Los ojos amarillos de los cocodrilos (17 page)

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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

BOOK: Los ojos amarillos de los cocodrilos
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Esa mañana, Babette había dado un mordisco demasiado fuerte a una manzana, y uno de sus dientes delanteros se había quedado clavado en la fruta. Estupefacta, Iris vio cómo recuperaba el diente, lo limpiaba bajo el grifo, sacaba un tubo de cola de su bolso y lo volvía a poner en su sitio.

—¿Te pasa a menudo?

—¿El qué? Ah, ¿mi diente? De vez en cuando…

—¿Y por qué no vas a un dentista? Vas a terminar perdiéndolo.

—¿Sabe usted cuánto cuestan los dentistas? Se nota que no le falta a usted el dinero.

Babette vivía en concubinato con Gérard, empleado en una tienda de electrodomésticos. Era ella la que proveía a la casa de bombillas, ladrones, tostador, hervidor, freidora, congelador, lavavajillas y demás. A precios sin competencia: cuarenta por ciento de descuento. Carmen lo apreciaba. Los amores de Gérard y Babette eran un culebrón que Iris seguía con avidez. No paraban de pelearse, de separarse, de reconciliarse, de engañarse y… de amarse. ¡Lo que debería escribir es la vida de Babette! Pensó Iris cepillándose más lentamente.

Esa mañana, Iris había comido en la cocina mientras Babette limpiaba el horno. Entraba y salía del horno como un pistón bien engrasado.

—¿Cómo haces para estar siempre contenta? —había preguntado Iris.

—Nada excepcional, sabe usted. Gente como yo hay a patadas.

—¿Con todo lo que has vivido?

—No he vivido más que cualquiera.

—Oh, sí.

—No, es usted a la que no le ha pasado nada.

—¿No tienes miedos o angustias?

—Para nada.

—¿Eres feliz?

Babette había cerrado el horno y había mirado a Iris como si acabara de preguntarle sobre la existencia de Dios.

—¡Qué pregunta más tonta! Esta noche vamos a tomar algo en casa de unos amigos y estoy contenta, pero mañana será otro día.

—¿Cómo lo haces? —había suspirado Iris con envidia.

—No me diga que usted es infeliz.

Iris no había respondido.

—Estamos buenos… Si yo estuviera en su lugar, ¡lo que iba a divertirme! Sin preocupaciones a final de mes, un piso hermoso, un marido guapo, un hijo guapo… Ni siquiera me lo plantearía.

Iris sonrió con desgana.

—La vida es más complicada que eso, Babette.

—Quizás… Si usted lo dice.

Y se había sumergido de nuevo, de cabeza, dentro del horno. Iris la había oído refunfuñar contra estos hornos pirolíticos que no se limpiaban nada de nada. Había creído escuchar «aceite», seguido de otros gruñidos, y por fin Babette había vuelto a aparecer para concluir:

—Quizás no se puede tener todo en la vida. Yo me río sin parar y soy pobre, y usted se aburre soberanamente y es rica.

Esa mañana, tras haber dejado a Babette en el horno, Iris se había sentido muy sola.

Si solamente hubiese podido llamar a Bérengère… Ya no la veía y se sentía amputada de una parte de ella misma. No de la mejor parte, por supuesto, pero debía reconocer que echaba de menos a Bérengère. Sus chismes, el olor a cloaca de sus chismes.

Yo la miraba por encima del hombro, me decía que no tenía nada en común con esa mujer, pero me encantaba cotillear con ella. Es como algo salvaje dentro de mí, una perversión que me empuja a desear lo que más detesto. No me puedo resistir. Hace seis meses que no nos vemos, calculó, seis meses que ya no sé lo que pasa en París, quién se acuesta con quién, quién está arruinado, quién está en declive.

Había permanecido buena parte de la tarde encerrada en su despacho. Había releído un cuento de Henry James. Le había llamado la atención una frase que había copiado en su libreta: «¿Qué es lo que caracteriza generalmente a los hombres? Simplemente la capacidad que tienen de malgastar indefinidamente su tiempo con mujeres aburridas, de pasarlo, diría, sin aburrirse pero, lo que viene a ser lo mismo, sin darse cuenta de que se aburren, sin incomodarse tanto como para tomar la tangente».

—¿Soy una mujer aburrida? —murmuró Iris al gran espejo que cubría las puertas de su armario.

El espejo permaneció mudo. Iris volvió a la carga aún más bajo:

—¿Philippe va a tomar la tangente?

El espejo no tuvo tiempo de responderle. Sonó el teléfono, era Joséphine. Parecía muy excitada.

—Iris… ¿Podemos hablar? ¿Estás sola? Sé que es muy tarde, pero tenía que hablar contigo.

Iris la tranquilizó: no la molestaba.

—Antoine ha escrito a las niñas. Está en Kenia, criando cocodrilos.

—¿Cocodrilos? ¿Se ha vuelto loco?

—Ah, piensas lo mismo que yo.

—No sabía que los cocodrilos se criaran.

—Trabaja para unos chinos y…

Joséphine le propuso leerle la carta de Antoine. Iris la escuchó sin interrumpirla.

—¿Y bien?, ¿qué piensas?

—Francamente Jo: ha perdido la cabeza.

—Y eso no es todo.

—Se ha enamorado de una china en pantalón corto que ha perdido una pierna.

—No, nada de eso.

Joséphine se echó a reír. Iris sonrió. Prefería oír a Joséphine reírse de este nuevo episodio de su vida conyugal.

—Me ha escrito una hoja sólo para mí, al final de la carta a las niñas y… no te lo vas a creer…

—¿Qué? Venga Jo…

—Pues bien, la había puesto en el bolsillo de mi delantal, ya sabes, el gran delantal blanco que me pongo cuando cocino… Cuando me acosté, me di cuenta de que la había dejado en el bolsillo del delantal… Lo había olvidado… ¿No es formidable?

—Al grano, Jo, al grano. A veces es muy difícil seguirte.

—Escucha Iris: me he olvidado de leer la carta de Antoine. No me he precipitado ávidamente para leerla. Eso quiere decir que me estoy curando, ¿no?

—Cierto, tienes razón. ¿Y qué decía esa carta?

—Espera, que te la leo…

Iris escuchó un ruido de papel desplegándose y después se elevó la voz clara de su hermana:

—«Joséphine… Lo sé, soy un cobarde, he huido sin decirte nada, pero no he tenido el valor de enfrentarme a ti. Me sentía demasiado mal. Aquí voy a empezar mi vida desde cero. Confío en que todo salga bien, que ganaré dinero y que podré devolverte multiplicado por cien lo que haces por las niñas. Tengo una oportunidad de conseguirlo, de ganar mucho dinero. En Francia me sentía aplastado. No me preguntes por qué… Joséphine, eres una mujer buena, inteligente, dulce y generosa. Has sido muy buena esposa. No lo olvidaré nunca. He sido injusto contigo y me gustaría compensártelo. Facilitarte la vida. Tendréis noticias mías con regularidad. Te adjunto al final de la carta mi número de teléfono, al que podrás llamarme para lo que sea. Un beso, con todos los buenos recuerdos de nuestra vida en común, Antoine». Hay dos posdatas. La primera dice: «Aquí me llaman Tonio, en caso de que me llames y lo coja un boy», y la segunda: «Es curioso, aquí nunca sudo y, sin embargo, hace calor». Eso es todo, ¿qué piensas?

La primera reacción de Iris fue pensar: ¡Pobre chico! ¡Resulta patético! Pero no sabía si Joséphine había llegado a ese grado de indiferencia sentimental, así que prefirió utilizar la diplomacia:

—Lo importante es lo que pienses tú.

—Antes eras más dura.

—Antes él formaba parte de la familia. Se le podía maltratar…

—¡Ah! ¿Así es como concibes tú la familia?

—Hace seis meses tú te sobrepasaste con nuestra madre. Fuiste
tan
violenta que ya no quiere oír hablar de ti.

—¡Y no te imaginas hasta qué punto me siento mejor desde entonces!

Iris reflexionó un instante y después preguntó:

—Tras la lectura de la carta dirigida a las niñas, ¿cómo te sentiste?

—No muy bien… Pero, sin embargo, no me precipité para leer mi carta, eso es un signo de que estoy mejor, ¿no? Que ha dejado de obsesionarme.

Joséphine hizo una pausa y después añadió:

—Es cierto que con la de trabajo que tengo, no dispongo de mucho tiempo para pensar.

—¿Te va bien? ¿Necesitas dinero?

—No, no… estoy bien. Acepto todos los trabajos que me proponen. ¡Todos!

Después, cambiando bruscamente de tema, preguntó:

—¿Cómo va Alexandre? ¿Hace progresos con el dictado?

A Alexandre le habían puesto largos dictados, durante todo el verano, mientras sus primas se iban a la playa o a pescar.

—He olvidado preguntárselo. Es tan reservado, tan silencioso. Resulta extraño: me intimida. No sé cómo hablar a un chico. Quiero decir: ¡sin seducirlo! A veces te envidio por tener dos hijas. Debe de resultar bastante más fácil…

Iris se sintió de repente increíblemente impotente. El amor maternal le parecía una montaña que no culminaría nunca. Es increíble, pensó, no trabajo, no tengo nada que hacer en la casa salvo elegir las flores y las velas perfumadas, tengo un único hijo y apenas me ocupo de él! Alexandre sólo conoce de mí el ruido de los paquetes que dejo en la entrada o el del frufrú de mi falda cuando me inclino para darle las buenas noches antes de salir. Es un niño educado a distancia.

—Voy a tener que dejarte, querida, estoy oyendo los pasos de mi marido. Un beso y, no lo olvides: ¡Cric y Croe se comieron al gran Cruc que creía poder comérselos!

Iris colgó y levantó la mirada hacia Philippe que la observaba desde el quicio de la puerta de la habitación. A este tampoco le entiendo, suspiró retomando la danza de su cepillo. Tengo la impresión de que me espía, que me sigue de cerca, que tengo sus ojos pegados a mi espalda. ¿Me hará seguir, quizás? ¿Está buscando cogerme en falta para negociar un divorcio? El silencio se había instalado entre ellos como una evidencia, un muro de Jericó que ninguna trompeta haría caer nunca pues nunca gritaban, ni cerraban las puertas de golpe, ni nunca alzaban la voz. Felices las parejas que discuten, pensó Iris, todo es más fácil tras una buena pelea. Se desgañitan, se agotan y se echan en los brazos el uno del otro. Un tiempo de reposo en el que bajan las armas, en el que los besos dulcifican los rencores, borran los reproches, firmando un breve armisticio. Philippe y ella sólo conocían el silencio, la frialdad, la ironía hiriente que escarbaba día tras día la fosa de una separación cierta. Iris no quería pensar en ello. Se consolaba diciéndose que no eran la única pareja que derivaba como la suya en una indiferencia educada. No todos se divorciaban. Se trataba de un mal momento que pasaba, un momento que podía ser largo, ciertamente, pero que a veces progresaba lentamente hacia una vejez pacífica.

Philippe se dejó caer sobre la cama y se quitó los zapatos. Primero el derecho, después el izquierdo. Después el calcetín derecho y el calcetín izquierdo. A cada gesto le correspondía un ruido. Ploc, ploc, pff, pff.

—¿Tienes un día duro, mañana?

—Citas, una comida, lo de siempre.

—Deberías trabajar menos. Los cementerios están llenos de gente indispensable.

—Es posible… Pero no veo cómo podría cambiar de vida.

Habían tenido ya esa conversación numerosas veces. Como un rito obligado antes de acostarse. Siempre terminaba de la misma forma: un punto de interrogación en el aire.

Y ahora entrará en el cuarto de baño, se lavará los dientes, se pondrá su camiseta larga para dormir y vendrá a acostarse suspirando «creo que me voy a dormir enseguida…». Y ella dirá… Ella no dirá nada. El depositará un beso sobre su hombro y añadirá: «Buenas noches, querida». Cogerá su antifaz para dormir, se lo ajustará y, en su lado de la cama, le dará la espalda. Ella guardará los cepillos, encenderá la lámpara de su mesita de noche, cogerá un libro y leerá hasta que se le cierren los ojos.

Y después inventará una historia.

Una historia de amor o cualquier otra. Algunas noches, se envuelve en las sábanas, abraza su almohada contra su pecho, hace un hueco en la pluma ligera y vuelve con Gabor. Están en el Festival de Cannes. Caminan por la arena, al borde del mar. El está solo, lleva un guión bajo el brazo. Ella está sola, expone su rostro al sol. Se cruzan. Ella deja caer las gafas. El se agacha a recogerlas, se levanta e… «¡Iris!». «¡Gabor!». Se abrazan, se besan, él dice, ¡cuánto te he echado de menos! ¡No he dejado de pensar en ti! Ella murmura: yo tampoco. Recorren las calles y hoteles de Cannes. El ha venido a presentar su película, ella le acompaña a todos los lados, suben juntos la escalinata, juntos de la mano, ella pide el divorcio…

Otras noches, elige una historia diferente. Ella acaba de escribir un libro, es un gran éxito, ofrece entrevistas a la prensa internacional reunida en el hall del Palace donde la esperan. La novela ha sido traducida a veintisiete lenguas, los derechos comprados por la MGM, Tom Cruise y Sean Penn se disputan el papel protagonista. Los dólares se amontonan en paquetitos verdes hasta perderlos de vista. Las críticas son buenas, hacen fotos de su despacho, de su cocina, se le pide opinión para todo.

—Mamá, ¿puedo venir a dormir con vosotros?

Philippe se volvió de golpe y la respuesta fue fulminante.

—¡No, Alexandre! ¡Ya hemos tenido mil veces esta discusión! Con diez años, un niño no duerme con sus padres.

—Mamá, di que sí, por favor.

Iris descubrió un brillo de angustia en los ojos de su hijo e, inclinándose hacia él, le tomó en sus brazos.

—¿Qué te pasa, cariño?

—Tengo miedo, mamá… Mucho miedo. He tenido una pesadilla.

Alexandre se había acercado e intentaba meterse entre las sábanas.

—¡Vete a tu habitación! —rugió Philippe quitándose el antifaz azul.

Iris leyó el pánico en los ojos de su hijo. Se levantó, le cogió de la mano y declaró:

—Voy a ir a acostarle.

—Esas no son formas de educar a este niño. ¿En qué vas a convertirle? ¿En un niño de mamá? ¿Un hombre que tendrá miedo de su sombra?

—Simplemente voy a meterlo en la cama… No hay que hacer un drama.

—¡Es escandaloso! ¡Escandaloso! —repitió Philippe dándose la vuelta en la cama—. Este niño no va a crecer nunca.

Iris cogió a Alexandre de la mano y le llevó hasta su habitación. Encendió la lamparita fijada en la cabecera de la cama, abrió las sábanas e indicó a Alexandre que se acostara. El se metió bajo la manta. Ella posó la mano sobre su frente y preguntó:

—¿De qué tienes miedo, Alexandre?

—Tengo miedo…

—Alexandre, todavía eres un niño, pero pronto serás un hombre. Vivirás en un mundo de brutos, tienes que endurecerte. No va a ser viniendo a llorar a la cama de tus padres…

—¡No estaba llorando!

—Te has rendido a tu miedo. Ha sido más fuerte que tú. Eso no está bien. Debes enfrentarte a él, si no seguirás siendo siempre un bebé.

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