago?, ¿yo?

—Sí, tú. ¿No se lo concedieron a Magallanes? Y ni siquiera había empezado el viaje. ¿Por qué no tú, que has conseguido que se llevara a cabo con éxito. Si no hubiera sido por ti, nada se sabría de las Molucas, con todas sus especias. Creo que te has ganado a pulso una distinción.

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