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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (106 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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–Yo, Dalanar, jefe de la Primera Caverna de los lanzadonii, hablo en nombre de esta pareja, y me complace que Joplaya y Echozar sigan viviendo en la Primera Caverna de los lanzadonii –dijo el jefe para acabar–. Les doy la bienvenida.

A continuación se volvió de cara a la gente reunida detrás de él entre el público, el resto de los lanzadonii que habían viajado hasta la Reunión de Verano de los zelandonii para contribuir a sancionar el emparejamiento.

–Nosotros, de la Primera Caverna de los lanzadonii, les damos la bienvenida –dijeron todos al unísono.

Entonces la Primera extendió los brazos como si quisiera abarcarlos a todos.

–Cavernas de los zelandonii y los lanzadonii –comenzó con un tono que reclamaba atención–, Echozar y Joplaya se han escogido mutuamente. Ha quedado acordado y han quedado aceptados por la Primera Caverna de los lanzadonii. ¿Qué decís de esta unión?

Una parte considerable de la concurrencia contestó afirmativamente, pero hubo una porción que dijo «No».

La Zelandoni quedó atónita y, por un instante, no supo qué decir. Nunca había oficiado una ceremonia de emparejamiento que no fuera secundada por todos los presentes. Cuando había objeciones, se resolvían siempre con antelación. Ésa era la primera vez que oía un «No» del público. Dalanar y Jerika quedaron desconcertados, y muchos de los lanzadonii miraron alrededor. En su mayoría parecían incómodos; algunos estaban indignados. La Primera decidió pasar por alto el «No» y proseguir con la ceremonia como si no lo hubiera oído.

–Doni, la Gran Madre Tierra, aprueba esta unión de sus hijos. Ya ha bendecido a Joplaya –dijo. Les indicó que extendieran los brazos.

Tras una breve vacilación, Joplaya y Echozar ofrecieron sus manos a la Primera, que les rodeó sus muñecas con una correa de piel y ató el nudo.

–Se ha atado el nudo. Estáis emparejados. Que Doni os sonría por siempre. –Ellos se volvieron de cara a la gente, y la Zelandoni anunció–: Ahora son Joplaya y Echozar de la Primera Caverna de los lanzadonii.

–¡No! –gritó alguien entre el público–. No ha de permitirse. No está bien. Él es una abominación.

Varias personas reconocieron la voz. Era Brukeval. La Primera intentó de nuevo pasar por alto la protesta, pero otra voz se sumó a la de Brukeval.

–Tiene razón. No deberían emparejarse. Él es medio animal –dijo Marona.

«Puedo entender a Brukeval, pero a Marona esto le trae sin cuidado, pensó la Zelandoni de la Novena. Ella sólo quiere causar problemas. ¿Acaso intenta vengarse de Jondalar y Ayla humillando a la prima de él?»

A continuación se unió a la queja una tercera voz, ésta procedente de la zona ocupada por la Quinta Caverna.

–Tienen razón. Los zelandonii no deberían aprobar este emparejamiento.

Era un hombre que había intentado incorporarse a la zelandonia, pero había sido rechazado. Por lo visto, los descontentos aunaban sus fuerzas para crear conflictos. Otros expresaron opiniones similares, incluido Laramar. La Zelandoni también reconoció su voz. «¿Por qué alborota Laramar?, se preguntó la donier. Algunos basan sus quejas en creencias firmes, pero a él todo le da igual.»

–Quizá deberías reconsiderar este emparejamiento, Zelandoni –gritó otra voz. Era Denanna, la jefa de la tres heredades de la Vigésimo novena Caverna.

«He de poner freno a esto», se dijo la Primera.

–¿Por qué sugieres eso, Denanna? Estos dos jóvenes han hecho su elección, y ha sido aceptada por su caverna. No entiendo vuestras objeciones.

–Pero tú también pides nuestra aprobación –dijo Denanna.

–Y la mayoría de los zelandonii ha aceptado la unión. Conozco muy bien a cada uno de los que han planteado objeciones a este emparejamiento. –La Zelandoni dirigió la mirada hacia la pendiente abarrotada, y aquellos que protestaban tuvieron la sensación de que los miraba directamente a ellos–. La mayoría tiene sus propias razones; las de algunos no guardan relación con esta pareja, y aunque hay quienes realmente tienen opiniones sólidas sobre este asunto, no veo razón alguna para que esos pocos perturben el desarrollo de esta ceremonia, ofendan a los lanzadonii y avergüencen a los zelandonii. Joplaya y Echozar están emparejados. Cuando hayan superado el período de prueba, su emparejamiento quedará ratificado. No hay más que hablar al respecto. Es hora de la procesión y el banquete.

Hizo una seña a los zelandonia, que organizaron a las parejas recién unidas y las guiaron alrededor de la hoguera, que empezaba a perder intensidad. Después de que dieron cinco vueltas completas al fuego los condujeron hacia la zona donde se servía la comida para iniciar el banquete y la celebración, pero para entonces se había desvanecido la sensación de júbilo propia de una ceremonia matrimonial.

Se empezaron a cortar las ancas de uro que se habían estado haciendo a la brasa todo el día ensartadas en espetones. Otras porciones de carne, en algunos casos más gruesas, se habían enterrado en hoyos revestidos de piedras calientes, junto con ciertas raíces. Había asimismo un caldo llamado «sopa verde», que contenía flores de lirio de día, junto con botones y raíces de la misma planta, más cacahuetes, verduras, brotes nuevos de helecho, cebollas y, para dar sabor, algunas hierbas. Era un plato tradicional en el banquete de la primera ceremonia matrimonial. Raíces maduras de lirio de día y enea, machacadas para eliminar las fibras, se mezclaban con semillas de amaranto, secas y molidas en forma de harina, y la masa resultante se cocía para obtener una especie de pan duro y plano que acompañaba a la sopa.

Ayla conocía ya las pequeñas bayas con forma de corazón que crecían cerca del suelo y estaban cubiertas de semillas diminutas; vio encantada las fresas recién cogidas apiladas en cuencos. Algunas de éstas, recolectadas antes y ya un poco reblandecidas, se cocían para elaborar una especie de compota junto con otras varias frutas, y una planta de gruesos tallos rojizos, cuyas largas hojas siempre se cortaban y eliminaban. Los tallos acres añadían una agradable acidez a las bayas y frutas, pero las hojas podía resultar nocivas. Había asimismo tallos de laureola sazonados con sal procedente de las Grandes Aguas del Oeste, y odres llenos de la barma de Laramar.

A medida que avanzaron los festejos y se consumió más cantidad de aquella bebida fermentada, disminuyó la tensión. Jondalar, con los ojos brillantes, dio las gracias afectuosamente a Dalanar por venir desde tan lejos para acudir a su emparejamiento.

–Habría venido sólo por ti, pero vinimos también por Joplaya y Echozar. Lamento que su ceremonia haya tenido un final desagradable. Me temo que les han estropeado el emparejamiento, y quizá no sólo a ellos, sino también a todos los demás –dijo el hombre.

–Siempre hay unos cuantos que intentan aguar la fiesta a los demás, pero ya no tendremos que volver a las Reuniones de Verano de los zelandonii para que se emparejen nuestros jóvenes. Ahora tenemos a nuestra propia Lanzadoni –declaró Jerika.

–Eso está muy bien –dijo Jondalar–, pero espero que vengáis igualmente de vez en cuando. ¿Quién es?

–Lanzadoni, ya lo sabes –bromeó Dalanar, con una sonrisa–. Se supone que renuncian a su individualidad y pasan a ser uno con su pueblo, pero he observado que utilizan las palabras de contar para nombrarse, y las palabras de contar tienen más poder que los propios nombres. Era la Primera Acólita de la Zelandoni de la Segunda Caverna. A partir de ahora se llamará Lanzadoni de la Primera Caverna de los lanzadonii.

–La conozco –dijo Ayla–. Nos guio a la Profundidad de la Roca de la Fuente cuando fuimos a ayudar a la Zelandoni a encontrar el espíritu de tu hermano. ¿Te acuerdas, Jondalar?

–Sí. Creo que será una excelente Lanzadoni. Está muy entregada a su labor y es una buena curandera, según me han dicho –comentó Jondalar.

A medida que avanzó la velada, las parejas recién unidas fueron pronunciando las últimas palabras que dirigirían a amigos y parientes hasta pasados catorce días. Para algunos, resultaba extraño; era algo así como decir adiós sin marcharse. Las cavernas celebrarían individualmente banquetes menores cuando las parejas volvieran al redil después del período de prueba. Entonces recibirían los regalos para iniciar su nueva vida juntos. Los emparejamientos no se reconocían plenamente hasta después del período de prueba, ya que en ese momento serían libres de separarse si lo deseaban. Aunque las parejas solían marcharse temprano, para los demás el festejo continuaría hasta el amanecer.

Cuando Ayla y Jondalar se iban, tuvieron que aguantar los chistes y comentarios groseros de unos cuantos bromistas que los siguieron un trecho, en su mayoría jóvenes que se habían excedido con la barma de Laramar. Muchos de ellos no conocían a Jondalar, salvo de oídas. Inició su viaje cuando ellos aún eran unos niños. La mayor parte de los amigos de su edad no se dedicaba ya a importunar a las parejas que acababan de aceptar el compromiso. Estaban ya emparejados, y con uno o más hijos en sus hogares.

Jondalar cogió una de las antorchas que se habían utilizado para iluminar el área de la ceremonia a fin de alumbrarse el camino y encender el fuego cuando llegaran. Caminaron pendiente arriba por la orilla del riachuelo y se detuvieron a beber en el manantial. Ayla no sabía adónde iban. Cuando llegaron al lugar vio plantada la misma tienda que habían utilizado a lo largo del viaje. Ayla sintió una punzada de nostalgia al verla una vez más. Se alegraba de que el largo viaje hubiera terminado, pero nunca lo olvidaría. Oyó un relincho de bienvenida y sonrió a Jondalar.

–¡Has traído a los caballos! –exclamó sonriendo de satisfacción.

–He pensado que podríamos ir a montar por la mañana –dijo él levantando la antorcha para que ella viera a los animales.

La hoguera estaba ya preparada y a punto, así que Jondalar sólo tuvo que acercar la antorcha para encenderla. Luego fueron a saludar a la yegua y el corcel. Jondalar y Ayla estaban habituados a trabajar juntos ocupándose de distintas tareas, pero tener las manos atadas les hacía difícil incluso atender a los caballos, porque se tropezaban e importunaban uno al otro.

–Quitémonos la correa –propuso Jondalar–. Ha sido una gran alegría ponérmela, pero ahora agradecería poder desprenderme de ella.

–Sí, pero sirve para recordarnos que debemos prestarnos atención el uno al otro.

–Yo no necesito nada para acordarme de que debo prestarte atención, y menos esta noche en particular.

Ayla se agachó y entró en el familiar habitáculo, manteniendo la mano atrás y en alto para que él pudiera seguirla. Él encendió un candil de piedra con la antorcha y luego la tiró a la hoguera. Cuando Jondalar miró hacia el interior de la tienda, Ayla estaba sentada en las pieles de dormir extendidas en la tierra, encima de un saco de cuero que él había rellenado cuidadosamente de hierba seca. Se detuvo un momento y contempló a la mujer con quien acababa de emparejarse.

La tenue luz del candil hacía danzar la sombra de Ayla detrás de ella, y la pequeña llama se reflejaba en su pelo arrancándole destellos. Jondalar vio la túnica amarilla, abierta por delante para revelar los pechos llenos y turgentes, con el hermoso colgante de ámbar entre ellos. Pero faltaba algo. De pronto se dio cuenta de qué era.

–¿Dónde está el amuleto? –preguntó acercándose a ella.

–Me lo he quitado –respondió Ayla–. Quería ponerme este vestido que me regaló Nezzie y el collar de tu madre, y con el amuleto no me quedaba bien. Marthona me ha dado una pequeña bolsa de cuero crudo sin adornos para el amuleto que me ha parecido apropiada. Se lo ha llevado ella al alojamiento y me ha sugerido que mañana vayamos a dejar la ropa que nos hemos puesto esta noche, para no cargar con ella todo el tiempo. Me preguntó si podría enseñar mi vestido de ceremonia a algunas personas, y le dije que sí; a Nezzie probablemente le encantaría que lo hiciera. Cuando vayamos al alojamiento, recuperaré el amuleto. Nunca me había separado de él desde que el clan me adoptó, y me siento extraña si no lo llevo.

–Pero tú ya no perteneces al clan –dijo Jondalar.

–Lo sé, ni volveré a pertenecer a él nunca más. Me maldijeron, y no puedo regresar, pero el clan siempre formará parte de mí, y nunca lo olvidaré. Iza me hizo el primer amuleto y luego me pidió que eligiera un trozo de ocre rojo para guardarlo dentro… Ojalá hubiera podido estar aquí. Se habría llevado una gran alegría. Todas las cosas que contiene el amuleto son importantes para mí; marcan momentos decisivos de mi vida. Me las ha dado mi tótem, el espíritu del León Cavernario, que siempre me ha protegido. Si perdiera el amuleto, moriría –afirmó con absoluta certeza.

Jondalar comprendió entonces lo importante que era para Ayla el haberse unido a él si había accedido a quitarse el amuleto para la ceremonia; pero no le gustaba la idea de que creyera que moriría si llegaba a perderlo.

–¿No es eso una simple superstición? ¿La superstición del clan?

–No más que vuestro elandon, Jondalar –repuso Ayla–. Marthona lo ha admitido. El amuleto contiene mi espíritu; es a través de él como puede encontrarme mi tótem. Cuando me adoptó el Campamento del León, no anuló mi vida anterior con el clan; se sumó a ella. Por eso Mamut añadió mi tótem a mi nombre formal. Ahora me he convertido en miembro de la Novena Caverna, pero eso no cambia el hecho de que todavía soy Ayla de los mamutoi. Sencillamente se ha alargado mi nombre –explicó, y sonrió–. Ayla de la Novena Caverna de los zelandonii, antes del Campamento del León de los mamutoi, hija del Hogar del Mamut, elegida por el espíritu del León Cavernario, protegida por el Oso Cavernario, amiga de dos caballos y Lobo… y emparejada con Jondalar de la Novena Caverna de los zelandonii. Si mi nombre crece mucho más, seré incapaz de recordarlo todo.

–Mientras recuerdes la última parte, «emparejada con Jondalar de la Novena Caverna de los zelandonii» –dijo él, y extendió el brazo para acariciarle un pezón, que de inmediato se contrajo y endureció.

Ayla sintió un cosquilleo de placer.

–Quitémonos la correa –repitió Jondalar–. Estorba.

Ella se inclinó sobre las muñecas de ambos e intentó deshacer los nudos con la mano izquierda, que era la que tenía libre, pero como era diestra se sintió torpe e incapaz de hacerlo. Sería mucho más fácil cortarla.

–¡Ni se te ocurra! –exclamó Jondalar–. Nunca cortaré el nudo que nos une. Quiero seguir atado a ti el resto de mi vida.

–Yo estoy atada a ti, y siempre lo estaré, con o sin correa –afirmó Ayla–, pero tienes razón. Creo que esto está planteado como desafío. Déjame ver otra vez ese nudo. –Lo examinó un momento y finalmente dijo–: Mira, si tú sujetas por ahí, yo tiraré de aquí, y creo que así se deshará.

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