Los pazos de Ulloa (9 page)

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Authors: Emilia Pardo Bazán

Tags: #Clásico

BOOK: Los pazos de Ulloa
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—¿Qué es eso?—exclamó volviéndose—. Parece que anda por aquí el zorro.

El marqués le cogió del brazo.

—Primitivo… —articuló en voz baja y ahogada de ira—. Primitivo que nos atisbará hace un cuarto de hora, oyendo la conversación… Ya está usted fresco… Nos hemos lucido… ¡Me valga Dios y los santos de la corte celestial! También a mí se me acaba la cuerda. ¡Vale más ir a presidio que llevar esta vida!

- VIII -

Mientras se raía con la navaja de barba los contados pelos rubios que brotaban en sus carrillos, Julián maduraba un proyecto: afeitado y limpio que fuese, emprendería el camino de Cebre un pie tras otro, en el caballo de San Francisco; allí le pediría al cura una jícara de chocolate, y esperaría en la rectoral hasta las doce, hora en que pasa la diligencia de Orense a Santiago; malo sería que en interior o cupé no hubiese un asiento vacante. Tenía dispuesto su maletín: lo enviaría a buscar desde Cebre por un mozo. Y calculando así, miraba contristado el paisaje ameno, el huerto con su dormilón estanque, el umbrío manchón del soto, la verdura de los prados y maizales, la montaña, el limpio firmamento, y se le prendía el alma en el atractivo de aquella dulce soledad y silencio, tan de su gusto, que deseaba pasar allí la vida toda. ¡Cómo ha de ser! Dios nos lleva y trae según sus fines… No, no era Dios, sino el pecado, en figura de Sabel, quien lo arrojaba del paraíso… Le agitó semejante idea y se cortó dos veces la mejilla… Estuvo próximo a inferirse el tercer rasguño, porque le dieron una palmada en el hombro.

Se volvió… ¿Quién había de conocer a don Pedro, tan metamorfoseado como venía? Afeitado también, aunque sin detrimento de su barba, que brillaba suavizada por el aceite de olor, trascendiendo a jabón y a ropa limpia, vestido con traje de mezclilla, chaleco de piqué blanco, hongo azul, y al brazo un abrigo, parecía el señor de Ulloa otro hombre nuevo y diferente, con veinte grados más de educación y cultura que el anterior. De golpe lo comprendió todo Julián… y la sangre le dio gozoso vuelco.

—¡Señorito…!

—Ea, despachar, que corre prisa… Tiene usted que acompañarme a Santiago y necesitamos llegar a Cebre antes de mediodía.

—¿De veras viene usted? ¡Mismo parece cosa de milagro! Yo estuve hoy arreglando la maleta. ¡Bendito sea Dios! Pero si usted determina que me quede aquí entretanto…

—¡No faltaba otra cosa! Si salgo solo, se me agua la fiesta. Voy a dar una sorpresa al tío Manolo, y a conocer a las primas, que sólo las he visto cuando eran unas mocosas… Si ahora me desanimo, no vuelvo a animarme en diez años. Ya he mandado a Primitivo que ensille la yegua y ponga el aparejo a la borrica.

En aquel punto asomó por la puerta un rostro que a Julián se le antojó siniestro, y acaso pensó otro tanto el marqués, pues preguntó impaciente:

—Vamos a ver, ¿qué ocurre?

—La yegua—respondió Primitivo sin alzar la voz—no sirve para el camino.

—¿Por qué razón? ¿Puede saberse?

—Está sin una
ferradura
siquiera—declaró serenamente el cazador.

—¡Mal rayo que te parta!—vociferó el marqués echando fuego por los ojos—. ¡Ahora me dices eso! ¿Pues no es cuenta tuya cuidar de que esté herrada? ¿O he de llevarla yo al herrador todos los días?

—Como no sabía que el señorito quisiese salir hoy…

—Señor—intervino Julián—, yo iré a pie. Al fin tenía determinado dar ese paseo. Lleve usted la burra.

—Tampoco hay burra—objetó el cazador sin pestañear ni alterar un solo músculo de su faz broncínea.

—¿Qué… no… hay… bu… rraaaaa?—articuló, apretando los puños, don Pedro—. ¿Qué no… la… hayyy? A ver, a ver… Repíteme eso, en mi cara.

El hombre de bronce no se inmutó al reiterar fríamente.

—No hay burra.

—¡Pues así Dios me salve! ¡La ha de haber y tres más, y si no por quien soy que os pongo a todos a cuatro patas y me lleváis a caballo hasta Cebre!

Nada replicó Primitivo, incrustado en el quicio de la puerta.

—Vamos claros, ¿cómo es que no hay burra?

—Ayer, al volver del pasto, el rapaz que la cuida le encontró dos puñaladas… Puede el señorito verla.

Disparó don Pedro una imprecación, y bajó de dos en dos las escaleras. Primitivo y Julián le seguían. En la cuadra, el pastor, adolescente de cara estúpida y escrofulosa, confirmó la versión del cazador. Allá en el fondo del establo columbraron al pobre animal, que temblaba, con las orejas gachas y el ojo amortiguado; la sangre de sus heridas, en negro reguero, se había coagulado desde el anca a los cascos. Julián experimentaba en el establo sombrío y lleno de telarañas impresión análoga a la que sentiría en el teatro de un crimen. Por lo que hace al marqués, quedóse suspenso un instante, y de súbito, agarrando al pastor por los cabellos, se los mesó y refregó con furia, exclamando:

—Para que otra vez dejes acuchillar a los animales…, toma…, toma…, toma…

Rompió el chico a llorar becerrilmente, lanzando angustiosas miradas al impasible Primitivo. Don Pedro se volvió hacia éste.

—Pilla ahora mismo mi saco y la maleta de don Julián… Volando… Nos vamos a pie hasta Cebre… Andando bien, tenemos tiempo de coger el coche.

Obedeció el cazador sin perder su helada calma. Bajó la maleta y el saco; pero en vez de cargar ambos objetos a hombros, entregó cada bulto a un mozo de campo, diciendo lacónicamente:

—Vas con el señorito.

Sorprendióse el marqués y miró a su montero con desconfianza. Jamás perdonaba Primitivo la ocasión de acompañarle, y extrañaba su retraimiento entonces. Por la imaginación de don Pedro cruzaron rápidas vislumbres de recelo; y como si Primitivo lo adivinase, probó a disiparlo.

—Yo tengo ahí que atender al rareo del soto de Rendas. Están los castaños tan apretados, que no se ve… Ya andan allá los leñadores… Pero sin mí, no se desenvuelven…

Encogióse de hombros el señorito, calculando que acaso Primitivo se proponía ocultar en el soto la vergüenza de su derrota. No obstante, como creía conocerle, hacíasele duro que abandonase la partida sin desquite. Estuvo a punto de exclamar: «Acompáñame». Presintió resistencias, y pensó para su sayo: «¡Qué demonio! Más vale dejarle. Aunque se empeñe, no me ha de cortar el paso… Y si cree que puede conmigo…».

Fijó sin embargo una mirada escrutadora en las escuetas facciones del cazador, donde creía advertir, muy encubierta y disimulada, cierta contracción diabólica.

—¿Qué estará rumiando este zorro?—cavilaba el señorito—. Sin alguna no escapamos. ¡No, pues como se desmande! Me coge hoy en punto de caramelo.

Subió don Pedro a su habitación y volvió con la escopeta al hombro. Julián le miraba sorprendido de que tomase el arma yendo de viaje. De pronto el capellán recordó algo también y se dirigió a la cocina.

—¡Sabel!—gritó—. ¡Sabel! ¿Dónde está el niño, mujer? Le quería dar un beso.

Sabel salió y volvió con el chiquillo agarrado a sus sayas. Le había encontrado escondido en el pesebre de las vacas, su rincón favorito, y el diablillo traía los rizos entretejidos con hierba y flores silvestres. Estaba precioso. Hasta la venda de la descalabradura le asemejaba al Amor. Julián le levantó en peso, besándole en ambos carrillos.

—Sabel, mujer, lávelo de vez en cuando siquiera… Por las mañanas…

—Vámonos, vámonos… —apremió el marqués desde la puerta, como si recelase entrar junto a la mujer y el niño—. Hace falta el tiempo… Se nos va a marchar el coche.

Si Sabel deseaba retener a aquel fugitivo Eneas, no dio de ello la más leve señal, pues se volvió con gran sosiego a sus potes y trébedes. Don Pedro, a pesar de la urgencia alegada para apurar a Julián, aguardó dos minutos en la puerta, quizás con la ilusión recóndita de ser detenido por la muchacha; pero al fin, encogiéndose de hombros, salió delante, y echó a andar por la senda abierta entre viñas que conducía al crucero. Era el paraje descubierto, aunque el terreno quebrado, y el señorito podía otear fácilmente a derecha e izquierda todo cuanto sucediese: ni una liebre brincaría por allí sin que sus ojos linces de cazador la avizorasen. Aunque departiendo con Julián acerca de la sorpresa que se le preparaba a la familia de la Lage, y de si amenazaba llover porque el cielo se había encapotado, no descuidaba el marqués observar algo que debía interesarle muchísimo. Un instante se paró, creyendo divisar la cabeza de un hombre allá lejos, detrás de los paredones que cerraban la viña. Pero a tal distancia no consiguió cerciorarse. Vigiló más atento.

Acercábanse al soto de Rendas, situado antes del crucero; desde allí el arbolado se espesaba, y se dificultaba la precaución. Orillaron el soto, llegaron al pie del santo símbolo y se internaron en el camino más agrio y estrecho, sin ver nada que justificase temores. En la espesura oyeron el golpe reiterado del hacha y el ¡ham! de los leñadores, que rareaban los castaños. Más adelante, silencio total. El cielo se cubría de nubes cirrosas, y la claridad del sol apenas se abría paso, filtrándose velada y cárdena, presagiando tempestad. Julián recordó un detalle melancólico, la cruz a la cual iban a llegar en breve, que señalaba el teatro de un crimen, y preguntó:

—¿Señorito?

—¿Eh?—murmuró el marqués, hablando con los dientes apretados.

—Aquí cerca mataron un hombre, ¿verdad? Donde está la cruz de madera. ¿Por qué fue, señorito? ¿Alguna venganza?

—Una pendencia entre borrachos, al volver de la feria—respondió secamente don Pedro, que se hacía todo ojos para inspeccionar los matorrales.

La cruz negreaba ya sobre ellos, y Julián se puso a rezar el
Padre nuestro
acostumbrado, muy bajito. Iba delante, y el señorito le pisaba casi los talones. Los mozos portadores del equipaje se habían adelantado mucho, deseosos de llegar cuanto antes a Cebre y echar un traguete en la taberna. Para oír el susurro que produjeron las hojas y la maleza al desviarse y abrir paso a un cuerpo, necesitábanse realmente sentidos de cazador. El señorito lo percibió, aunque tenue, clarísimo, y vio el cañón de la escopeta apuntado tan diestramente que de fijo no se perdería el disparo: el cañón no amagaba a su pecho, sino a las espaldas de Julián. La sorpresa estuvo a punto de paralizar a don Pedro: fue un segundo, menos que un segundo tal vez, un espacio de tiempo inapreciable, lo que tardó en reponerse, y en echarse a la cara su arma, apuntando a su vez al enemigo emboscado. Si el tiro de éste salía, la bala se cruzaría casi con otra bala justiciera. La situación duró pocos instantes: estaban frente a frente dos adversarios dignos de medir sus fuerzas. El más inteligente cedió, encontrándose descubierto. Oyó el marqués el roce del follaje al bajarse el cañón que amenazaba a Julián, y Primitivo salió del soto, blandiendo su vieja escopeta certera, remendada con cordeles. Julián precipitó el
Gloria Patri
para decirle en tono cortés:

—Hola… ¿Se viene usted con nosotros por fin hasta Cebre?

—Sí, señor—contestó Primitivo, cuyo semblante recordaba más que nunca el de una estatua de fundición—. Dejo dispuesto en Rendas, y voy a ver si de aquí a Cebre sale algo que tumbar…

—Dame esa escopeta, Primitivo—ordenó don Pedro—. Estoy oyendo cantar la codorniz ahí, que no parece sino que me hace burla. Se me ha olvidado cargar mi carabina.

Diciendo y haciendo, cogió la escopeta, apuntó a cualquier parte, y disparó. Volaron hojas y pedazos de rama de un roble próximo, aunque ninguna codorniz cayó herida.

—¡Marró!—exclamó el señorito fingiendo gran contrariedad, mientras para sí discurría: «No era bala, eran postas… Le quería meter grajea de plomo en el cuerpo… ¡Claro, con bala era más escandaloso, más alarmante para la justicia. Es zorro fino!».

Y en voz alta:

—No vuelvas a cargar; hoy no se caza, que se nos viene la lluvia encima y tenemos que apretar el paso. Marcha delante, enséñanos el atajo hasta Cebre.

—¿No lo sabe el señorito?

—Sí tal, pero a veces me distraigo.

- IX -

Como ya dos veces había repicado la campanilla y los criados no llevaban trazas de abrir, las señoritas de la Lage, suponiendo que a horas tan tempranas no vendría nadie de cumplido, bajaron en persona y en grupo a abrir la puerta, sin peinar, con bata y chinelas, hechas unas fachas. Así es que se quedaron voladas al encontrarse con un arrogante mozo, que les decía campechanamente:

—¿A que nadie me conoce aquí?

Sintieron impulsos de echar a correr; pero la tercera, la menos linda de todas, frisando al parecer en los veinte años, murmuró:

—De fijo que es el primo Perucho Moscoso.

—¡Bravo!—exclamó don Pedro—. ¡Aquí está la más lista de la familia!

Y adelantándose con los brazos abiertos fue para abrazarla; pero ella, hurtando el cuerpo, le tendió una manecita fresca, recién lavada con agua y colonia. En seguida se entró por la casa gritando:

—¡Papá!, ¡papá! ¡Está aquí el primo Perucho!

El piso retembló bajo unos pasos elefantinos… Apareció el señor de la Lage, llenando con su volumen la antesala, y don Pedro abrazó a su tío, que le llevó casi en volandas al salón. Julián, que por no malograr la sorpresa de la aparición del primo se había quedado oculto detrás de la puerta, salía riendo del escondite, muy embromado por las señoritas, que afirmaban que estaba gordísimo, y se escurría por el corredor, en busca de su madre.

Viéndoles juntos, se observaba extraordinario parecido entre el señor de la Lage y su sobrino carnal: la misma estatura prócer, las mismas proporciones amplias, la misma abundancia de hueso y fibra, la misma barba fuerte y copiosa; pero lo que en el sobrino era armonía de complexión titánica, fortalecida por el aire libre y los ejercicios corporales, en el tío era exuberancia y plétora; condenado a una vida sedentaria, se advertía que le sobraba sangre y carne, de la cual no sabía qué hacer; sin ser lo que se llama obeso, su humanidad se desbordaba por todos lados; cada pie suyo parecía una lancha, cada mano un mazo de carpintero. Se ahogaba con los trajes de paseo; no cabía en las habitaciones reducidas; resoplaba en las butacas del teatro, y en misa repartía codazos para disponer de más sitio. Magnífico ejemplar de una raza apta para la vida guerrera y montés de las épocas feudales, se consumía miserablemente en el vil ocio de los pueblos, donde el que nada produce, nada enseña, ni nada aprende, de nada sirve y nada hace. ¡Oh dolor! Aquel castizo Pardo de la Lage, naciendo en el siglo XV, hubiera dado en qué entender a los arqueólogos e historiadores del XIX.

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