Al cabo Nucha pronunció con sordo acento:
—No crea que es la primera vez que se me ocurre que ese… chiquillo es… hijo de mi marido. Lo he pensado ya; sólo que fue como un relámpago, de esas cosas que desecha uno apenas las concibe. Ahora ya… ya estamos en otro caso. Sólo con ver su cara de usted…
—¡Jesús!, ¡señorita Marcelina! ¿Qué tiene que ver mi cara?… No se acalore, le ruego que no se acalore… ¡Por fuerza esto es cosa del demonio! ¡Jesús mil veces!
—No, no me acaloro—exclamó ella, respirando fuerte y pasándose por la frente la palma extendida.
—¡Válgame Dios! Señorita, a usted le va mal. Se le ha vuelto un color… Estoy viendo que le da el ataque. ¿Quiere la cucharadita?
—No, no y no; esto no es nada: un poco de ahogo en la garganta. Esto lo… noto muchas veces; es como una bola que se me forma allí… Al mismo tiempo parece que me barrenan la sien… Al caso, al caso. Decláreme usted lo que sabe. No calle nada.
—Señorita… —Julián resolvió entonces, en su interior, apelar a eso que llaman subterfugio jesuítico, y no es sino natural recurso de cuantos, detestando la mentira, se ven compelidos a temer la verdad—. Señorita… Reniego de mi cara. ¡Lo que se le ha ido a ocurrir! Yo no pensaba en semejante cosa. No, señora, no.
La esposa hincó más sus ojos en los del capellán e hizo dos o tres interrogaciones concretas, terminantes. Aquí del jesuitismo, mejor dicho, de la verdad cogida por donde no pincha ni corta.
—Me puede creer; ya ve que no había de tener gusto en decir una cosa por otra: no sé de quién es el chiquillo. Nadie lo sabe de cierto. Parece natural que sea del querido de la muchacha.
—¿Usted está seguro de que tiene… querido?
—Como de que ahora es de día.
—¿Y de que el querido es un mozo aldeano?
—Sí señora: un rapaz guapo por cierto; el que toca la gaita en las fiestas de Naya y en todas partes. Le he visto venir aquí mil veces, el año pasado, y… andaban juntos. Es más: me consta que trataban de sacar los papeles para casarse. Sí señora: me consta. Ya ve usted que…
Nucha respiró de nuevo, llevándose la diestra a la garganta, que sin duda le oprimía el consabido ahogo. Sus facciones se serenaron un tanto, sin recobrar su habitual compostura y apacibilidad encantadora: persistía la arruga en el entrecejo, el extravío en el mirar.
—¡Mi niña… —articuló en voz baja—, mi niña abrazada con él! Aunque usted diga y jure y perjure… Julián, esto hay que remediarlo. ¿Cómo voy a vivir de esta manera? ¡Ya me debía usted avisar antes! Si el chiquillo y la mujer no salen de aquí, yo me volveré loca. Estoy enferma; estas cosas me hacen daño…, daño.
Sonrió con amargura y añadió:
—Tengo poca suerte… No he hecho mal a nadie, me he casado a gusto de papá, y mire usted ¡cómo se me arreglan las cosas!
—Señorita…
—No me engañe usted también recalcó el
también
. Usted se ha criado en mi casa, Julián, y para mí es usted como de la familia. Aquí no cuento con otro amigo. Aconséjeme.
—Señorita—exclamó el capellán con fuego—, quisiera librarla de todos los disgustos que pueda tener en el mundo, aunque me costase sangre de las venas.
—O esa mujer se casa y se va—pronunció Nucha—, o…
Interrumpió aquí la frase. Hay momentos críticos en que la mente acaricia dos o tres soluciones violentísimas, extremas, y la lengua, más cobarde, no se atreve a formularlas.
—Pero, señorita Marcelina, no se mate así—porfió Julián—. Son figuraciones, señorita, figuraciones.
Ella le tomó las manos entre las suyas, que ardían.
—Dígale usted a mi marido que la eche, Julián. ¡Por amor de Dios y su madre santísima!
El contacto de aquellas palmas febriles, la súplica, turbaron al capellán de un modo inexplicable, y sin reflexionar exclamó:
—¡Tantas veces se lo he dicho!
—¡Ve usted!—repuso ella, sacudiendo la cabeza y cruzando las manos.
Enmudecieron. En la campiña se oía el ronco graznido de los cuervos; tras el biombo, la niña lloriqueaba, inconsolable. Nucha se estremeció dos o tres veces. Por último articuló dando con los nudillos en los vidrios de la ventana:
—Entonces seré yo…
El capellán murmuró como si rezase:
—Señorita… Por Dios… No se revuelva la cabeza… Déjese de eso…
La señora de Moscoso cerró los ojos y apoyó la faz en los vidrios de la ventana. Procuraba contenerse: la energía y serenidad de su carácter querían salir a flote en tan deshecha tempestad. Pero agitaba sus hombros un temblor, que delataba la tiranía del sistema nervioso sobre su debilitado organismo. El temblor, por fin, fue disminuyendo y cesando… Nucha se volvió, con los ojos secos y los nervios domados ya.
Poco después sufrió una metamorfosis el vivir entumecido y soñoliento de los Pazos. Entró allí cierta hechicera más poderosa que la señora María la Sabia: la política, si tal nombre merece el enredijo de intrigas y miserias que en las aldeas lo recibe. Por todas partes cubre el manto de la política intereses egoístas y bastardos, apostasías y vilezas; pero, al menos, en las capitales populosas, la superficie, el aspecto, y a veces los empeños de la lid, presentan carácter de grandiosidad. Ennoblece la lucha la magnitud del palenque; asciende a ambición la codicia, y el fin material se sacrifica, en ocasiones, al fin ideal de la victoria por la victoria. En el campo, ni aun por hipocresía o histrionismo se aparenta el menor propósito elevado y general. Las ideas no entran en juego, sino solamente las personas, y en el terreno más mezquino: rencores, odios, rencillas, lucro miserable, vanidad microbiológica. Un combate naval en una charca.
Forzoso es reconocer, no obstante, que en la época de la revolución, la exaltación política, la fe en las teorías llevada al fanatismo, lograba infiltrarse doquiera, saneando con ráfagas de huracán el mefítico ambiente de las intrigas cuotidianas en las aldeas. Vivía entonces España pendiente de una discusión de Cortes, de un grito que se daba aquí o acullá, en los talleres de un arsenal o en los vericuetos de una montaña; y cada quince días o cada mes, se agitaban, se debatían, se querían resolver definitivamente cuestiones hondas, problemas que el legislador, el estadista y el sociólogo necesitan madurar lentamente, meditar quizás años enteros antes de descifrarlos, y que una multitud en revolución decide en pocas horas, mediante una acalorada discusión parlamentaria, o una manifestación clamorosa y callejera. Entre el almuerzo y la comida se reformaba, se innovaba una sociedad; fumando un cigarro se descubrían nuevos principios, y en el fondo de la vorágine batallaban las dos grandes soluciones de raza, ambas fuertes porque se apoyaban en
algo
secular, lentamente sazonado al calor de la historia: la monarquía absoluta y la constitucional, por entonces disfrazada de monarquía democrática.
La conmoción del choque llegaba a todos lados, sin exceptuar las fieras montañas que cercaban a los Pazos de Ulloa. También allí se politiqueaba. En las tabernas de Cebre, el día de la feria, se oía hablar de libertad de cultos, de derechos individuales, de abolición de quintas, de federación, de plebiscito —pronunciación no garantizada, por supuesto—. Los curas, al terminar las funciones, entierros y misas solemnes, se demoraban en el atrio, discutiendo con calor algunos síntomas recientes y elocuentísimos, la primer salida de aquellos famosos
cuatro sacristanes
, y otras menudencias. El señorito de Limioso, tradicionalista inveterado, como su padre y abuelo, había hecho dos o tres misteriosas excursiones hacia la parte del Miño, cruzando la frontera de Portugal, y susurrábase que celebraba entrevistas en Tuy con ciertos pájaros; afirmábase también que las señoritas de Molende estaban ocupadísimas construyendo cartucheras y no sé qué más arreos bélicos, y a cada paso recibían secretos avisos de que se iba a practicar un registro en su casa.
Sin embargo, los entendidos y prácticos en la materia comprendían que cualquier intentona a mano armada en territorio gallego se quedaría en agua de cerrajas, y que por más rumores que corriesen acerca de armamentos y organización en Portugal, venidas de tropa, nombramientos de oficialidad, etc., la verdadera batalla que allí se librase no sería en los campos, sino en las urnas; no por eso más incruenta. Gobernaban a la sazón el país los dos formidables caciques, abogado el uno y secretario el otro del ayuntamiento de Cebre; esta villita y su región comarcana temblaban bajo el poder de entrambos. Antagonistas perpetuos, su lucha, como la de los dictadores romanos, no debía terminarse sino con la pérdida y muerte del uno. Escribir la crónica de sus hazañas, de sus venganzas, de sus manejos, fuera cuento de nunca acabar. Para que nadie piense que sus proezas eran cosa de risa, importa advertir que algunas de las cruces que encontraba el viajante por los senderos, algún techo carbonizado, algún hombre sepultado en presidio para toda su vida, podían dar razón de tan encarnizado antagonismo.
Conviene saber que ninguno de los dos adversarios tenía ideas políticas, dándoseles un bledo de cuanto entonces se debatía en España; mas, por necesidad estratégica, representaba y encarnaba cada cual una tendencia y un partido: Barbacana, moderado antes de la Revolución, se declaraba ahora carlista; Trampeta, unionista bajo O'Donnell, avanzaba hacia el último confín del liberalismo vencedor.
Barbacana era más grave, más autoritario, más obstinado e implacable en la venganza personal, más certero en asestar el golpe, más ávido e hipócrita, encubriendo mejor sus alevosas trazas para desmantecar al desventurado colono; era además hombre que prefería servirse de medios legales y manejar el código, diciendo que no hay tan seguro modo de acabar con un enemigo como empapelarlo: si no guarnecían tantas cruces los caminos por culpa de Barbacana, las cárceles hediondas del distrito antaño, y hogaño las murallas de Ceuta y Melilla, podían revelar hasta dónde se extendía su influencia. En cambio Trampeta, si justificando su apodo no desdeñaba los enredos jurídicos, solía proceder con más precipitación y violencia que Barbacana, asegurando la retirada menos hábilmente; así es que su adversario le tuvo varias veces cogido entre puertas, y por punto no le aniquiló. Trampeta poseía en desquite gran fertilidad de ingenio, suma audacia, expedientes impensados con que salir de los más graves compromisos. Barbacana servía mejor para preparar desde su habitación una emboscada, hurtando el cuerpo después; Trampeta, para ejecutarla en persona y con fortuna. La comarca aborrecía a entrambos, pero Barbacana inspiraba más terror por su genio sombrío. En aquella ocasión Trampeta, encargado de representar las ideas dominantes y oficiales, se creía seguro de la impunidad, aunque quemase a medio Cebre y apalease, encausase y embargase al otro medio. Barbacana, con la superioridad de su inteligencia, y aun de su instrucción, comprendía dos cosas: primera, que se había arrimado a pared más sólida, a gente que no desampara a sus amigos; segunda, que cuando se le antojase pasarse con armas y bagajes al campo opuesto, conseguiría siempre hundir a Trampeta. Ya había tirado sus líneas para el caso próximo de la elección de diputados.
Trampeta, con actividad vertiginosa,
hacía la cama
al candidato del gobierno. Muy a menudo iba a la capital de provincia, a conferenciar con el gobernador. En tales ocasiones, el secretario, calculando que hombre prevenido vale por dos, ni olvidaba las pistolas, ni omitía hacerse escoltar por sus seides más resueltos, pues no ignoraba que Barbacana tenía a sus órdenes mozos de pelo en pecho, verbigracia el temible Tuerto de Castrodorna. Cada viaje era una viña para el bueno del secretario, y muy beneficioso para los suyos: poco a poco las hechuras de Barbacana iban cayendo, y estancos, alguacilatos, guardianía de la cárcel, peones camineros, toda la plantilla oficial de Cebre, quedando a gusto de Trampeta. Sólo no pudo meterle el diente al juez, protegido en altas regiones por un pariente de la señora jueza, persona de viso. Obtuvo también que se hiciese la vista gorda en muchas cosas, que se cerrasen los ojos en otras, y que respecto a algunas sobreviniese ceguera total; y con esto y con las facultades latas de que se hallaba investido, declaró, puesta la mano en el pecho, que respondía de la elección de Cebre.
Durante este periodo, Barbacana se hacía el muerto, limitándose a apoyar débilmente, como por compromiso, al candidato propuesto por la Junta carlista orensana, y recomendado por el Arcipreste de Loiro y los curas más activos, como el de Boán, el de Naya, el de Ulloa. Bien se dejaba comprender que Barbacana no tenía fe en el éxito. El candidato era una excelente persona de Orense, instruido, consecuentísimo tradicionalista, pero sin arraigo en el país y con fama de poca malicia política. Sus mismos correligionarios no estaban a bien con él, por conceptuarle más hombre de bufete que de acción e intriga.
Así las cosas, empezó a notarse que Primitivo, el montero mayor de los Pazos, venía a Cebre muy a menudo; y como allí se repara todo, se observó también que, además de las acostumbradas estaciones en las tabernas, Primitivo se pasaba largas horas en casa de Barbacana. Éste vivía casi bloqueado en su domicilio, porque Trampeta, envalentonado con la embriaguez del poder, profería amenazas, asegurando que Barbacana recibiría su pago en una
corredoira
(camino hondo). No obstante, el abogado se arriesgó a salir en compañía de Primitivo, y viéronse ir y venir curas influyentes y caciques subalternos, muchos de los cuales fueron también a los Pazos: unos a comer, otros por la tarde. Y como no hay secreto bien guardado entre tres, y menos entre tres docenas, el país y el gobierno supieron pronto la gran noticia: el candidato de la Junta se retiraba de buen grado, y en su lugar Barbacana apoyaba, con el nombre de independiente, a don Pedro Moscoso, conocido por marqués de Ulloa.
Desde que se enteró del complot, Trampeta pareció atacado del baile de San Vito. Menudeó viajes a la capital: eran de oír sus explicaciones y comentarios en el despacho del gobernador.
—Todo lo arma—decía él—ese cerdo cebado del Arcipreste, unido al faccioso del cura de Boán e instigando al usurero del mayordomo de los Pazos, el cual a su vez mete en danza al malcriado del señorito, que está enredado con su hija. ¡Vaya un candidato!—exclamaba frenético—, ¡vaya un candidato que los neos escogen! ¡Siquiera el otro era persona honrada! Y alzaba mucho la voz al llegar a esto de la honradez.
Viendo el gobernador que el cacique perdía absolutamente la sangre fría, comprendió que el negocio andaba mal parado, y le preguntó severamente: