¿Cuánto había durado? ¿Cuánto? Las cosas políticas se encrespan; la demagogia y el cantonalismo escupen fuego y sangre; los carlistas medran, pululan, brotan por todas partes con armamento y municiones; Castelar llama a los artilleros; Gabriel duda, recela, se alarma ante la perspectiva de verter sangre humana; por fin sus nuevas ideas liberales y una carta de su padre le deciden; va otra vez al Norte. Rodéanle sus antiguos amigos; en la maleta del teniente vienen sin duda la Analítica, la Crítica del juicio, la Crítica de la razón pura, la Teoría de lo infinito; pero a la primer marcha forzada, a la primer bocanada de aire montañés, al primer encuentro, a la primer tertulia en la tienda de campaña, parécele que entre él y los maestros de su entendimiento se interpone una muralla, un velo oscuro, y que en su alma se derrumba, sin saber cómo, un edificio vasto. Y con el bienestar físico que producen el ejercicio y la actividad después de una vida contemplativa y sedentaria; y la reacción violenta, propia de los temperamentos nerviosos y los caracteres impresionables, a los pocos días el teniente no se acuerda de Kant, da al diablo los Mandamientos de la humanidad, y muy a gusto se deja arrastrar a las distracciones del compañerismo, a los lances de la campaña y los episodios de alojamiento. La guerra se hace ya con más empuje, en vista del desaliento y merma de las fuerzas carlistas: Gabriel bate el cobre con fe, persuadido de que el orden y la libertad están en las negras entrañas de los cañones de su batería; fraterniza con bandidos contraguerrilleros, lee con afán los periódicos políticos, vive de acción y de lucha, y todas las mañanas se levanta determinado a salvar a España… España le había dado en cambio la efectividad de capitán. Mas el golpe de Estado de Pavía y luego la proclamación de don Alfonso, que tanto alegraron a todo el noble cuerpo, le cortaron las alas del espíritu a Gabriel Pardo, que era republicano teórico y andaba entonces vuelto tarumba por un orden de cosas muy recto y sensato, al modo sajón. Al otro día de recibir el grado de comandante, viendo la guerra próxima a su fin, desilusionado más que nunca y sin gusto para pelear, recordaba haber tomado el camino de la corte.
¡Qué vida tan sosa al principio la suya! Mal visto entre sus compañeros a causa de sus opiniones políticas; sin trato con sus antiguas relaciones; sin ánimos para volver a sepultarse en los libros de metafísica que eran hoy para él lo que la envoltura de la oruga cuando ya voló la mariposa, sintió de repente, convirtiendo los ojos hacia sí mismo, que no le quedaba en lo más íntimo sino descreimiento y cansancio. ¿Quién o qué le había demostrado la inanidad de sus filosofías? Nadie. La fe no se destruye con razones: es error imaginar que hay argucia que eche abajo un sentimiento. La fe es como el amor, bien lo advertía Gabriel.
¿Hay en el mundo del pensamiento algún asidero firme? —discurrió entonces—. Casualmente empezaban las corrientes positivistas: hablábase de realidades científicas, de doctrinas basadas en hechos de experimentalismo. El comandante se propuso estudiar a fondo alguna ciencia, como se estudian las cosas para saberlas de verdad, y adquirir la suspirada certeza. Tenía un amigo, ex-profesor de geología en la Universidad, de donde le expulsara el decreto de Orovio. Se puso bajo su dirección, y consagró seis horas diarias a trabajos de pormenor. Hacía unos cortes en las piedras y luego se desojaba mirándolos al microscopio. Se cansó a cosa de medio año. La certeza consabida, por las nubes. Encontraba relaciones lógicas y armoniosas entre lo creado, leyes impuestas a la materia por voluntad al parecer inteligente, dependencia y conexión en los fenómenos; pero el enigma seguía, el misterio no se disipaba, la sustancia no parecía, la cantidad de incognoscible era la misma siempre. Gabriel tenía sobrada imaginación para sujetarse a la severa disciplina científica sin esperanza ni objeto, y fueron disminuyendo sus visitas al laboratorio de su amigo. ¿Y no había otra razón?… Pues, a decir verdad…
Muy aficionado a la música, Gabriel estaba abonado a una butaca del Real —tercer turno—. Resplandecía el regio coliseo con la animación que le prestaba la buena sociedad ya completa y la restaurada monarquía: y, más que teatro, parecía elegante salón cuajado de beldades. Al lado de Gabriel sentábanse un machucho brigadier de artillería y su joven esposa, deidad murciana, de árabes ojos, que a cada acorde de la música, o a cada nota de los amorosos dúos, se posaban en los del comandante, deteniéndose un poco más de lo necesario. El brigadier, fumador empedernido, no recelaba salir en los entreactos dejando a su esposa bajo la salvaguardia del subalterno. ¡Bendito señor, pensaba Gabriel, y cómo lo hizo Dios de confiado! A lo mejor el brigadier fue destinado a Filipinas, y partió llevándose a su cara mitad. Gabriel, medio loco, según su costumbre en casos tales, habló de pedir el traslado… La hermosa brigadiera se negó, afirmando que su marido ya tenía sospechas, que el viaje era celosa precaución, y que si se encontraba con el comandante llovido del cielo en Manila, habría la de Dios es Cristo. Y el enamorado la vio partir sin que nublase aquellos ojazos de terciopelo la humedad más leve… No, lo que es de esta vez, el comandante no hacía memoria de haber pensado en suicidios, pero cayó en misantropía amarga, rabiosa y prolongadísima que paró en un ataque de ictericia de los de padre y muy señor mío. Destinado a Barcelona… ¡qué temporada la que pasó en la ciudad condal! ¿Cómo es posible aburrirse tanto y quedar con vida? A enfrascarse otra vez en los libros: no de filosofía ya, sino de ciencia militar, estudiando las propiedades formidables de las materias explosivas que nuestro siglo refina y concentra a cada paso, lo mismo que si el objeto supremo de tanto adelanto, de tanto progreso, fuese una conflagración universal. A leerse cuanto encontró sobre el asunto en revistas alemanas e inglesas, encargando obras especiales, y escribiendo dos o tres artículos en que lo resumía y exponía con bastante claridad, publicados en los periódicos y que le valieron ser citado como una gloria del cuerpo. Por más señas que entonces fue cuando se le chamuscó la cara probando pólvora, y se le metieron unos cuantos granos en la mejilla. Ocurriole la idea de gestionar que le diesen una comisión para el extranjero; lo consiguió, viajó por Francia, Alemania, Inglaterra, países que él creía cifra y compendio de la civilización posible. Al pronto, impresión pesimista: Francia era una gran tienda de modas, Alemania un vasto cuartel, Inglaterra un país de egoístas brutales y de hipócritas ñoños. Pero al regresar a España, al notar el dulce temblor que sólo las almas de cántaro pueden no sentir en el punto de hollar otra vez tierra patria, mudó de opinión sin saber por qué: echó de menos el oxigenado aire francés, y le pareció entrar en una casa venida a menos, en una comarca semi-salvaje, donde era postiza y exótica y prestada la exigua cultura, los adelantos y la forma del vivir moderno, donde el tren corría más triste y lánguido, donde la gente echaba de sí tufo de grosería y miseria… Al acercarse a Madrid y atravesar los páramos que lo rodean, al subir por la cuesta de Areneros, al ver las calles estrechas, torcidas, mal empedradas, el desanimado comercio, al oír el canturrear de los ciegos y el pregón de la lotería, pensó encontrarse en uno de esos prehistóricos poblachones de Castilla, fosilizados desde el tiempo de los moros… ¡Madrid! Ese era Madrid… esa era España… ¡la España santa de sus ensueños de adolescente!
Empezó a hablar, mejor dicho, a perorar donde quiera que encontraba auditorio, proponiendo una campaña activísima, especie de coalición de todos los elementos intelectuales del país, a fin de civilizarlo e impulsarlo hacia senderos donde no quería el muy remolón sentar el pie… Un día, en el Centro militar, al caer la tarde, Gabriel sorprendió un diálogo de sofá a butaca.
—¿Y el comandante Pardo? —preguntaba el sofá—. ¿Le ha visto usted desde que ha llegado de su excursión por tierras de extranjis?
—Ayer me le encontré en la Carrera… —respondía la butaca.
—¿Y qué cuenta? ¿Viene entusiasmado?
—¿Entusiasmado? Decidido a que crucen por doquier caminos y canales. Siempre dije yo que se guillaba; pero ahora, me ratifico. Sonámbulo. Chifladísimo.
—De remate —confirmó el sofá.
No hizo falta más para que el gran reformador entrase a cuentas consigo mismo. ¿Será cierto, Gabriel? ¿Serás tú un chiflado, un badulaque que se mete a arreglar lo que no entiende, que todo lo intenta y de todo se cansa, y que se acerca ya a la madurez sin encontrar ancla donde amarrar el bajel de la vida? Soldadito de papel, ¿cuántos caballos te han matado ya? Pero ¿es culpa tuya si esos caballos no los montas frescos, sino rendidos y exánimes? ¿Has pedido tú tantas gollerías? Verbigracia: ¿qué le pediste al amor? Sinceridad y firmeza. ¡Qué diantre!, tú ibas derecho al término de la pasión, que se sobrepone y debe sobreponerse a intereses mezquinos… ¿Y a la filosofía, a la ciencia? Certidumbre: una regla moral para seguirla, un Dios en quien creer, a quien elevar el alma. ¿Y al uniforme que vistes, y a la patria a quien sirves, y las convicciones políticas que profesas? Un ideal a quien sacrificar todas las energías, todo el calor que te sobraba… ¡Vive Dios! Que a cada cosa le pedías tú lo justo, lo que puede y debe contener, y nada más. ¿Es culpa tuya si el amor es distracción frívola, la ciencia nombre pomposo que disfraza nuestra ignorancia trascendental y la política farsa más triste y vil que todas?
Al llegar a esta parte de sus recuerdos autobiográficos, alzó Gabriel la vista al cielo, como buscando huellas del poder augusto que rige nuestro destino terrestre. Y eso que él sabía que aquel gran espacio oscuro que le envolvía por todas partes no era más que el firmamento astronómico, con sus millares de millares de soles, de planetas, de mundos chicos y grandes…
¿Tendrán razón los que creen que andan las almas viajando por ahí? —pensaba, al acordarse de la muerte de su padre. Por cierto que no la había sentido con la misma fuerza que la de su hermana, porque Gabriel y don Manuel Pardo eran naturalezas que no simpatizaban: pertenecían a dos generaciones muy diversas, y en realidad no se entendían; con todo, vino el dolor natural y justo, pues siempre hace su oficio la sangre. Bastante abatido llegó Gabriel a Santiago… Y apenas hubo puesto el pie en el caserón solariego —ya suyo—, de los envejecidos muebles, de los cuadros cuyo asunto tenía clavado en la memoria, de las cortinas de apagado color, de los rincones familiares, se alzó radiante, amorosa, poetizada por la muerte y la distancia, la imagen, no de su padre, sino de su hermana Marcelina, la mamita, la única mujer que con desinteresado amor le había querido; y aquellas lágrimas que un día lloró el alumno, el mancebo colegial, subieron ahora más que a los párpados, al corazón de Gabriel, derramándose en benéfico rocío. Recorrió toda la casa: buscaba en ella no sé qué; tal vez un fantasma —¡el del tiempo pasado! El caserón estaba solitario, triste, sin otros moradores que una criada antigua, cuyas perezosas chancletas, así como el hálito de un cascado reloj de pared, era lo único que pugnaba con el alto silencio de los salones y corredores vacíos. Ninguna de las tres hermanas que tenía vivas Gabriel había acudido allí para acompañarle: todas estaban casadas, la menor mal, con un estudiante de medicina, hoy médico de un partido; la otra con un hidalgo rico de la montaña; la mayor con un ingeniero andaluz, con quien residía en una provincia distante. Gabriel escudriñaba todas las habitaciones, tocaba con una especie de devoción y de pueril curiosidad los objetos que por allí andaban diseminados. En el que fue cuarto de su mamita encontró detrás del tocador horquillas, una caja de polvos, un alfiler grueso: lo manoseó todo: probablemente sería de ella. Sobre la cabecera del difundo don Manuel campeaba un ramo de pensamientos trabajado en pelo negro, encerrado en un marco de madera oscura: abajo decía en letrita cursiva y muy regarabateada: Nucha a su querido papá. Gabriel pegó los labios al cristal, besando religiosa y lentamente la reliquia. Después se dejó caer en una butaca que tenía los muelles rotos, vencidos del enorme peso de don Manuel Pardo de la Lage, y sus meditaciones tomaron un giro inusitado.
¿Cómo no se le habría ocurrido antes? ¿Por qué, hasta que circunstancias fortuitas le arrojaron al hogar viejo, no le cruzó por las mientes idea tan sencilla… perogrullada semejante? ¿Es posible que se pase un hombre la vida con la linterna de Diógenes en la mano, buscando sendas y probando derroteros, cuando la felicidad le está prevenida en el cumplimiento de la ley natural? La esposa, el hijo, la familia; arca santa donde se salva del diluvio toda fe; Jordán en que se regenera y purifica el alma.
Varias veces había notado don Gabriel la irresistible tendencia de su imaginación viva, ardorosa y plástica, a construir, con la vista de un objeto, sobre la base de una palabra, un poema entero, un sistema, una teoría vasta y universal, llegando siempre a las últimas y extremas consecuencias: propensión que le explicaba fácilmente los muchos desengaños sufridos y aquello que llamaba él caérsele muertos los caballos. Le sucedía también que la experiencia no le enseñaba a cautelar, y cada nueva construcción la emprendía con igual lujo y derroche de ilusiones y esperanzas. En la vieja poltrona paterna, ante la cama de dorado copete donde tal vez había venido al mundo, comenzó a edificar un palacio conyugal, sintiendo el tiempo perdido y lamentando no haber caído antes en la cuenta de que todo sujeto válido, todo individuo sano e inteligente, con mediano caudal, buena carrera e hidalgo nombre, está muy obligado a crear una familia, ayudando a preparar así la nueva generación que ha de sustituir a ésta tan exhausta, tan sin conciencia ni generosos propósitos.
—Yo no soy un chiflado —pensaba don Gabriel, respirando sin percibirlo por la herida—. Yo soy víctima de mi época y del estado de mi nación, ni más ni menos. Y nuestro destino corre parejas. Los mismos desencantos hemos sufrido; iguales caminos hemos emprendido, y las mismas esperanzas quiméricas nos han agitado. ¿Fue estéril todo? ¿Hemos perdido malamente el tiempo? ¿Sentenciados vivimos a no producir ni fundar cosa alguna? Cansados, sí, porque el cansancio sigue a la lucha; pero ¿no hemos aprendido, ni progresado nada? Yo, sin ir más lejos, ¿soy el mismo que cuando salí del colegio? ¿No ha ganado algo mi educación externa desde que frecuenté el gran mundo? El suceso de mis amoríos malogrados ¿no me curó y preservó de ilícitos y torpes devaneos? Aquellos libros que no me dieron la certeza, ¿por ventura no me cultivaron y ensancharon el entendimiento, no me hicieron más recto, más tolerante y más reflexivo? Mis sueños de gloria militar, mis rachas políticas, ¿no sirven, cuando menos, para probarme a mí mismo que aspiro a algo superior, que me intereso por mi raza y por mi patria, que siento y que vivo? No, Gabriel, lo que es de eso no hay por qué arrepentirse. Y a no ser por tus años de peregrinación y aprendizaje, ¿valdrías hoy para fundar casa, para contribuir en la medida de tus fuerzas a la regeneración de la sociedad y a la depuración de las costumbres… para formar a tus hijos…? ¡si Dios…!