Engolfóse el capellán en las tenebrosas profundidades de corredor y bodega, y llegó velozmente a la cocina. En el umbral se quedó paralizado de asombro ante lo que iluminaba la luz fuliginosa del candilón. Sabel, tendida en el suelo, aullaba desesperadamente; don Pedro, loco de furor, la brumaba a culatazos; en una esquina, Perucho, con los puños metidos en los ojos, sollozaba. Sin reparar lo que hacía, arrojóse Julián hacia el grupo, llamando al marqués con grandes voces:
—¡Señor don Pedro…, señor don Pedro!
Volvióse el señor de los Pazos, y se quedó inmóvil, con la escopeta empuñada por el cañón, jadeante, lívido de ira, los labios y las manos agitadas por temblor horrible; y en vez de disculpar su frenesí o de acudir a la víctima, balbució roncamente:
—¡Perra…, perra…, condenada…, a ver si nos das pronto de cenar, o te deshago! ¡A levantarse… o te levanto con la escopeta!
Sabel se incorporaba ayudada por el capellán, gimiendo y exhalando entrecortados ayes. Tenía aún el traje de fiesta con el cual la viera Julián danzar pocas horas antes junto al crucero y en el atrio; pero el
mantelo
de rico paño se encontraba manchado de tierra; el dengue de grana se le caía de los hombros, y uno de sus largos zarcillos de filigrana de plata, abollado por un culatazo, se le había clavado en la carne de la nuca, por donde escurrían algunas gotas de sangre. Cinco verdugones rojos en la mejilla de Sabel contaban bien a las claras cómo había sido derribada la intrépida bailadora.
—¡La cena he dicho!—repitió brutalmente don Pedro.
Sin contestar, pero no sin gemir, dirigióse la muchacha hacia el rincón donde hipaba el niño, y le tomó en brazos, apretándole mucho. El angelote seguía llorando a moco y baba. Don Pedro se acercó entonces, y mudando de tono, preguntó:
—¿Qué es eso? ¿Tiene algo Perucho?
Púsole la mano en la frente y la sintió húmeda. Levantó la palma: era sangre. Desviando entonces los brazos, apretando los puños, soltó una blasfemia, que hubiera horrorizado más a Julián si no supiese, desde aquella tarde misma, que acaso tenía ante sí a un padre que acababa de herir a su hijo. Y el padre resurgía, maldiciéndose a sí propio, apartando los rizos del chiquillo, mojando un pañuelo en agua, y atándolo con cuidado indecible sobre la descalabradura.
—A ver cómo lo cuidas… —gritó dirigiéndose a Sabel—. Y cómo haces la cena en un vuelo… ¡Yo te enseñaré, yo te enseñaré a pasarte las horas en las romerías sacudiéndote, perra!
Con los ojos fijos en el suelo, sin quejarse ya, Sabel permanecía parada, y su mano derecha tentaba suavemente su hombro izquierdo, en el cual debía tener alguna dolorosa contusión. En voz baja y lastimera, pero con suma energía, pronunció sin mirar al señorito:
—Busque quien le haga la cena…, y quien esté aquí… Yo me voy, me voy, me voy, me voy…
Y lo repetía obstinadamente, sin entonación, como el que afirma una cosa natural e inevitable.
—¿Qué dices, bribona?
—Que me voy, que me voy… A mi casita pobre… ¡Quién me trajo aquí! ¡Ay, mi madre de mi alma!
Rompió la moza a llorar amarguísimamente, y el marqués, requiriendo su escopeta, rechinaba los dientes de cólera, dispuesto ya a hacer alguna barrabasada notable, cuando un nuevo personaje entró en escena. Era Primitivo, salido de un rincón oscuro; diríase que estaba allí oculto hacía rato. Su aparición modificó instantáneamente la actitud de Sabel, que tembló, calló y contuvo sus lágrimas.
—¿No oyes lo que te dice el señorito?—preguntó sosegadamente el padre a la hija.
—Oi-go, siii-see-ñoor, oi-go —tartamudeó la moza, comiéndose los sollozos.
—Pues a hacer la cena en seguida. Voy a ver si volvieron ya las otras muchachas para que te ayuden. La Sabia está ahí fuera: te puede encender la lumbre.
Sabel no replicó más. Remangóse la camisa y bajó de la espetera una sartén. Como evocada por alguna de sus compañeras en hechicerías, entró en la cocina entonces, pisando de lado, la vieja de las greñas blancas, la Sabia, que traía el enorme mandil atestado de leña. El marqués tenía aún la escopeta en la mano: cogiósela respetuosamente Primitivo, y la llevó al sitio de costumbre. Julián, renunciando a consolar al niño, creyó llegada la ocasión de dar un golpe diplomático.
—Señor marqués… ¿quiere que tomemos un poco el aire? Está la noche muy buena… Nos pasearemos por el huerto…
Y para sus adentros pensaba:
«En el huerto le digo que me voy también… No se ha hecho para mí esta vida, ni esta casa».
Salieron al huerto. Oíase el cuarrear de las ranas en el estanque, pero ni una hoja de los árboles se movía, tal estaba la noche de serena. El capellán cobró ánimos, pues la oscuridad alienta mucho a decir cosas difíciles.
—Señor marqués, yo siento tener que advertirle…
Volvióse el marqués bruscamente.
—Ya sé… ¡chist!, no necesitamos gastar saliva. Me ha pescado usted en uno de esos momentos en que el hombre no es dueño de sí… Dicen que no se debe pegar nunca a las mujeres… Francamente, don Julián, según ellas sean… ¡Hay mujeres de mujeres, caramba…, y ciertas cosas acabarían con la paciencia del santo Job que resucitase! Lo que siento es el golpe que le tocó al chiquillo.
—Yo no me refería a eso… —murmuró Julián—. Pero si quiere que le hable con el corazón en la mano, como es mi deber, creo no está bien maltratar así a nadie… Y por la tardanza de la cena, no merece…
—¡La tardanza de la cena!—pronunció el señorito—. ¡La tardanza! A ningún cristiano le gusta pasarse el día en el monte comiendo frío y llegar a casa y no encontrar bocado caliente; ¡pero si esa mala hembra no tuviese otras mañas…! ¿No la ha visto usted? ¿No la ha visto usted todo el día, allá en Naya, bailoteando como una descosida, sin vergüenza? ¿No la ha encontrado usted a la vuelta, bien acompañada? ¡Ah!… ¿Usted cree que se vienen solitas las mozas de su calaña? ¡Ja, ja! Yo la he visto, con estos ojos, y le aseguro a usted que si tengo algún pesar, ¡es el de no haberle roto una pierna, para que no baile más por unos cuantos meses!
Guardó silencio el capellán, sin saber qué responder a la inesperada revelación de celos feroces. Al fin calculó que se le abría camino para soltar lo que tenía atravesado en la garganta.
—Señor marqués—murmuró—, dispénseme la libertad que me tomo… Una persona de su clase no se debe rebajar a importársele por lo que haga o no haga la criada… La gente es maliciosa, y pensará que usted trata con esa chica… Digo
pensará
Ya lo piensa todo el mundo… Y el caso es que yo…, vamos…, no puedo permanecer en una casa donde, según la voz pública, vive un cristiano en concubinato… Nos está prohibido severamente autorizar con nuestra presencia el escándalo y hacernos cómplices de él. Lo siento a par del alma, señor marqués; puede creerme que hace tiempo no tuve un disgusto igual.
El marqués se detuvo, con las manos sepultadas en los bolsillos.
—
Leria, leria
… —murmuró—. Es preciso hacerse cargo de lo que es la juventud y la robustez… No me predique un sermón, no me pida imposibles. ¡Qué demonio!, el que más y el que menos es hombre como todos.
—Yo soy un pecador—replicó Julián—, solamente que veo claro en este asunto, y por los favores que debo a usted, y el pan que le he comido, estoy obligado a decirle la verdad. Señor marqués, con franqueza, ¿no le pesa de vivir así encenagado? ¡Una cosa tan inferior a su categoría y a su nacimiento! ¡Una triste criada de cocina!
Siguieron andando, acercándose a la linde del bosque, donde concluía el huerto.
—¡Una bribona desorejada, que es lo peor!—exclamó el marqués después de un rato de silencio—. Oiga usted… —añadió arrimándose a un castaño—. A esa mujer, a Primitivo, a la condenada bruja de la Sabia con sus hijas y nietas, a toda esa gavilla que hace de mi casa merienda de negros, a la aldea entera que los encubre, era preciso cogerlos así (y agarraba una rama del castaño triturándola en menudos fragmentos) y deshacerlos. Me están saqueando, me comen vivo…, y cuando pienso en que esa tunanta me aborrece y se va de mejor gana con cualquier gañán de los que acuden descalzos a alquilarse para majar el centeno, ¡tengo mientes de aplastarle los sesos como a una culebra!
Julián oía estupefacto aquellas miserias de la vida pecadora, y se admiraba de lo bien que teje el diablo sus redes.
—Pero, señor… —balbució—. Si usted mismo lo conoce y lo comprende…
—¿Pues no lo he de comprender? ¿Soy estúpido acaso para no ver que esa desvergonzada huye de mí, y cada día tengo que cazarla como a una liebre? ¡Sólo está contenta entre los demás labriegos, con la hechicera que le trae y lleva chismes y recados a los mozos! A mí me detesta. A la hora menos pensada me envenenará.
—Señor marqués, ¡yo me pasmo!—arguyó el capellán eficazmente—. ¡Qué usted se apure por una cosa tan fácil de arreglar! ¿Tiene más que poner a semejante mujer en la calle?
Como ambos interlocutores se habían acostumbrado a la oscuridad, no sólo vio Julián que el marqués meneaba la cabeza, sino que torcía el gesto.
—Bien se habla… —pronunció sordamente—. Decir es una cosa y hacer es otra… Las dificultades se tocan en la práctica. Si echo a ese enemigo, no encuentro quien me guise ni quien venga a servirme. Su padre… ¿Usted no lo creerá? Su padre tiene amenazadas a todas las mozas de que a la que entre aquí en marchándose su hija, le mete él una perdigonada en los lomos… Y saben que es hombre para hacerlo como lo dice. Un día cogí yo a Sabel por un brazo y la puse en la puerta de la casa: la misma noche se me despidieron las otras criadas, Primitivo se fingió enfermo, y estuve una semana comiendo en la rectoral y haciéndome la cama yo mismo… Y tuve que pedirle a Sabel, de favor, que volviese… Desengáñese usted, pueden más que nosotros. Esa comparsa que traen alrededor son paniaguados suyos, que les obedecen ciegamente. ¿Piensa usted que yo ahorro un ochavo aquí en este desierto? ¡Quiá! Vive a mi cuenta toda la parroquia. Ellos se beben mi cosecha de vino, mantienen sus gallinas con mis frutos, mis montes y sotos les suministran leña, mis hórreos les surten de pan; la renta se cobra tarde, mal y arrastro; yo sostengo siete u ocho vacas, y la leche que bebo cabe en el hueco de la mano; en mis establos hay un rebaño de bueyes y terneros que jamás se uncen para labrar mis tierras; se compran con mi dinero, eso sí, pero luego se dan a parcería y no se me rinden cuentas jamás…
—¿Por qué no pone otro mayordomo?
—¡Ay, ay, ay! ¡Cómo quien no dice nada! Una de dos: o sería hechura de Primitivo y entonces estábamos en lo mismo, o Primitivo le largaría un tiro en la barriga… Y si hemos de decir verdad, Primitivo no es mayordomo… Es peor que si lo fuese, porque manda en todos, incluso en mí; pero yo no le he dado jamás semejante mayordomía… Aquí el mayordomo fue siempre el capellán… Ese Primitivo no sabrá casi leer ni escribir; pero es más listo que una centella, y ya en vida del tío Gabriel se echaba mano de él para todo… Mire usted, lo cierto es que el día que él se cruza de brazos, se encuentra uno colgadito… No hablemos ya de la caza, que para eso no tiene igual; a mí me faltarían los pies y las manos si me faltase Primitivo… Pero en los demás asuntos es igual… Su antecesor de usted, el abad de Ulloa, no se valía sin él; y usted, que también ha venido en concepto de administrador, séame franco: ¿ha podido usted amañarse solo?
—La verdad es que no—declaró Julián humildemente—. Pero con el tiempo…, la práctica…
—¡Bah, bah! A usted no le obedecerá ni le hará caso jamás ningún paisano, porque es usted un infeliz; es usted demasiado bonachón. Ellos necesitan gente que conozca sus máculas y les dé ciento de ventaja en picardía.
Por depresiva que fuese para el amor propio del capellán la observación, hubo de reconocer su exactitud. No obstante, picado ya, se propuso agotar los recursos del ingenio para conseguir la victoria en lucha tan desigual. Y su caletre le sugirió la siguiente perogrullada:
—Pero, señor marqués… ¿por qué no sale un poco al pueblo? ¿No sería ése el mejor modo de desenredarse? Me admiro de que un señorito como usted pueda aguantar todo el año aquí, sin moverse de estas montañas fieras… ¿No se aburre?
El marqués miraba al suelo, aun cuando en él no había cosa digna de verse. La idea del capellán no le cogía de sorpresa.
—¡Salir de aquí!—exclamó—. ¿Y a dónde demontre se va uno? Siquiera aquí, mal o bien, es uno el rey de la comarca… El tío Gabriel me lo decía mil veces: las personas decentes, en las poblaciones, no se distinguen de los zapateros… Un zapatero que se hace millonario metiendo y sacando la lesna, se sube encima de cualquier señor, de los que lo somos de padres a hijos… Yo estoy muy acostumbrado a pisar tierra mía y a andar entre árboles que corto si se me antoja.
—Pero al fin, señorito, ¡aquí le manda Primitivo!
—Bah… A Primitivo le puedo yo dar tres docenas de puntapiés, si se me hinchan las narices, sin que el juez me venga a empapelar… No lo hago; pero duermo tranquilo con la seguridad de que lo haría si quisiese. ¿Cree usted que Sabel irá a quejarse a la justicia de los culatazos de hoy?
Esta lógica de la barbarie confundía a Julián.
—Señor, yo no le digo que deje esto… Únicamente, que salga una temporadita, a ver cómo le prueba… Apartándose usted de aquí algún tiempo, no sería difícil que Sabel se casase con persona de su esfera, y que usted también encontrase una conveniencia arreglada a su calidad, una esposa legítima. Cualquiera tiene un desliz, la carne es flaca; por eso no es bueno para el hombre vivir solo, porque se encenaga, y como dijo quien lo entendía, es mejor casarse que abrasarse en concupiscencia, señor don Pedro. ¿Por qué no se casa, señorito?—exclamó, juntando las manos—. ¡Hay tantas señoritas buenas y honradas!
A no ser por la oscuridad, vería Julián chispear los ojos del marqués de Ulloa.
—¿Y cree usted, santo de Dios, que no se me había ocurrido a mí? ¿Piensa usted que no sueño todas las noches con un chiquillo que se me parezca, que no sea hijo de una bribona, que continúe el nombre de la casa…, que herede esto cuando yo me muera… y que se llame
Pedro Moscoso
, como yo?
Al decir esto golpeábase el marqués su fornido tronco, su pecho varonil, cual si de él quisiese hacer brotar fuerte y adulto ya el codiciado heredero. Julián, lleno de esperanza, iba a animarle en tan buenos propósitos; pero se estremeció de repente, pues creyó sentir a sus espaldas un rumor, un roce, el paso de un animal por entre la maleza.