—¡Ay! —dijo Shirley—. ¿Ves lo que yo veo?
Una chica rubia, delgada, encantadora, se lanzó hacia él y le agarró. Le metió una mano en el bolsillo de la parka y le acarició la mejilla con la otra.
Joséphine bajó la cabeza y suspiró.
—¡Ya está!
¿Ya está qué? —rugió Shirley—.Ya está que no sabe que estás aquí. Ya está que puede cambiar de opinión. Ya está que te vas a convertir en Audrey Hepburn y seducirle. Ya está que dejas de comer chocolate mientras trabajas. Ya está que adelgazas. Ya está que él no ve más que tus grandes ojos, tu talle de avispa y ya está que cae a tus pies. Ya está que eres tú la que metes la mano en el bolsillo de su parka. Y ya está que echáis una canita al aire. Es así como debes pensar, Jo, y no de otro modo.
Joséphine la escuchaba todavía con la cabeza gacha.
—No debo de estar hecha para vivir grandes historias de amor.
—No me digas que ya te habías imaginado toda una novela.
Jo, lastimosa, afirmó con la cabeza.
—Me temo que sí…
Shirley metió una marcha, empuñó el volante, y arrancó de un golpe seco y violento, descargando toda su rabia contra la calzada y dejando en ella la huella de sus neumáticos.
* * *
Esa mañana, al llegar al despacho, Josiane había recibido una llamada de su hermano para informarle de que su madre había muerto. A pesar de que sólo recibió golpes de su madre, lloró. Lloró por su padre muerto diez años antes, por su infancia salpicada de sufrimiento, por la ternura que nunca tuvo, la risa que nunca compartió, los cumplidos que nunca escuchó, sobre todo por ese vacío que tanto le dolía. Se sintió huérfana. Después se dio cuenta de que era realmente huérfana y redobló su llanto. Era como si recuperase el tiempo perdido: de pequeña no tenía derecho a llorar. Un gesto de llanto y venía la bofetada, que silbaba en el aire y llegaba para quemarle la mejilla. Comprendió, mientras derramaba las lágrimas, que estaba tendiendo la mano a esa niña que nunca había podido llorar, que era una manera de consolarla, de tomarla en sus brazos, de hacerle un pequeño sitio a su lado. Es extraño, se dijo, tengo la impresión de desdoblarme: la Josiane de treinta y ocho años, astuta, determinada, que sabe llevar las riendas de la vida sin ser vapuleada, y la otra, la niña de cara sucia y torpe a la que le duele la tripa de miedo, de hambre, de frío. Llorando, las reunía a las dos y se sentía bien con ese encuentro.
—Pero ¿qué pasa aquí? ¡Esto se ha convertido en el despacho de los llantos! ¡Y no respondes al teléfono!
Henriette Grobz, tiesa como un paraguas, con una gran tortilla a modo de sombrero puesto en la cabeza, miraba a Josiane que, en efecto, oyó que el teléfono estaba sonando. Esperó un instante y, cuando se paró, sacó un pañuelo de papel usado del bolsillo y se sonó.
—Es por mi madre —suspiró Josiane—. Ha muerto.
—Eso es muy triste, claro, pero… Todos perdemos a nuestros padres un día u otro, hay que estar preparado.
—¡Pues bien! Digamos que yo no estaba preparada…
—Ya no eres una niña. Recupérate. Si todos los empleados trajeran sus problemas personales a la empresa, ¿hacia dónde iría Francia?
Los estados de ánimo en el trabajo son un lujo del patrón, no del empleado, pensó Henriette Grobz. ¡No tiene más que aguantar las lágrimas y en casa podrá llorar todo lo que quiera! Nunca le había gustado Josiane. No le gustaba su insolencia, su forma de moverse cuando caminaba, ligera, moviendo sus carnes, felina, su hermosa cabellera rubia, sus ojos. ¡Ay, esos ojos! Excitantes, audaces, vivos y a veces acuosos, lánguidos. Había pedido muchas veces a Chef que la echara, pero él se negaba.
—¿Está mi marido? —preguntó a Josiane, quien, con la mirada perdida, se había incorporado y fingía seguir el vuelo de una mosca para no tener en frente a esa mujer que aborrecía.
—Está en el piso de arriba, pero va a volver. No tiene más que esperarle en su despacho, no debería de tardar… ¡ya conoce usted el camino!
—Un poco de educación, hija, no te permito que me hables así… —replicó Henriette Grobz con un tono dominante que hería.
Josiane respondió como una serpiente de cascabel.
—No me llame usted hija. Soy Josiane Lambert y no su hija. ¡Por suerte! Me moriría.
No me gustan esos ojos, pensó Josiane. Esos ojitos fríos, duros, avaros, llenos de sospechas y cálculos. No me gustan esos labios finos, secos, sus comisuras blanquecinas. Esa mujer tiene la boca de escayola. No soporto que se dirija a mí como si fuese su criada. ¿En qué consiste su éxito, en haberse casado con un hombre estupendo que la ha sacado de la miseria? Ha puesto el culo bien al abrigo, pero yo podría hacer que volviese a la calle. Quien ríe el último ríe mejor.
—Tenga cuidado, mi pequeña Josiane, tengo influencia sobre mi marido y podría decidir que ya no tiene usted nada que hacer en esta empresa. Secretarias las hay a miles. Yo que usted, cuidaría mis palabras.
—Y yo si fuera usted, no estaría tan segura de mí misma. Mientras tanto, déjeme trabajar y vaya a instalarse en su despacho —la espetó Josiane con un tono tan autoritario que Henriette Grobz, con su paso rígido y mecánico, la obedeció.
Ya en la puerta, se dio la vuelta y, apuntando con el dedo amenazante a Josiane, añadió:
—Esto no acabará así, mi querida Josiane. Vas a oír hablar de mí y si quieres un consejo, empieza a guardar tus cosas.
—Eso ya lo veremos, mi querida señora. Las he conocido más miserables que usted y hasta ahora nadie ha podido conmigo. ¡Métase eso en la cabeza, bajo su gran sombrero!
Oyó la puerta del despacho de Chef cerrarse violentamente y esbozó una sonrisa satisfecha. ¡Está rabiosa, la vieja bruja! Un punto a mi favor. Desde la primera vez que se vieron, no soportaba a la Escoba. Ella había cogido la costumbre de no bajar nunca la mirada ante ella. La desafiaba directamente a los ojos. Un duelo de hembras feroces. La una seca, arrugada y gruñona; y la otra llena de chispa, rosada y tierna. ¡Y tan tenaces la una como la otra!
Marcó el número de su hermano para saber cuándo serían las exequias, esperó un instante, comunicando, volvió a marcar y esperó otra vez. ¿Podría ponerla de verdad de patitas en la calle?, se preguntó de pronto escuchando el teléfono que hacía tu-tu-tu. Podría… Quizás sí, en verdad. ¡Los hombres son tan cobardes! El me diría simplemente que me coloca en otro lado. En una sucursal. Y me encontraría lejos de la dirección. Lejos de todo lo que he trabajado con tanta paciencia y que está a punto de dar sus frutos. Tu-tu-tu… ¡Tendré que abrir bien los ojos! Tu-tu-tu… ¡Va a tener que emplearse bien para hacerme tragar la píldora! El bueno de Marcel.
—Hola, Stéphane. Soy Josiane…
El entierro tendría lugar el sábado siguiente en el cementerio del pueblo en el que vivía su madre. Josiane, presa de un ataque de sentimentalismo, decidió asistir, quería estar presente cuando la pusieran bajo tierra. Necesitaba ver a su madre meterse en un gran agujero negro para siempre. Entonces quizás podría decirle adiós, quizás podría murmurar que hubiese querido poder quererla.
—Pidió que la incineraran…
—Ah, bueno… ¿y por qué? —preguntó Josiane.
—Tenía terror a despertarse en la oscuridad…
—La entiendo.
Mi madre querida que tiene miedo a la oscuridad. Sintió una oleada de amor hacia su madre. Y se echó a llorar. Colgó, se sonó y sintió una mano posarse sobre su hombro.
—¿Algo va mal, bomboncito?
—Es por mamá. Ha muerto.
—¿Y estás triste?
—Pues, sí…
—Venga, ven aquí.
Chef la había cogido por la cintura y sentado sobre sus rodillas.
—Rodéame el cuello con tus brazos y relájate, como si fueras un bebé. Ya sabes cuánto me hubiese gustado tener un niño, un niño mío.
—Sí —suspiró Josiane acurrucándose contra sus brazos regordetes.
—Ya sabes que ella nunca quiso darme uno.
—Al final, tanto mejor —dijo Josiane mientras se sonaba.
—Por eso lo eres todo para mí. Mi mujer y mi niña.
—¡Tu amante y tu niña! Porque tu mujer está esperándote en tu despacho.
—¿Mi mujer?
Chef saltó como si le hubiesen pinchado el trasero con un clavo oxidado.
—¿Estás segura?
—Hemos cruzado unas palabras…
El se frotó el cráneo con aire molesto.
—¿Os habéis peleado?
—¡Venía buscándome, y me ha encontrado!
—¡Ay, ay, ay! ¡Y yo que necesito su firma! He conseguido endosarle a los ingleses ese asco de sucursal, ya sabes, la de Murepain, de la que me quería desembarazar. ¡Voy a tener que engatusarla! Bomboncito, ¡podrías haber elegido otro día para buscarle las cosquillas! ¿Cómo voy a hacerlo ahora?
—Te va a pedir mi cabeza…
—¿Hasta ese punto?
Parecía preocupado, se puso a recorrer la habitación, dando vueltas, con grandes aspavientos, golpeando la mesa con la palma de la mano, girando sobre sí mismo, hablando solo y, por fin, agitando los brazos y dejándose caer sobre una silla.
—¿Tanto miedo te da?
Él le dedicó una triste sonrisa de soldado vencido, con las manos arriba, los pantalones por las rodillas.
—Haría mejor yéndola a ver…
—Sí, a saber qué está maquinando sola en tu despacho.
Chef adoptó un aire contrito y se alejó, separando los brazos, batiendo los flancos como si se disculpase por esa retirada vergonzante. Después, agachado, deshecho, se volvió y, con una vocecita sin rastro de temeridad, preguntó:
—¿Estás enfadada, bomboncito?
—Venga, ve…
Conocía el valor de los hombres. No esperaba que la defendiese. Le había visto demasiadas veces salir temblando de una entrevista con la Escoba. No esperaba nada de él. Quizás dulzura, ternura cuando estaban en la cama. Ella daba el placer que tanta falta le hacía a ese buen gordito y eso la llenaba de alegría, pues, en el amor, dar es tan bueno como recibir. Qué deliciosa sensación tumbarse sobre él y sentir cómo se volvía loco de alegría entre sus muslos. Verle poner los ojos en blanco, su boca torcerse. Su vientre se llenaba de emoción, de un sentimiento de poder… casi maternal. Y además, ¡habían pasado tantos entre sus muslos! ¡Qué más da uno más que uno menos! Este era bueno. Le había tomado el gusto a ese poder, a ese intercambio de amor entre ella y su bebé gordito. Quizás hubiera hecho mejor callándose, después de todo… Josiane no tenía confianza alguna en los hombres. De hecho, tampoco en las mujeres. ¡Apenas tenía confianza en sí misma! A veces, se veía sobrepasada por sus propias acciones.
Se levantó, se estiró y decidió ir a tomar un café para ordenar las ideas. Echó una última mirada de sospecha hacia el despacho de Chef. ¿Qué estaría pasando entre él y su mujer? ¿Cedería al chantaje y la sacrificaría sobre el altar del parné? El rey Parné. Así llamaba su madre al dinero. La adoración al rey Parné. Sólo nosotros, los pobres y los humildes conocemos esa postergación ante el dinero. No lo guardamos como algo merecido o como un botín, lo ensalzamos, lo idolatramos. Nos precipitamos sobre el más mínimo céntimo que cae y rueda por el suelo. Lo recogemos, lo frotamos hasta que brilla y lo olfateamos. Lanzamos una mirada de perro apaleado sobre el rico que lo ha dejado caer y que no se ha tomado la molestia de agacharse a recogerlo. Y yo con esos aires de mujer liberada, yo he sido explotada toda mi vida por el rey Parné, le debo la pérdida de mi virginidad, los primeros puñetazos en la nuca, las primeras patadas en el vientre, he sido humillada y golpeada, en cuanto veo un rico no puedo impedir mirarle como a un ser superior, levanto los ojos hacia él como si fuera el Mesías, me postro ante él para llenarle de incienso y mirra.
Furiosa contra sí misma, se colocó la falda y fue a echar una moneda en la máquina de café. El chorro hirviendo cayó sobre el vaso y esperó a que la máquina hubiese terminado de escupir su bilis negra. Agarró el vaso con las dos manos y disfrutó del calor que desprendía.
—¿Qué haces esta noche? ¿Vas a ver al Viejo?
Era Bruno Chaval, que acababa de hacer una pausa frente a la máquina de café. Había sacado un cigarrillo que golpeaba sobre el paquete antes de encenderlo. Fumaba cigarrillos sin filtro, lo había visto hacer en las películas.
—Ay, no lo llames así.
—¿Tienes un ataque de amor, chata?
—No aguanto que le llames el Viejo, así de simple.
—¿Así que al final estás enamorada del gordito?
—Pues, sí.
—¡Ah! Nunca me lo habías dicho.
—La conversación nunca ha sido una prioridad entre nosotros.
—Entiendo: estás de mala leche. Me callo.
Ella se encogió de hombros y frotó su mejilla contra el vaso caliente.
Permanecieron en silencio durante un rato, sin mirarse, bebiendo café a pequeños sorbos. Chaval se aproximó, pegó su cadera contra la de ella y dio un golpe de riñón, como si nada, para verificar que estaba realmente enfadada. Después, como no se movía, como no le rechazaba, hundió la nariz en su cuello y suspiró:
—Hummm, hueles a jabón del bueno. Tengo ganas de tumbarte y tomarme mi tiempo para olerte.
Ella se apartó dando un suspiro. Como si se tomase su tiempo. ¡Como si la acariciase! ¡Se dejaba querer, eso sí! Era él el que se tumbaba y ella debía hacer todo el trabajo hasta que gemía y se relajaba. Con suerte, después se lo agradecía o la abrazaba.
Cínico y encantador, arqueando su fino talle, encendiendo su cigarrillo, quitándose un mechón de pelo molesto, no dejaba de mirarla contemplándola con la satisfacción de un propietario contento con su adquisición. Sabía doblegarla, seducirla. Desde que se la había metido en el bolsillo —o más bien en la cama—, se había vuelto vanidoso. ¡Como si fuera una proeza! Se apropiaba del triunfo de su conquista y se le estiraba el cuello. Tenía acceso al jefe gracias a ella y el poder estaba al alcance de su mano. No era más que un vulgar empleado ¡e iba a convertirse en socio! Los hombres son así, no saben aceptar el éxito o la gloria sin extender las plumas y pavonearse. Y desde que Josiane le había prometido que hablaría con el Viejo y que conseguiría su ascenso, echaba humo de impaciencia. La buscaba por todos lados, en los pasillos, en los recodos, en los ascensores, para que ella le tranquilizase. ¿Ha firmado ya? ¿Ha firmado? Ella le rechazaba, pero siempre volvía. ¿Qué te has creído? La incertidumbre me pone de los nervios. ¡Ya me gustaría verte a ti!, gemía.
Esta vez también le hubiese querido preguntar: «¿Y bien? ¿Te ha dicho algo?». Pero se veía perfectamente que no era el momento. Esperó.