Los pazos de Ulloa (11 page)

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Authors: Emilia Pardo Bazán

Tags: #Clásico

BOOK: Los pazos de Ulloa
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Ya sobre la pista, don Pedro siguió acechando, a fuer de cazador experto. Nucha no debía tener ningún adorador entre la multitud de estudiantes y vagos que acudían al paseo, o si lo tenía, no le hacía caso, pues caminaba seria e indiferente. En público, Nucha parecía revestirse de gravedad ajena a sus años. Respecto a Manolita, no perdía ripio coqueteando con el señorito de la Formoseda. Rita, siempre animada y provocadora, lo era mucho con su primo, y no poco con los demás, pues don Pedro advirtió que a las miradas y requiebros de sus admiradores correspondía con ojeadas vivas y flecheras. Lo cual no dejó de dar en qué pensar al marqués de Ulloa, el cual, tal vez por contarse en el número de los hombres fácilmente atraídos por las mujeres vivarachas, tenía de ellas opinión detestable y para sus adentros la expresaba en términos muy crudos.

Dormían en habitaciones contiguas Julián y el marqués, pues Julián, desde su ordenación, había ascendido de categoría en la casa, y mientras la madre continuaba desempeñando las funciones de ama de llaves y dueña, el hijo comía con los señores, ocupaba un cuarto de importancia, y era tratado en suma, si no de igual a igual, pues siempre quedaban matices de protección, al menos con gran amabilidad y deferencia. De noche, antes de recogerse, el marqués se le entraba en el dormitorio a fumar un cigarro y charlar. La conversación ofrecía pocos lances, pues siempre versaba sobre el mismo proyecto. Decía don Pedro que le admiraban dos cosas: haberse resuelto a salir de los Pazos, y hallarse tan decidido a
tomar estado
, idea que antes le parecía irrealizable. Era don Pedro de los que juzgan muy importantes y dignas de comentarse sus propias acciones y mutaciones—achaque propio de egoístas—y han menester tener siempre cerca de sí algún inferior o subordinado a quien referirlas, para que les atribuya también valor extraordinario.

Agradaba la plática a Julián. Aquellas proyectadas bodas entre primo y prima le parecían tan naturales como juntarse la vid al olmo. Las familias no podían ser mejores ni más para en una; las clases iguales; las edades no muy desproporcionadas, y el resultado dichosísimo, porque así redimía el marqués su alma de las garras del demonio, personificado en impúdicas barraganas. Solamente no le contentaba que don Pedro se hubiese ido a fijar en la señorita Rita: mas no se atrevía ni a indicarlo, no fuese a malograrse la cristiana resolución del marqués.

—Rita es una gran moza… —decía éste explayándose—. Parece sana como una manzana, y los hijos que tenga heredarán su buena constitución. Serán más fuertes aún que Perucho, el de Sabel.

¡Inoportuna reminiscencia! Julián se apresuraba a replicar, sin meterse en honduras fisiológicas:

—La casta de los señores de Pardo es muy saludable, gracias a Dios…

Una noche cambiaron de sesgo las confidencias, entrando en terreno sumamente embarazoso para Julián, siempre temeroso de que cualquier desliz de su lengua desbaratase los proyectos del señorito, y le echase a él sobre la conciencia responsabilidad gravísima.

—¿Sabe usted—insinuó don Pedro—que mi prima Rita se me figura algo casquivana? Por el paseo va siempre entretenida en si la miran o no la miran, si le dicen o no le dicen… juraría que toma varas.

—¿Qué toma varas?—repitió el capellán, quedándose en ayunas del sentido de la frase grosera.

—Sí, hombre…, que se deja querer, vamos… Y para casarse, no es cosa de broma que la mujer las gaste con el primero que llega.

—¿Quién lo duda, señorito? La prenda más esencial en la mujer es la honestidad y el recato. Pero no hay que fiarse de apariencias. La señorita Rita tiene el genio así, franco y alegre…

Creíase Julián salvado con estas evasivas, cuando, a las pocas noches, don Pedro le apretó para que
cantase
:

—Don Julián, aquí no valen misterios… Si he de casarme, quiero al menos saber con quién y cómo… Apenas se reirían si porque vengo de los Pazos me diesen de buenas a primeras gato por liebre. Con razón se diría que salí de un soto para meterme en otro. No sirve contestar que usted no sabe nada. Usted se ha criado en esta casa, y conoce a mis primas desde que nació. Rita… Rita es mayor que usted, ¿no es verdad?

—Sí, señor—respondió Julián, no teniendo por cargo de conciencia revelar la edad—. La señorita Rita cumplirá ahora veintisiete o veintiocho años… Después viene la señorita Manolita y la señorita Marcelina, que son seguidas…, veintitrés y veintidós… porque en medio murieron dos niños varones…, y luego la señorita Carmen, veinte… Cuando nació el señorito Gabriel, que andará en los diecisiete o poco más, ya no se pensaba que la señora volviese a tener sucesión, porque andaba delicada, y le probó tan mal el parto, que falleció a los pocos meses.

—Pues usted debe conocer perfectamente a Rita. Cante usted, ea.

—Señorito, a la verdad… Yo me crié en esta casa, es cierto; pero sin manualizarme con los señores, porque mi clase era otra muy distinta… Y mi madre, que era muy piadosa, no me permitió jamás juntarme con las señoritas para jugar ni nada… por razones de decoro… ¡Ya usted me comprende! Con el señorito Gabriel sí que tuve algún trato; lo que es con las señoritas… buenos días y buenas noches, cuando las encontraba en los pasillos. Luego ya fui al Seminario…

—¡Bah, bah! ¿Tiene usted gana de cuentos…? Harto estará usted de saber cosas de las chicas. Basta su madre de usted para enterarle. ¿Acerté? Se ha puesto usted colorado… ¡Ajá! ¡Por ahí vamos bien! ¡A ver con qué cara me niega que su madre le ha informado de algunas cosillas…!

Julián se tornó purpúreo. ¡Qué si le habían contado! ¡Pues no habían de contarle! Desde su llegada, la venerable dueña que regía el llavero en casa de la Lage no había cogido a solas a su hijo un minuto sin ceder a la comezón de tocar ciertos asuntos, que únicamente con varones graves y religiosos pueden conferirse… Misía Rosario no lo iba a charlar con otras comadres envidiosas, eso no; por algo comía el pan de don Manuel Pardo; pero con la gente grave y de buen consejo, v.g., su confesor don Vicente el canónigo, y Julián, aquel pedazo de sus entrañas elevado a la más alta dignidad que cabe en la tierra, ¿quién le vedaba el gustazo de juzgar a su modo la conducta del amo y las señoritas, de alardear de discreción, censurando melosa y compasivamente algunos de sus actos que ella «si fuese señora» no realizaría jamás, y de oír que «personas de respeto» alababan mucho su cordura, y conformaban del todo con su dictamen? Que si le habían contado a Julián, ¡Dios bendito! Pero una cosa era que se lo hubiesen contado, y otra que él lo pudiese repetir. ¿Cómo revelar la manía de la señorita Carmen, empeñada en casarse contra viento y marea de su padre, con un estudiantillo de medicina, un nadie, hijo de un herrador de pueblo (¡oh baldón para la preclara estirpe de los Pardos!), un loco de atar que la comprometía siguiéndola por todas partes a modo de perrito faldero, y de quien además se aseguraba que era un materialista, metido en sociedades secretas? ¿Cómo divulgar que la señorita Manolita hacía novenas a San Antonio para que don Víctor de la Formoseda se determinase a pedirla, llegando al extremo de escribir a don Víctor cartas anónimas indisponiéndole con otras señoritas cuya casa frecuentaba? Y sobre todo, ¿cómo indicar ni lo más somero y mínimo de
aquello
de la señorita Rita, que maliciosamente interpretado tanto podía dañar a su honra? Antes le arrancasen la lengua.

—Señorito… —balbució—. Yo creo que las señoritas son muy buenas e incapaces de faltar en nada; pero si lo contrario supiese, me guardaría bien de propalarlo, toda vez que yo…, que mi agradecimiento a esta familia me pondría…, vamos… como si dijéramos… una mordaza…

Detúvose, comprendiendo que se empantanaba más.

—No traduzca mis palabras, señorito… Por Dios, no saque usted consecuencias de mi poca habilidad para explicarme.

—¿Según eso—preguntó el marqués mirando de hito en hito al capellán—, usted juzga que no hay absolutamente nada censurable? Clarito. ¿Las considera usted
a todas
unas señoritas intachables… perfectísimas… que me convienen para casarme? ¿Eh?

Meditó Julián antes de responder.

—Si usted se empeña en que le descubra cuánto uno tiene en el corazón… francamente, aunque las señoritas son cada una de por sí muy simpáticas, yo, puesto a escoger, no lo niego…, me quedaría con la señorita Marcelina.

—¡Hombre! Es algo bizca… y flaca… Sólo tiene buen pelo y buen genio.

—Señorito, es una alhaja.

—Será como las demás.

—Es como ella sola. Cuando el señorito Gabriel quedó sin mamá de pequeñito, lo cuidó con una formalidad que tenía la gracia del mundo, porque ella no era mucho mayor que él. Una madre no hiciera más. De día, de noche, siempre con el chiquillo en brazos. Le llamaba su hijo: dicen que era un sainete ver aquello. Parece que el peso del chiquillo la rindió y por eso quedó más delicada de salud que las otras. Cuando el hermano marchó al colegio, estuvo malucha. Por eso la ve usted descolorida. Es un ángel, señorito. Todo se le vuelve aconsejar bien a las hermanas…

—Señal de que lo necesitan—arguyó don Pedro maliciosamente.

—¡Jesús! No puede uno deslizarse… Bien sabe usted que sobre lo bueno está lo mejor, y la señorita Marcelina raya en perfecta. La perfección es dada a pocos. Señorito, la señorita Marcelina, ahí donde usted la ve, se confiesa y comulga tan a menudo, y es tan religiosa, que edifica a la gente.

Quedóse don Pedro reflexionando algún rato, y aseguró después que le agradaba mucho, mucho, la religiosidad en las mujeres; que la conceptuaba indispensable para que fuesen «buenas».

—Con que beatita, ¿eh?—añadió—. Ya tengo por dónde hacerla rabiar.

Y tal fue en efecto el resultado inmediato de aquella conferencia donde, con mejor deseo que diplomacia, había intentado Julián presentar la candidatura de Nucha. Desde entonces el primo gastó con ella bastantes bromas, algunas más pesadas que divertidas. Con placer del niño voluntarioso cuyos dedos entreabren un capullo, gozaba en poner colorada a Nucha, en arañarle la epidermis del alma por medio de chanzas subidas e indiscretas familiaridades que ella rechazaba enérgicamente. Semejante juego mortificaba al capellán tanto como a la chica; las sobremesas eran para él largo suplicio, pues a las anécdotas y cuentos de don Manuel, que versaban siempre sobre materias nada pulcras ni bien olientes (costumbre inveterada en el señor de la Lage), se unían las continuas inconveniencias del primo con la prima. El pobre Julián, con los ojos fijos en el plato, el rubio entrecejo un tanto fruncido, pasaba las de Caín. Imaginábase él que ajar, siquiera fuese en broma, la flor de la modestia virginal era abominable sacrilegio. Por lo que su madre le había contado y por lo que en Nucha veía, la señorita le inspiraba religioso respeto, semejante al que infunde el camarín que contiene una veneranda imagen. Jamás se atrevía a llamarla por el diminutivo, pareciéndole
Nucha
nombre de perro más bien que de persona; y cuando don Pedro se resbalaba a chanzonetas escabrosas, el capellán, juzgando que consolaba a la señorita Marcelina, tomaba asiento a su lado y le hablaba de cosas santas y apacibles, de alguna novena o función de iglesia, a las cuales Nucha asistía con asiduidad.

No lograba el marqués vencer la irritante atracción que le llevaba hacia Rita; y con todo, al crecer el imperio que ejercía en sus sentidos la prima mayor, se fortalecía también la especie de desconfianza instintiva que infunden al campesino las hembras ciudadanas, cuyo refinamiento y coquetería suele confundir con la depravación. Vamos, no lo podía remediar el marqués; según frase suya, Rita
le escamaba
terriblemente. ¡Es que a veces ostentaba una desenvoltura! ¡Se mostraba con él tan incitadora; tendía la red con tan poco disimulo; se esponjaba de tal suerte ante los homenajes masculinos!

El aldeano que llega al pueblo ha oído contar mil lances, mil jugarretas hechas a los bobos que allí entran desprevenidos como incautos peces. Lleno de recelo, mira hacia todas partes, teme que le roben en las tiendas, no se fía de nadie, no acierta a conciliar el sueño en la posada, no sea que mientras duerme le birlen el bolso. Guardada la distancia que separaba de un labriego al señor de Ulloa, éste era su estado moral en Santiago. No hería su amor propio ser dominado por Primitivo y vendido groseramente por Sabel en su madriguera de los Pazos, pero sí que le
torease
en Compostela su artificiosa primilla. Además, no es lo mismo distraerse con una muchacha cualquiera que tomar esposa. La hembra destinada a llevar el nombre esclarecido de Moscoso y a perpetuarlo legítimamente había de ser limpia como un espejo… Y don Pedro figuraba entre los que no juzgan limpia ya a la que tuvo amorosos tratos, aún en la más honesta y lícita forma, con otro que con su marido. Aún las ojeadas en calles y paseos eran pecados gordos. Entendía don Pedro el honor conyugal a la manera calderoniana, española neta, indulgentísima para el esposo e implacable para la esposa. Y a él que no le dijesen: Rita no estaba sin algún enredillo… Acerca de Carmen y Manolita no necesitaba discurrir, pues bien veía lo que pasaba. Pero Rita…

Ningún amigo íntimo tenía en Santiago don Pedro, aunque sí varios conocidos, ganados en el paseo, en casa de su tío o en el Casino, donde solía ir mañana y noche, a fuer de buen español ocioso. Allí se le embromaba mucho con su prima, comentándose también la desatinada pasión de Carmen por el estudiante y su continuo atalayar en la galería, con el adorador apostado enfrente. Siempre alerta, el señorito estudiaba el tono y acento con que nombraban a Rita. En dos o tres ocasiones le pareció notar unas puntas de ironía, y acaso no se equivocase; pues en las ciudades pequeñas, donde ningún suceso se olvida ni borra, donde gira perpetuamente la conversación sobre los mismos asuntos, donde se abulta lo nimio y lo grave adquiere proporciones épicas, a menudo tiene una muchacha perdida la fama antes que la honra, y ligerezas insignificantes, glosadas y censuradas años y años, llevan a su autora con palma al sepulcro. Además, las señoritas de la Lage, por su alcurnia, por los humos aristocráticos de su padre, y la especie de aureola con que pretendía rodearlas, por su belleza, eran blanco de bastantes envidillas y murmuraciones: cuando no se las motejaba de orgullosas, se recurría a tacharlas de coquetas.

Lucía el Casino entre su maltratado mueblaje un caduco sofá de gutapercha, gala del gabinete de lectura: sofá que pudiera llamarse tribuna de los maldicientes, pues allí se reunían tres de las más afiladas tijeras que han cortado sayos en el mundo, triunvirato digno de más detenido bosquejo y en el cual descollaba un personaje eminentísimo, maestro en la ciencia del
mal saber
. Así como los eruditos se precian de no ignorar la más mínima particularidad concerniente a remotas épocas históricas, este sujeto se jactaba de poder decir, sin errar punto ni coma, lo que disfrutaban de renta, lo que comían, lo que hablaban y hasta lo que pensaban las veinte o treinta familias de viso que encerraba el recinto de Santiago. Hombre era para pronunciar con suma formalidad y gran reposo:

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