Los pazos de Ulloa (43 page)

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Authors: Emilia Pardo Bazán

Tags: #Clásico

BOOK: Los pazos de Ulloa
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Cuando el nombre divino surgía, ya que no de los labios, del espíritu del comandante, iba el crepúsculo lento de una tarde del mes de Mayo difumando los objetos y haciendo más melancólica la soledad del vacío dormitorio paternal. Sintió Gabriel que el corazón se le llenaba de ternura, y no sabiendo cómo desahogarla, llamó cariñosamente a la decrépita servidora, y en tono festivo, en voz casi humilde, pidiole que trajese luz.

Así que la bujía quedó colocada sobre la cómoda de su padre, fijáronse los ojos de Gabriel en el antiguo mueble, muy distinto de los que hoy se construyen. La cubierta hacía declive, y recordaba Gabriel que al abrirse formaba un escritorio, descubriendo una especie de templete con columnas, y múltiples cajoncitos adornados de raros herrajes, que ocultaban secretos. ¡Secretos! De niño, esta palabra le infundía curiosidad rabiosa y una especie de terror… ¡Secretos! Sonriose, sacó del bolsillo un llavero, probó varias llavecicas… Una servía… Cayó la cubierta, y los dedos impacientes de Gabriel empezaron a escudriñar los famosos secretos de la cómoda, cual si en ellos se encerrase algún escondido tesoro… Los buenos de los secretos no tenían mucho de tales, y cualquier ratero, por torpe que fuese, lograría como Gabriel hacer girar sobre su base las dos columnas del templete, y poner patente el hueco que existía detrás. Calle… pues había algo allí. Rollos de dinero… Los deshizo: eran moneditas de premio, Carlos terceros y cuartos, guardados sin duda por su padre para evitarles la ignominia de la refundición… Y allá, en el fondo, muy en el fondo, un papel amarillento ya por las dobleces, atado con una sedita negra… Maquinalmente lo cogió, lo abrió, rompió la sedita. Cayó una sortija de oro con perlas menudas, y vio Gabriel, cuyo corazón literalmente brincaba contra la carne del pecho, que el papel era una carta, escrita con tinta ya descolorida, y letra no muy suelta. Sus ojos, vidriados por un velo de humedad, leyeron casi de una ojeada: —«Querido papá, felicito a usted los días; sabe Dios quién vivirá el año que viene; hágame el favor, si me empeoro, de darle a mi hermano Gabriel la sortijita adjunta, y que mucho me acuerdo de él y le quiero; que si yo llego a faltar, ahí queda mi niña. Usted y él no dejarán de mirar por ella: moriré tranquila confiando en eso…». Una lágrima, una verdadera lágrima, redonda y rápida en su curso, se precipitó sobre la firma: —«Su amante hija, Marcelina Pardo».

El comandante apoyó el papel contra los ojos al esconder la cara en las manos, y se reclinó en la cómoda, vencido por uno de esos terremotos del corazón que modifican las actitudes y las elevan a la altura trágica sin que lo advirtamos nosotros mismos… Pasados quince minutos, alzó la frente, con una firme resolución y una promesa.

La misma que repetía ahora a la majestuosa noche.

- IX -

Tan enamorado estaba Juncal de las buenas trazas y discreción de su huésped, que al día siguiente quiso entrarle en persona el chocolate, varios periódicos, un mazo de tolerables regalías y una calderetilla con agua caliente por si acostumbraba afeitarse. No le maravilló poco encontrar a don Gabriel ya en pie, calzado y vestido. ¡Qué madrugador! ¡Y en ayunas! ¿Qué tal el brazo? ¿Preferiría don Gabriel el chocolate en la huerta, debajo de los limoneros? Don Gabriel dijo que sí, que lo prefería.

Razón llevaba en ello, porque la mañanita estaba fresca, el azahar trascendía a gloria, y sobre la rústica mesilla de piedra encandilaba los ojos y excitaba el paladar la vista de la bandeja con el pocillo de Caracas, la pella de manteca recién batida, que aún rezumaba suero, el vaso de agua serenada en el pozo, el pan de dorada corteza y las lengüetas rubias de los bizcochos finamente espolvoreados de azúcar.

—Su señora de usted es una gran ama de casa —observó jovialmente don Gabriel al sorber el último residuo del aromático chocolate—. Nos trata a cuerpo de rey. Es increíble el gusto con que se come en el campo, y qué bien sabe todo. Parece que se le quitan a uno diez años de encima.

Con efecto, fuese por obra del campo o por otras causas, semejaba remozado el huésped de Juncal.

—¿Usted quiere ir esta tarde a casa del cura de Ulloa, sin falta? ¿No sería mejor descansar otro diita en mi choza?

—Me urge, amigo Juncal. Pero si usted por esa ojeriza que profesa al clero, no quiere acompañarme… —murmuró don Gabriel risueño, limpiándose los bigotes con encarnizamiento, a fuer de hombre pulcro.

—¿Quién?, ¿yo?, ¿a casa del cura de Ulloa? ¡Por vida del chápiro verde! Si todos fuesen como ese… me parece que acabaría por volverme beato.

—No todos pueden ser iguales, señor don Máximo, usted bien lo sabe.

—Mire usted, natural sería que el clero… Digo, creo que les tocaba dar ejemplo a los demás.

—El clero es el reflejo de la sociedad en que vivimos. No estamos ahora en los primeros siglos del cristianismo —replicó con cierta malicia discreta don Gabriel mirando a Juncal que echaba lumbres con un eslabón para darle mecha encendida, pues a causa del viento y de las caminatas, el médico había proscrito los fósforos.

—Ríase usted de cuentos… Bien gordos y repolludos andan los tales parrocetáceos —refunfuñó Máximo empleando el vocabulario peculiar del Motín—a cuenta de nuestra bobería… Más tocino tiene el Arcipreste encima de su alma, que siete puercos cebados.

—Pues en realidad, la profesión es de las menos lucrativas que hoy se pueden seguir. ¿Por ambición, quién diablos va a hacerse clérigo? Amigo, seamos razonables. Antaño, decir canónigo era decir hombre de vida regalona y riñón cubierto; hogaño el canónigo a quien le alcanza el sueldo para comer principio y llevar manteos decentes, se tiene por dichoso. Un cura de aldea es un pobre de solemnidad: cuando más, llegará a donde llegue un labriego acomodado: a tener la despensa regularmente abastecida; y eso, para un hombre que recibió cierta instrucción y tiene por consecuencia necesidades que no tiene el labriego… ya usted ve… Esto lo sabrá usted mejor que yo, porque hasta ahora mi carrera me mantuvo alejado de Galicia.

—¿Es usted artillero, señor don Gabriel?

—Para servir a usted.

—Por muchísimos años. ¿Grado?

—Comandante efectivo. Hoy excedente, a petición mía. Convénzase usted: al clero no le podemos exigir tantas cosas.

—Pero usted también sabe de sobra… ¿porque usted habrá viajado?, ¿eh?

—Sí, he estado algún tiempo en el extranjero.

—En otras partes, la ilustración, la moralidad…

—Moralidad… Sí… Pero el hombre es hombre en todas partes. El clero protestante, en Inglaterra por ejemplo, alardea de muy moral; sólo que un vicario protestante, en resumidas cuentas, es un hombre casado, un empleado con buen sueldo y respetadísimo; ¿qué ha de hacer? ¿Tendría usted disculpa si incurriese en algún desliz, amigo Juncal, con esa bella, complaciente y hacendosa mitad, y esta dorada medianía que goza? Y además toma usted un chocolate… ¡Cuántas veces habrá usted echado en cara a los frailes la afición a chocolatear! ¡Pues lo que es usted… no se descuida!

Dijo esto don Gabriel golpeando familiarmente en el hombro del médico, porque veía a éste colgado de su boca y oyéndole como a un oráculo, y no quería poner cátedra. Sucedíale a veces avergonzarse del calor que involuntariamente tenían sus palabras al discutir o afirmar, y para disimularlo recurría a la ironía y a la broma. Juncal se extasiaba encontrando tanta sencillez y llaneza en aquel hombre cuya superioridad intelectual, social y hasta psíquica le había subyugado desde el primer instante.

—Vamos —pensaba para su capote—, que aunque fuese mi hermano no estaría más contento de tenerle aquí. Y todo cuanto dice me convence… No sé disputar con él, ¡qué rábano! —Echose el sombrero atrás con un papirotazo del dedo cordial sobre la yema del pulgar, ademán muy suyo cuando quería explicar detenidamente alguna cosa, y añadió:—Mire usted, así que conozca al cura de Ulloa y le compare con los demás… Se quita la camisa por dársela a los pobres: no alza los ojos del suelo: dicen que hasta trae cilicio… Apenas quiere cobrar a los feligreses ni oblata, ni derechos, ni nada, y su criado (porque ese no entiende de amas ni de bellaquerías) está que trina, como que les falta a veces hasta para arrimar el puchero a la lumbre.

—Bien, ese ya es un santo —repuso Gabriel—. ¡Si abundase tal género, qué mayor milagro! Pero en general, ¿qué va usted a exigirle, señor don Máximo, a una clase tan mal retribuida? ¿Qué instrucción, dice usted? ¿Sabe usted lo que cuesta la carrera de un seminarista? Una futesa, porque si costase mucho, la Iglesia no podría sostenerlos… ¡Instrucción! ¿Dónde se recluta la clase sacerdotal? Entre los labriegos o los muchachos más pobres de las poblaciones. La clase media, que es la cantera de que se extraen hoy los sabios, buena gana tiene de enviar al seminario sus hijos… Los manda a las universidades, y de allí, si puede, al Parlamento, caminito del Ministerio, o al menos del destino pingüe… En las clases altas, por milagro aparece una vocación al sacerdocio: ¡los tiempos no son de fe! La aristocracia es devota, mas no lo bastante para producir otro duque de Gandía. Y los pocos que se inclinan a la Iglesia, van a las órdenes, en particular a los jesuitas. Así y todo, nuestro episcopado, señor de Juncal, le aseguro a usted que compite con cualquiera de Europa, en luces y en piedad… Y nuestro clero parroquial, aunque algo atrasado y díscolo, posee virtudes y cualidades que no son de despreciar.

—Es usted… —preguntó Juncal con la cara más afligida del mundo— es usted… neocatólico, por lo visto.

—No, nada de eso —respondió apaciblemente Gabriel—. Soy, platónicamente hablando, avanzadísimo; tengo ideas mucho más disolventes que las de usted solamente… Pero ¡qué limoneros tan hermosos!

Tomó una rama y respiró con delicia los cálices blancos, de pétalos duros como la cuajada cera.

—Estoy encantado con mi tierra, don Máximo… Es de los países más poéticos y hermosos que se pueden soñar. Yo no conocía ni esa parte de Vigo, tan pintoresca, tan amena, ni esto de aquí; y lo poco que ya he visto, me seduce… El suelo y el cielo, una delicia; el entresuelo… gente amable y cariñosa hasta lo sumo; las mujeres parece que le arrullan a uno en vez de hablarle.

—¿Mecha otra vez?

—Gracias, no fumo más. ¿Vamos a saludar a la señora? Aún no le hemos dado los buenos días.

—Catalina apreciará tanto… Pero a estas horas… va en el molino, de seguro. Así que alistó el chocolate, le faltó tiempo para recrearse con aquel barullo de dos mil diablos que arman las parroquianas…

Una mariposilla blanca, la vanesa de las coles que abundaban por allí, vino revoloteando a posarse en el sombrero de Juncal. Don Gabriel tendió los dedos índice y pulgar entreabiertos, para asirla de las alas. La mariposa, como si olfatease aquellos amenazadores dedos, voló con gran rapidez, muy alto, entre la radiante serenidad matutina. Don Gabriel la siguió con los ojos estirando el pescuezo, y el médico reparó en lo bien cuidada (sin afeminación) que traía la barba el comandante. Cada pormenor acrecentaba la simpatía en el médico, que estancado en la cultura de los años universitarios, arrinconado en un poblachón, olvidado ya, a fuerza de bienestar material y de pereza mental, de sus antiguas lecturas científicas, y sus grandes teorías higiénicas, conservaba no obstante la facultad de respetar y admirar, en un grado casi supersticioso, cuando veía en alguien la plenitud de circulación y el oxígeno intelectual que él había ido perdiendo poco a poco. Además, ¡era tan cortés, resuelto, despejado y afable aquel señor!

Gabriel permanecía con los ojos medio guiñados, como cuando seguimos un objeto distante. Sin embargo, la mariposa había desaparecido hacía tiempo. El artillero se volvió de repente.

—Don Máximo, ¿me hará usted el favor de contestar francamente a varias preguntas que tengo que hacerle?

—Señor de Pardo, por Dios… Me manda y yo obedezco. En cuanto le pueda servir…

—Pensaba entenderme con el abad de Ulloa; pero por la descripción que usted me hace de él, temo… ¿cómo diré?… temo que sea uno de esos seres angelicales, pero inocentes y pacatos, que no le sacan a uno de dudas… y que además, por lo mismo que son buenos, conocen mal a la gente que les rodea. (A medida que hablaba don Gabriel, aprobaba más enérgicamente con la cabeza el médico, murmurando —¡por ahí, por ahí!). Usted es un hombre inteligente y honrado, Juncal…

Ruborizose este como se ruborizan los morenos, dorándosele la piel hasta por las sienes, y con algo atragantado en la nuez, murmuró:

—Honrado… eso sí… Me tengo por honrado, señor don Gabriel. Tanto como el que más.

—Pues yo fío en usted enteramente. Sepa que he venido aquí con objeto de casarme…

Abrió Juncal dos ojos tamaños como dos aros de servilleta.

—… Con mi sobrina, la señorita de Moscoso.

—¿La señorita de Moscoso? —exclamó el médico apenas repuesto de la sorpresa—. ¿Qué me dice, don Gabriel? ¿La señorita Manolita? ¡No sabía ni lo menos!

—Ya lo creo —repuso Gabriel soltando la risa—. Como que tampoco lo sabía yo mismo pocos días hace; ni lo sabe nadie aún. Es usted la primera persona a quien se lo cuento.

Juncal sintió dulce cosquilleo en la vanidad, y aturrullado de puro satisfecho, trató de formular varias preguntas, que Gabriel atajó adelantándose a ellas.

—Diré a usted, para que comprenda mi propósito, que la persona a quien más quise yo en el mundo fue mi pobre hermana Marcelina, la que casó con don Pedro Moscoso; y si hay cielo —aquí le tembló un poco la voz a don Gabriel—allí debe estar pidiendo por mí, porque fue una… már… una santa. Al morir me dejó encargada su hija; no lo supe hasta que mi padre falleció. Yo me encuentro hoy libre, no muy viejo aún, sin compromisos ni lazos que me aten, con regular hacienda y deseoso del calor de una familia. Teniendo Manolita padre como tiene, un tío… no está autorizado para velar por ella. Un marido, es otra cosa. Si no le repugno a mi sobrina y quiere ser mi mujer… Estoy determinado a casarme cuanto antes.

Oía Juncal, y poniendo las manos en los hombros del artillero, respondió vagamente, cual si hablase consigo mismo:

—En efecto… no hay duda que… Realmente, ¿quién mejor? La verdad es…

Miró don Gabriel, sonriéndose de alegría, al médico. Su corazón se dilataba dulcemente con la confidencia, y se le ocurría que por la serena atmósfera revoloteaba un porvenir dichoso, columpiado en el espacio infinito, como la mariposilla blanca, que una superstición popular cree nuncio de dicha. Clavó sus ojos garzos en el médico: la luz del día hacía centellear en ellos filamentos de derretido oro. Se había guardado los quevedos en el bolsillo, y parpadeaba como suelen los miopes cuando la claridad les deslumbra.

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