Los refugios de piedra (125 page)

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Authors: Jean M. Auel

BOOK: Los refugios de piedra
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–¡Empuja! –ordenó la Zelandoni.

Ayla respiró hondo y empujó con todas sus fuerzas. Notó que la donier la ayudaba, empujando al niño a la vez que ella. Un chorro de agua caliente cayó sobre la manta.

–Bien, eso estaba yo esperando –dijo la Zelandoni.

–También yo me preguntaba cuándo rompería aguas –comentó Proleva–. Yo rompí aguas tan pronto que estaba casi seca cuando llegó la niña. Así es mejor. Ahí va otra vez.

–Ahora vuelve a empujar, Ayla –dijo la Zelandoni.

La joven obedeció y percibió movimiento.

–Ya veo la cabeza –dijo Marthona–. Estoy preparada para coger al niño.

Se arrodilló cerca de Ayla en el preciso instante en que empezaba otra intensa contracción. La muchacha tomó aire y empujó.

–¡Ya sale! –exclamó Marthona.

Ayla notó el paso de la cabeza. El resto fue fácil. Cuando el niño resbaló hacia afuera, la madre de Jondalar tendió las manos y lo cogió.

Ayla bajó la vista y vio al bebé mojado en brazos de Marthona, y sonrió. También en el rostro de la Zelandoni se dibujó una sonrisa.

–Ayla, empuja una última vez para expulsar la placenta –ordenó, tratando de ayudarla de nuevo.

Ella obedeció y vio caer en la manta una masa de tejido sanguinolento.

La Zelandoni la soltó y fue a situarse frente a la nueva madre. Proleva y Folara sostuvieron a Ayla mientras la donier cogía al bebé, le volvía cabeza abajo y le daba unas palmadas en la espalda. Se oyó el ligero sonido de un hipo. La donier golpeó a la criatura enérgicamente en los pies y observó que, sobresaltada, echaba el aire y de inmediato tomaba su primer aliento vital. Siguió un llanto casi inaudible, al principio poco más que un maullido, pero que fue en aumento a medida que los pulmones del bebé se acostumbraban a mantener la vida.

Marthona sostuvo al recién nacido mientras la donier limpiaba un poco a Ayla, enjugando la sangre y los fluidos; luego Folara y Proleva la ayudaron a volver a la cama. La Primera ató un trozo de tendón en torno al cordón umbilical del pequeño –teñido de rojo con ocre a petición de Ayla– para pinzarlo y evitar una hemorragia por el tubo aún abierto. Con una afilada hoja de sílex, cortó el cordón por encima del nudo, separando al niño de la placenta que le había proporcionado alimento y un sitio donde crecer hasta su nacimiento. El bebé de Ayla era ya una entidad aparte, un ser humano único e independiente.

Marthona y la Zelandoni limpiaron al recién nacido con una aterciopelada piel de conejo que Ayla había hecho con ese propósito. La madre de Jondalar tenía ya a punto una pequeña manta, también aterciopelada, tan suave de hecho que parecía la piel del bebé. Estaba confeccionada con la piel de un feto de ciervo poco antes de nacer. La Zelandoni había dicho a Jondalar que traería suerte al niño nacido en su hogar si le conseguía una piel así para el momento del nacimiento, y él y su hermano habían salido de caza a finales del invierno en busca de una cierva preñada.

Ayla lo había ayudado a elaborar la flexible manta con la piel fetal. A Jondalar siempre le había asombrado la suavidad de las pieles que trabajaba su compañera, cuyas técnicas había aprendido del clan, como él bien sabía. Después de trabajar con ella en la preparación de una de esas pieles, incluso a partir de una tierna piel fetal, comprendió el esfuerzo que requería. La Zelandoni dejó el bebé en la manta y a continuación Marthona lo envolvió y se lo llevó a Ayla.

Capítulo 38

–Puedes estar satisfecha –dijo Marthona, entregándole el pequeño bulto a la madre–. Es una niña sanísima.

Ayla contempló aquel diminuto retrato de sí misma.

–¡Es preciosa! –retiró el envoltorio de suaves pieles y examinó con atención a su hija recién nacida, un tanto temerosa aún de descubrir alguna deformidad pese a las tranquilizadoras palabras de Marthona–. ¡Es... preciosa! –repitió–. ¿Habías visto alguna vez una niña tan guapa?

La mujer se limitó a sonreír. Claro que había visto bebés igual de preciosos: los suyos. Pero ese bebé, la hija del hogar de Jondalar, no le parecía menos precioso de lo que le habían parecido los suyos.

–Ha sido un parto muy fácil, Zelandoni –dijo Ayla cuando se acercó la donier y las miró a las dos–. Me has ayudado mucho, pero la verdad es que no me ha costado apenas. Me alegro tanto de que sea una niña. Mira, ya busca el pecho. –Guio a la pequeña. Con la naturalidad propia de la experiencia, pensó la Zelandoni–. ¿Puede ya venir a verla Jondalar? Creo que se parece mucho a él, ¿no, Marthona?

–Enseguida podrá venir –respondió la Zelandoni mientras examinaba a Ayla y le colocaba un emplasto de piel absorbente entre las piernas–. No ha habido desgarro, ni herida de ningún tipo. Sólo la sangre para limpiar. Ha sido un buen parto. ¿Sabes ya cómo vas a llamarla?

–Sí, llevo pensándolo desde que me dijiste que tendría que elegir yo el nombre del bebé –contestó Ayla.

–Estupendo. Dímelo. Le pintaré un símbolo en esta piedra –dijo. Cogió la manta del parto donde estaba envuelta la placenta y añadió–: Luego me llevaré esto para enterrarlo antes de que la vida espiritual que aún queda en la placenta intente buscar un sitio donde habitar cerca de la vida que antes contuvo. Debo hacerlo deprisa. Después le diré a Jondalar que venga.

–He decidido llamarla… –empezó a decir Ayla.

–¡No! –la interrumpió la Zelandoni–. No pronuncies el nombre en voz alta; sólo has de susurrármelo.

Cuando la donier se inclinó sobre ella, Ayla le habló al oído. Acto seguido, la mujer se marchó. Marthona, Folara y Proleva se sentaron al lado de la nueva madre, admirando al bebé y conversando en voz baja. Ayla estaba cansada, pero se sentía feliz y relajada, y no como cuando nació Durc. Tras su primer parto, quedó exhausta y dolorida. Se adormiló, y despertó cuando la Zelandoni regresó y le entregó la piedra, ahora con enigmáticas marcas en rojo y negro.

–Guarda esto en lugar seguro, quizá en el hueco detrás de la donii –dijo.

Ayla asintió, y entonces vio asomar a alguien por la cortina de la entrada.

–¡Jondalar! –exclamó.

Él se arrodilló al lado de la plataforma de dormir.

–¿Cómo estás?

–Bien. No ha sido un parto difícil. En realidad, todo ha ido mucho mejor de lo que esperaba. Mira la niña –dijo Ayla mientras la desenvolvía para que él la viera–. ¡Es perfecta!

–Ya tienes la niña que querías –dijo él contemplando a la recién nacida y sintiéndose un poco sobrecogido–. Es tan pequeña. Y mira, incluso tiene uñitas. –De pronto, lo abrumó la idea de que una mujer diera a luz a un nuevo ser humano con todos sus detalles–. ¿Qué nombre le has puesto a tu hija?

Ayla miró a la Zelandoni.

–¿Puedo decírselo?

–Sí, ahora ya no hay peligro.

–Le he puesto a nuestra hija Jonayla, por ti y por mí, Jondalar, porque ha salido de nosotros dos. También es hija tuya.

–Jonayla –repitió él–. Me gusta el nombre. Jonayla.

A Marthona también le gustó. Ella y Proleva sonrieron con indulgencia a Ayla. No era infrecuente que las nuevas madres trataran de transmitir a sus compañeros la certidumbre de que sus hijos provenían del espíritu de ellos. Aunque Ayla no había pronunciado la palabra «espíritu», las dos creían comprender a qué se refería. La Zelandoni no estaba tan segura. Ayla tendía a decir lo que pensaba con toda precisión. Jondalar, por su parte, no tuvo la menor duda al respecto; sabía exactamente a qué se refería su compañera.

«Sería bonito que fuera verdad», pensó mientras contemplaba a la niña, que sin la manta, expuesta al aire frío, empezaba a despertarse.

–Es preciosa –dijo Jondalar–. Se parecerá a ti.

–También se parece a ti. ¿Quieres cogerla?

–No lo sé –respondió él, un tanto evasivo–. Es tan pequeña…

–No tan pequeña como para que no puedas cogerla –dijo la Zelandoni–. Vamos, te ayudare. Siéntate cómodamente.

La donier se apresuró a envolver a la niña en la manta, la levantó y se la colocó a Jondalar en los brazos, enseñándole cómo debía sostenerla.

La niña tenía los ojos abiertos y parecía mirarlo. «¿Eres mi hija?, se preguntó. Eres muy pequeña; velaré por ti y ayudaré a cuidarte hasta que crezcas.» La estrechó un poco más contra sí, invadido por un sentimiento de protección. De pronto, para su sorpresa, lo asaltó una oleada de inesperado afecto protector hacia la niña. «Jonayla, pensó. Mi hija, Jonayla.»

Al día siguiente, la Zelandoni pasó a ver a Ayla. Había estado observando y esperando un momento en que se quedara sola. La joven estaba sentada en un almohadón en el suelo, amamantando al bebé, y la Zelandoni se acomodó también en un almohadón, a su lado.

–¿Por qué no usas el banco? –dijo Ayla.

–Aquí estoy bien. No es que no pueda sentarme en el suelo; es sólo que a veces prefiero no hacerlo. ¿Cómo está Jonayla?

–Muy bien. Es buena niña –contestó la flamante madre–. Anoche me despertó, pero duerme la mayor parte del tiempo.

–Quería decirte que pasado mañana recibirá su nombre como zelandonii del hogar de Jondalar, y será anunciado a la caverna –dijo la donier.

–Estupendo. Me complacerá que sea una zelandonii y lleve el nombre del hogar de Jondalar. Eso lo completará todo.

–¿Te has enterado de lo de Relona, la compañera de Shevoran, el hombre que fue pisoteado por el bisonte poco después de tu llegada? –preguntó la Zelandoni adoptando un tono de cordial conversación.

–No. ¿Qué le ha pasado?

–Ella y Ranokol, el hermano de Shevoran, van a emparejarse el próximo verano. Él empezó ayudándola para compensarla por la pérdida de su compañero, y al final se han tomado mutuo cariño. Creo que puede ser una buena pareja.

–Me alegra saberlo. Ranokol estaba tan apenado cuando murió Shevoran. Casi parecía que se sintiera culpable. Creo que pensaba que debería haber muerto él en lugar de su hermano –dijo Ayla.

A continuación se produjo un silencio, y la joven percibió cierta expectación. Se preguntó si la Primera había ido a verla por alguna razón que aún no le había revelado.

–También quería hablar contigo de otra cosa –prosiguió finalmente la Zelandoni–. Me gustaría saber algo más sobre tu hijo. Me hago cargo de por qué no lo habías mencionado, sobre todo después de los conflictos habidos con Echozar; pero si no te importa hablar de él, hay ciertas cosas que desearía saber.

–No me importa hablar de él. A veces me muero de ganas de hablar de él –respondió Ayla.

Habló largo y tendido a la donier del hijo que tuvo cuando vivía con el clan, el niño de espíritus mixtos, de sus náuseas matinales –que se prolongaron casi todo el embarazo y le duraban la mayor parte del día–, y acerca de su doloroso parto. Ya había olvidado las molestias de dar a luz a Jonayla y, sin embargo, recordaba todavía los dolores sufridos en el parto de Durc. Habló de su deformidad a los ojos del clan, de cómo huyó ella a su pequeña caverna para salvar la vida del niño, y de su regreso pese a temer aún que lo perdería. Le contó cuánto le alegró que el niño fuera aceptado, y del nombre que Creb eligió para él, Durc, y de la leyenda de Durc, de la que procedía el nombre. Habló de su vida juntos, como madre e hijo, de las risas del niño y la satisfacción de ella por el hecho de que Durc fuera capaz de emitir sonidos como ella, y del lenguaje que empezaron a crear juntos. Y habló del momento en que lo dejó con el clan al verse obligada a irse. Hacia el final de la historia, las lágrimas apenas le permitían continuar.

–Zelandoni –dijo mirando a la mujer corpulenta y maternal–, cuando estaba escondida con él en la caverna, concebí una idea, y cuanto más pienso en ello, más convencida estoy de que es verdad. Se trata de la forma en que se inicia la vida. No creo que el origen de una nueva vida sea la combinación de espíritus. Creo que la vida empieza cuando un hombre y una mujer se aparean. Creo que los hombres inician la vida que crece dentro de las mujeres.

Era asombroso que una joven planteara una idea así, sobre todo porque nadie había dicho nunca a la Zelandoni nada semejante; pero no era una idea que le resultara del todo ajena, si bien la única persona a quien conocía que había pensado en esa posibilidad era ella misma.

–He pensado mucho en ello desde entonces –continuó Ayla–, y ahora estoy aún más segura de que la vida empieza cuando un hombre introduce su miembro en una mujer, en el sitio por donde luego saldrá el niño, y deja ahí su esencia. Creo que eso es lo que da origen a una nueva vida, no la unión de espíritus.

–¿Te refieres al momento en que comparten el don del placer de la Gran Madre Tierra? –dijo la Zelandoni.

–Sí –confirmó Ayla.

–Déjame hacerte unas preguntas. Una mujer y un hombre comparten el don de la Madre muchas veces y, sin embargo, no nacen tantos niños. Si empezara una vida cada vez que un hombre y una mujer compartieran placeres, habría muchos, muchos más niños.

–También yo me planteé eso. Es evidente que no empieza una vida cada vez que un hombre y una mujer comparten placeres, así que para que se origine la vida debe ser necesario algo más. Quizá deben compartir placeres muchas veces, o quizá han de hacerlo en momentos especiales. Tal vez la Gran Madre decide cuándo se inicia una nueva vida y cuándo no. Pero la Madre no combina sus espíritus, sino la esencia del hombre y quizá también una esencia especial de la mujer. Estoy segura de que la vida de Jonayla se inició justo después de que Jondalar y yo bajáramos del glaciar, aquella primera mañana en que despertamos y compartimos placeres.

–Dices que has pensado en eso durante mucho tiempo, pero ¿qué te llevó a pensarlo en un principio? –preguntó la Zelandoni.

–Lo pensé por primera vez cuando estaba escondida con Durc en mi pequeña caverna –contestó Ayla–. Me dijeron que debía llevármelo y abandonarlo porque era deforme. –Estaba al borde del llanto–. Pero yo lo examiné con atención, y no lo vi deforme. No se parecía del todo a ellos ni del todo a mí; en realidad, tenía algo de ellos y algo de mí. La cabeza era alargada y grande por detrás, y los arcos de las cejas muy prominentes como los de la gente del clan; pero la frente era ancha como la mía. Tenía un aspecto semejante al de Echozar, aunque posiblemente cuando crezca, su cuerpo sea más cercano al nuestro. Nunca fue tan robusto como los niños del clan, y tenía las piernas largas y rectas, no arqueadas como las de Echozar. Era una mezcla, pero era fuerte y sano.

–Echozar es una combinación de razas; su madre era del clan. Pero ¿cuándo compartiría placeres con un hombre de los nuestros? –preguntó la Zelandoni–. ¿Por qué desearía uno de los nuestros compartir placeres con una cabeza chata?

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