Los pazos de Ulloa (44 page)

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Authors: Emilia Pardo Bazán

Tags: #Clásico

BOOK: Los pazos de Ulloa
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—Francamente, Juncal, no conozco a mi sobrina Manuela ni sé… ¿Cómo es?

—El retrato de su difunta madre, que esté en gloria —respondió muy cristianamente el tremendo clerófobo Juncal.

—¡De su madre! —repitió el artillero extasiado.

—Pero más buena moza, no despreciando a la pobre señorita… La madre era… algo bisoja y delgada… Ésta mira derecho, y tiene unos ojazos como moras maduras… Alta, carnes apretaditas, morena con tanto andar al sol… buenas trenzas de pelo negro… y bien constituida. No digamos que sea una chica hermosísima, porque no tiene las perfecciones allá hechas a torno; pero puede campar en cualquier parte… Vaya si puede.

—Si se parece a Nucha, para mí ha de ser un serafín, don Máximo.

—Y a usted se parece también, no se ría, señor de Pardo… Ya sabe que a usted lo saqué yo ayer en el coche, por su hermana.

—Siempre hay eso que se llama aire de familia… Don Máximo, mire usted que aún no he empezado, como quien dice, a preguntar lo que quiero saber. Yo he sido franco con usted, ¿usted lo será conmigo?

—No faltaba más. Aunque me fuera la vida en responder.

—Diga usted. Mi cuñado…

- X -

Juncal terminó la semblanza y biografía de don Pedro Moscoso y Pardo de la Lage, conocido por marqués de Ulloa, con las siguientes filosóficas reflexiones:

—No todos sus defectos hay que imputárselos a él, sino (hablemos claro) a la crianza empecatada que le dieron… Sería mejor que se educase él solito o con los perros y las liebres, que en poder de aquel tutor tan animal, Dios me perdone… y tan listo para sus conveniencias… ¡Y se llamaba como usted, don Gabriel!

El comandante sonrió.

—Maldito lo que se parecen… Como iba diciendo, yo, hace años, muchos años, que no pongo los pies en los Pazos de Ulloa; desde aquellas elecciones dichosas en que anduve contra don Pedro… Porque lo primero de todo son las ideas y los principios, ¿verdad, don Gabriel?

—Sin duda, sobre todo cuando uno los ha pesado y examinado y está seguro de su bondad —respondió el artillero.

—Tiene usted razón. A veces se calienta la cabeza, y hace uno disparates… pero en fin, yo soy liberal desde que nací, y en vez de enfriar con los años, me exalto más.

—¿Dice usted que no va usted por allí? ¿Cómo anda de salud… mi cuñado?

—Regular… está muy grueso y padece bastante de la gota, como el difunto tío, por lo cual dicen que gasta muy mal humor, y que ha perdido la agilidad, de manera es que no puede salir a caza como antes.

—Y… ¡acuérdese usted de que me ha prometido ser franco! ¿Y… esa mujer que tiene en casa?

—Mire usted, como yo no voy por allí… con repetirle lo que se cuenta… y unos hablan de un modo y otros de otro; pero yo me atendré a lo que dicen los más formales y los que acostumbran ir a los Pazos. Usted ya sabe que tal mujer estaba en la casa antes de casarse su señor cuñado; enredados los dos, por supuesto, y el padre siendo el verdadero mayordomo y en realidad el dueño de la casa, aunque por plataforma trajeron allí al infeliz del cura de Ulloa, que no sirve para el caso… Había un chiquillo precioso, y pasaba por hijo del marqués. Pero resultó que después de la boda de don Pedro, la muchacha por su parte se empeñó en casarse con un paisano de quien estaba enamoradísima, y a quien le colgó, ¿usted se entera?, el milagro del rapaz. Este paisano, que ahora anda hecho un caballero, siempre de tiros largos, se llama el Gallo de apodo, y nadie le conoce sino por el apodo o por el Gaitero de Naya, porque lo fue; y el remoquete de Gallo se lo pusieron sin duda por lo bien plantado y arrogante mozo, que lo es, mejorando lo presente. Un poco antes mataron al padre de la muchacha…

—¿No le asesinaron por una cuestión electoral?

—Justo… Según eso ¿está usted en autos?

—Uno que venía conmigo en la berlina… el Arcipreste no… el otro…

—¿Trampeta?

—Pequeño, vivaracho, entrecano…

—El mismo. Pues le contó verdad. Al gran pillastre de Primitivo me lo despabilaron de un trabucazo, en venganza de que los había vendido a última hora, tanto que les hizo perder la elección (Juncal bajó la voz involuntariamente). ¿Ve usted aquellas tapias, pasadas las primeras… donde asoman las ramas de un cerezo con fruta? Pues son las del huerto de
Barbacana
, el cacique más temible que hubo en el país… Dicen que ese ordenó la ejecución, aunque el verdugo fue una especie de facineroso que anda siempre a salto de mata, de aquí a Portugal y de Portugal aquí…

Gabriel meditaba, sepultando la quijada en el pecho. Luego se caló distraídamente los quevedos.

—Así somos, amigo Juncal… Un país imposible, en ese terreno sobre todo. Antes que aquí se formen costumbres en armonía con el constitucionalismo, tiene que ir una poca de agua a su molino de usted… Decía cierto hombre político que el sistema parlamentario era una cosa excelente, que nos había de hacer felices dentro de setecientos años… Yo entiendo que se quedó corto. Al caso; dígame todo lo concerniente a la historia…

—Hoy en día, a
Barbacana
ya lo llevan acorralado, y se cree que trata de levantar la casa e irse a morir en paz a Orense… Porque va viejo, y no le dejan respirar sus enemigos. El que vino con usted, Trampeta, con el aquel de protegido de Sagasta, es ahora quien sierra de arriba… En fin, todo ello para nuestro cuento importa un comino. Así que mataron al padre, la muchacha se casó con su Gallo y cuando se creía que el marqués los iba a echar con cajas destempladas, resulta que se quedan en la casa, ellos y el rapaz, y que está su señor cuñado contentísimo con tal muñeco… Esto fue antes, muy poco antes de morir la señorita, su hermana…

Gabriel suspiró, juntando rápidamente el entrecejo.

—No había quedado nada fuerte desde el nacimiento de la niña: yo la asistí, y necesité echar mano de todos los recursos de la ciencia para que…

—¿Usted asistió a mi hermana? —exclamó el artillero, cuyos ojos destellaron simpatía, casi ternura, humedeciéndose con esa humedad que es como el primer vaho de una lágrima antes de subir a empañar la pupila.

—Entonces, sí señor; que después, como dije a usted, el marqués hizo punto en no volverme a llamar… La pobre señora se quedó, según dicen, como un pajarito; se le atravesaron unas flemas en la garganta…

Los ojos de Gabriel, ya secos, ardientes y escrutadores, se posaron en Juncal.

—Don Máximo, ¿cree usted en su conciencia que mi hermana murió de muerte natural? —pronunció con tal acento, que el médico tartamudeaba al contestar:

—Sí señor… ¡sí señor!, ¡sí señor! Puedo atestiguarlo con sólo una vez que la vi en la feria de Vilamorta, donde estaba comprando no sé qué, allá unos seis meses antes de la desgracia. La fallé y dije: (puede usted creerme como estamos aquí y Dios en el cielo). —No dura medio año esta señorita—. (Pasose Gabriel la mano por la frente). Don Gabriel —prosiguió el médico—, ¿qué le hemos de hacer? Su hermana era delicada; necesitaba algodones; encontró tojos y espinas… De todas las maneras, ella siempre fue poquita cosa… Volviendo a la niña, no digamos que su padre la maltrate, pero apenas le hace caso… Él contaba con un varón, y recuerdo que cuando nació la pequeña, ya renegó y echó por aquella boca una ristra de barbaridades… Al que adora es al chiquillo de la Sabel. Si lo querrá, que hasta que se ha empeñado en que estudie, y lo manda a Orense al Instituto, y piensa enviarlo a Santiago a concluir carrera… El muchacho anda lo mismo que un mayorazgo: su buen reloj de oro, su buena ropa de paño, la camisola fina, el bastoncito o el látigo cuando va a las ferias… y yegua para montar, y dinero en el bolsillo…

Asió Juncal con misterio la solapa de la americana de don Gabriel, y arrimando la boca a su oído susurró:

—Dicen que le quiere dejar bajo cuerda casi todo cuanto tiene…

En vez de fruncir el ceño el artillero, despejose su encapotada fisonomía, y contestó en voz serena:

—Ojalá. ¿Se admira usted de mi desinterés? Pues no hay de qué. Es cierto que considero obligación del hombre sostener la familia que crea al casarse; pero no soy de esos tipos que tanto les gustan a los autores dramáticos de ahora, que no se casan con una mujer de quien están perdidamente enamorados, sólo porque es rica. En el caso presente me alegro, porque cuantas menos esperanzas de riqueza tenga mi sobrina, más fácilmente se avendrán a dármela, a mí que no he de exigir dote… Confieso que tenía yo mis miedos de que me diese calabazas mi señor cuñado. Verdad es que como no me las dé Manolita, soy abonado hasta para robarla… ni más ni menos que en las novelas de allá del tiempo del rey que rabió.

Miró Juncal la fisonomía del artillero, a ver si hablaba en broma o en veras. Revelaba cierta juvenil intrepidez, y la resolución de poner por obra grandes hazañas, a pesar de los blancos hilos sembrados por la barba y el pelo que escaseaba en las sienes.

—Si ella no me quiere… y bien puede ser, que al fin soy viejo para ella… (Juncal hizo con manos y rostro furiosos signos negativos)… entonces, no habrá rapto. De todos modos, por cuestión de cuartos, no se ha de deshacer la boda: yo lo fío. Aparte de que, siendo ese chico hijo del marqués, natural me parece que le toque algo de la fortuna paterna.

—¿Quién sabe de quién es el chico? Y es como un pino de oro.

—¿Más lindo que mi sobrina? Mire usted que voy a defender, sin haberla visto, como el ingenioso hidalgo, que es la más hermosa mujer de la tierra.

—De fea no tiene nada: pero de vestir, la traen… así… nada más que regular. Muchas veces no se diferencia de una costurerita de Cebre… Vamos, la pobre tuvo poca suerte hasta el día.

—A arreglar todo eso venimos —contestó Gabriel levantándose, como deseoso de echar a andar sin dilación en busca de su futura esposa. Su huésped le imitó.

—Entonces, ¿a qué hora de la tarde quiere usted salir para la rectoral de Ulloa? —preguntó muy solícito.

—He mudado de plan; ya no voy… Iré dentro de un par de días a saludar al señor cura. Tengo por usted cuantos informes necesito, y puedo presentarme hoy mismo en los Pazos de Ulloa sin inconveniente alguno.

—¿Le corre tanta prisa?

—¿Qué quiere usted? Cuando uno está enamorado…

Juncal se rió, y volvió a mirar a su interlocutor, gozándose en verle tan animoso. El sol ascendía, la proyección de sombra de las tapias y el emparrado empezaba a acortarse. Por la puerta del huerto asomó una figura humana inundada de luz, de frescura y color: era una mujer, Catuxa, con el delantal recogido y levantado, lleno de ahechaduras de trigo que arrojaba a puñados en torno suyo chillando agudamente: —Pitos, pitos, pitos… pipí, pipí, pipí…—. Seguíanla los pollos nuevos, amarillos como canarios, con sus listos ojillos de azabache, con sus corpezuelos que aún conservaban la forma del cascarón, columpiados sobre las patitas endebles. Detrás venía la gallina, una gallina pedreña, grave y cacareadora, honrada madre de familia, llena de dignidad. A la nidada seguía una horda confusa de volátiles: pollos flacos y belicosos, gallinas jóvenes muy púdicas y modestas, muy sumisas al hermosísimo bajá, al gallo rojizo con cresta de fuego y ojos de ágata derretida, que las custodiaba y les señalaba con un cacareo lleno de deferencia el sustento esparcido, sin dignarse probarlo. Don Gabriel se detuvo muy interesado por aquel cuadro de bodegón, que rebosaba alegría. El gallo le recordó el mote del marido de Sabel y, por inevitable enlace de ideas, los Pazos de Ulloa. Y al pensar que estaría en ellos por la tarde y conocería a la que ya nombraba mentalmente su novia, la circulación se le paralizó un momento, y sintió que se le enfriaban las manos, como sucede en los instantes graves y decisivos.

—¡Fantasía, fantasía! —pensó—. Cuidadito… ¡no empieces ya a hacer de las tuyas!

- XI -

Antes de salir de Cebre a caballo, rigiendo una yegua y una mulita, detuviéronse cortos momentos Juncal y don Gabriel en el alpendre o cobertizo del patio del mesón donde remudaba tiro la diligencia. Yacían allí las víctimas del siniestro, una mula con una pata toda entablillada, y no lejos, sobre paja esparcida, cubierto por una manta, temblando aún de la bárbara cura que acababan de hacerle, el infeliz delantero, no menos entablillado que la mula. A su cabecera (llamémosle así) estaba el facultativo, que no era sino el famoso señor Antón, el algebrista de Boán. Máximo dio un codazo a don Gabriel, advirtiéndole que reparase en la peregrina catadura del viejo, el cual no se turbó poco ni mucho al encontrarse cogido infraganti delito de usurpación de atribuciones; saludó, sacó de detrás de la oreja la colilla, y empezó a chuparla, a vueltas de inauditos esfuerzos de su barba, determinada a juntarse de una vez con la nariz.

Miró Gabriel al pobre mozo que gemía, con los ojos cerrados, la cabeza entrapajada y una pierna tiesa del terrible aparato que acababan de colocarle, y consistía en más de una docena de talas o astillas de cañas de cortas dimensiones, defensa de la bizma de pez hirviendo que le habían aplicado. La criada y el amo del mesón se limpiaban aún el sudor que les chorreaba por la frente, cansados de ayudar a la operación de la compostura tirando con toda su fuerza de la pierna rota hasta hacer estallar los huesos, a fin de concertar las articulaciones, mientras el paciente veía todos los planetas, incluso los telescópicos.

—Mire si tenía razón —murmuró Máximo—. Estoy ahí a la puerta, y han preferido mandar llamar a éste de más de tres leguas… Es verdad que él ha curado de una vez al muchacho y a la mula, cosa que yo no haría.

Gabriel observaba al algebrista como se observa un tipo de cuadro de género, de los que trasladó al lienzo para admiración de las edades el pincel de Velázquez y Goya.

—Me gustaría darle palique si no tuviésemos el tiempo tan tasado—indicó al médico.

—¡Bah! No tenga miedo, que al señor Antón se lo encontrará usted a cada paso por ahí… Raro es que pase un mes sin que dé vuelta por los Pazos: como hay mucho ganado…

Antes de ponerse en camino, don Gabriel sacó de la petaca algunos cigarros, que tendió al atador. Tomolos este con su flema y reposo habituales; y arrojando la ya apurada colilla, se tocó el ala del grotesco sombrero, mientras con la izquierda cogía el vaso colmado de vino que le brindaba la mesonera.

Los jinetes refrenaron el primer ímpetu de sus cabalgaduras, a fin de no cansarlas ni cansarse, y adoptaron una ambladura pacífica. Era la tarde de esas del centro del año, que en los países templados suelen ostentar incomparable magnificencia y hermosura. Campesinos aromas de saúco venían a veces en alas de una ligerísima brisa, apenas perceptible. La yegua de Juncal, que montaba el comandante, no desmentía los encomios de su dueño. Regíala Gabriel con la diestra, y bien pudiera dejarle flotar las riendas sobre el pescuezo, pues aunque lucia y redondita de ancas, gracias al salvado de Catuxa, era la propia mansedumbre. Sólo se permitía de rato el exceso de torcer el cuello, sacudir el hocico y rociar de baba y espuma los pantalones del jinete; pero aun esto mismo lo hacía con cierta docilidad afectuosa.

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