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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (128 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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A su pesar, Jondalar estaba fascinado.

–Mucho tiempo atrás surgimos todos de la misma gente –prosiguió Ayla–, pero más adelante nosotros cambiamos. El clan se quedó atrás, y nosotros avanzamos. Pese a su gran poder, Creb no pudo seguirme, pero vio algo, y me dijo que me marchara, que saliera de la caverna. Fue como si lo oyera dentro de mí, dentro de mi cabeza, como si me hablara. Los otros mog-ures no llegaron a saber que yo estaba allí, y él nunca se lo dijo. Me habrían matado. Las mujeres no estaban autorizadas a participar en esas ceremonias.

»A partir de entonces Creb cambió. Nunca volvió a ser el mismo. Empezó a perder su poder. Creo que ya no le interesaba dirigir las mentes. No sé cómo, pero le hice daño, y aunque desearía que nunca hubiera ocurrido, también él ejerció una gran influencia en mí. He sido distinta desde entonces. Los sueños me parecen diferentes, y a veces me asalta una extraña sensación, como si me fuera a alguna otra parte. No sé cómo explicarlo, pero algunas veces tengo la sensación de que sé lo que piensa la gente. Bueno, no es eso exactamente; más bien sé lo que sienten, cuáles son sus emociones... No sé, es difícil explicarlo, Jondalar. En todo caso, la mayor parte del tiempo consigo aislar esa sensación; pero a veces, sobre todo cuando se trata de emociones muy intensas, como en el caso de Brukeval, consiguen salir a la superficie.

Jondalar la miraba con una expresión extraña.

–¿Sabes qué estoy pensando ahora, qué pensamientos tengo en la cabeza?

–No. Nunca distingo los pensamientos exactamente. Pero sé que me amas. –Ayla vio cambiar su expresión–. Te molesta, ¿verdad? Quizá no debería habértelo dicho –masculló. Podía percibir las emociones de Jondalar con toda claridad y temió que ello le molestara. Agachó la cabeza y hundió los hombros.

Él advirtió su malestar y, de pronto, su propia inquietud se desvaneció. La cogió por los hombros y la obligó a mirarlo. La mirada de Ayla poseía una increíble profundidad, y reflejaba una tristeza y una melancolía indescriptibles.

–No tengo nada que ocultarte, Ayla. Me trae sin cuidado que sepas lo que siento o lo que pienso. Te amo y siempre te amaré.

Ella se echó a llorar; se sentía aliviada y más enamorada que nunca de Jondalar. Se irguió para besarle al tiempo que él inclinaba la cabeza y la estrechaba entre sus brazos; quería poder protegerla de todo aquello que pudiera causarle dolor. Ella se apretó contra él. Mientras tuviera a Jondalar, ninguna otra cosa tenía verdadera importancia. En ese preciso instante Jonayla empezó a llorar.

–Yo sólo quiero ser madre, y compañera tuya, Jondalar; en realidad, no quiero ser Zelandoni –dijo Ayla a la vez que iba a coger a la niña.

«Está muy asustada, pero ¿quién no lo estaría?, pensó Jondalar. A mí ni siquiera me gusta acercarme a un campo de enterramiento, y menos aún visitar el mundo de los espíritus.» La observó regresar con la niña en brazos, sus ojos todavía anegados en lágrimas, y lo asaltó un repentino sentimiento de protección y amor hacia la mujer y la niña. ¡Qué más daba si llegaba a ser Zelandoni! Para él seguiría siendo Ayla y seguiría necesitándola.

–Todo saldrá bien –le aseguró, y cogió a la niña y empezó a mecerla en sus brazos. Nunca había sido tan feliz como lo era desde el momento de su unión, en particular desde el nacimiento de Jonayla. Contempló a la pequeña y sonrió. «También yo creo que es mi hija», pensó–. Tú debes decidirlo, Ayla. Tienes razón. Aunque formes parte de la zelandonia, no significa que acabes siendo una Zelandoni. Pero si así fuera, tampoco habría inconveniente. Siempre he sabido que me unía a alguien especial, no sólo a una mujer hermosa, sino a una mujer con un raro don. Fuiste elegida por la Madre, lo cual es un honor, y Ella te lo ha demostrado honrándote en nuestra unión. Y ahora tienes una hija preciosa... Tenemos una hija preciosa. Dijiste que también es hija mía, ¿no? –dijo él intentando disipar sus temores.

A Ayla se le saltaron otra vez las lágrimas, pero sonrió.

–Sí. Jonayla es tan hija tuya como mía –afirmó, y empezó a sollozar de nuevo. Jondalar rodeó a Ayla con un brazo, mientras en el otro sostenía a la niña–. Jondalar, si algún día dejaras de amarme, no sé qué haría. Por favor, nunca dejes de quererme.

–Nunca dejaré de amarte, claro que no. Siempre te amaré. Nada me lo impedirá –declaró Jondalar, sintiéndolo en lo más hondo de su corazón, y esperando que fuera siempre verdad.

El invierno terminó, por fin. Los restos de nieve, sucios a causa del polvo que arrastraba el viento, se deshicieron, y entre sus últimos vestigios asomaron las flores moradas y blancas de las primeras matas de azafrán. Los carámbanos gotearon hasta desaparecer, y surgieron los primeros brotes verdes. Ayla pasaba mucho tiempo con Whinney. Acarreando a la niña en una manta sujeta a la espalda, paseaba tirando de la yegua o montándola a paso muy lento. Corredor estaba más brioso, e incluso Jondalar tenía dificultades para controlarlo, pero le divertía el desafío.

Whinney relinchó al verla, y ella le dio unas palmadas y la abrazó afectuosamente. Ayla tenía previsto reunirse con Jondalar y otras personas en el pequeño refugio que se encontraba río abajo. Querían extraer la savia a unos cuantos abedules; hervirían una parte de ella para preparar un suculento sirope y dejarían fermentar otra parte para elaborar una bebida ligeramente alcohólica. No era lejos de allí, pero había decidido llevar a Whinney para que hiciera ejercicio y también porque deseaba permanecer cerca de ella. Casi habían llegado cuando empezó a llover. Apremió a Whinney y notó que la yegua respiraba entrecortadamente. Ayla le palpó los flancos redondeados justo en el momento en que la yegua tenía otra contracción.

–¡Whinney! –exclamó–. Te ha llegado el momento, ¿verdad? Me pregunto cuánto tardarás en dar a luz. No estamos lejos del refugio donde debo reunirme con los demás. Espero que no te moleste tener a otras personas alrededor.

Cuando llegó al campamento preguntó a Joharran si podía llevar a Whinney al refugio de piedra porque estaba a punto de dar a luz. Él accedió de inmediato, y un repentino entusiasmo se propagó entre la gente. Aquello sería toda una experiencia. Ninguno de ellos había estado jamás cerca de una yegua durante el parto. Ayla guio a Whinney bajo el saliente de piedra.

Jondalar se acercó apresuradamente y le preguntó si necesitaba ayuda.

–No creo que Whinney necesite mi ayuda, pero quiero estar cerca de ella –contestó Ayla–. Si puedes vigilar a Jonayla, te lo agradecería. Acabo de darle el pecho. Estará tranquila durante un rato.

Jondalar tendió los brazos para coger a la niña, que al ver su rostro sonrió complacida. Sonreía sólo desde hacía unos días, y había empezado a saludar al hombre de su hogar con ese gesto de reconocimiento.

–Tienes la sonrisa de tu madre, Jonayla –dijo él al cogerla, mirando a la niña y devolviéndole la sonrisa.

La pequeña se concentró un momento en su cara y balbuceó algo, sonriendo de nuevo. Jondalar se enterneció. Se colocó a Jonayla en el hueco del brazo y regresó con la gente reunida en el otro extremo del pequeño refugio.

Ayla acariciaba a Whinney, que parecía alegrarse de no estar ya bajo la lluvia. La había llevado a una zona de tierra seca lo más alejada posible de la gente. Dio la impresión de que los demás adivinaban que Ayla deseaba que permanecieran a cierta distancia, pero el espacio era reducido, y aun desde donde estaban, veían perfectamente. Jondalar se dio media vuelta para observar la escena junto con los demás. No era la primera vez que veía dar a luz a Whinney, pero no por eso tenía menos curiosidad. Estar familiarizado con el proceso del nacimiento no disminuía la impresión que causaba el hecho de ver aparecer una nueva vida. Tanto si era una vida humana como animal, se trataba del mayor don de la Madre. Todos aguardaron en silencio.

Al cabo de un rato cuando pareció que Whinney no estaba aún del todo a punto, pero sí cómoda, Ayla se acercó a la hoguera en torno a la cual aguardaba la gente para tomar un trago de agua. Le ofrecieron una infusión, y ella aceptó, pero antes fue a llevarle un poco de agua a la yegua.

–Ayla –empezó Dynoda cuando regresó junto al fuego–, creo que nunca te he oído contar cómo encontraste a tus caballos. ¿Por qué no se asustan de la gente?

Ayla sonrió. Comenzaba a acostumbrarse a contar historias, y no le importaba hablar de sus caballos, así que explicó cómo había atrapado y matado al caballo que había dado a luz a Whinney, y que poco después advirtió la presencia de la potranca y la hiena. Les contó que se llevó a la cría a su caverna, la alimentó y la crio. Fue entrando poco a poco en el relato, y sin darse cuenta aportó a su narración la riqueza de su lenguaje gestual, aprendido mientras vivía entre la gente del clan.

Siempre pendiente de la yegua, representó de manera inconsciente aquellos sucesos, y los allí presentes, varios de ellos de otras cavernas cercanas, quedaron cautivados. Su acento exótico y su singular aptitud para imitar los sonidos de los animales añadía un elemento de interés a la insólita historia. Incluso Jondalar la escuchaba absorto, pese a conocer ya las circunstancias. Nunca la había oído contar la historia completa de aquel modo. Surgieron más preguntas, y Ayla comenzó a describir su vida en el valle, y cuando explicó que había encontrado y criado a un león cavernario, se produjeron expresiones de incredulidad. Jondalar confirmó de inmediato sus palabras. De todas formas, tanto si la creían como si no, a todos les pareció que la historia de un león, un caballo y una mujer viviendo juntos en la caverna de un valle aislado era ciertamente atractiva. Un sonido procedente de la yegua la interrumpió.

Ayla se levantó de un salto, y corrió junto a ella, que en ese momento yacía de costado. Estaba empezando a aparecer la cabeza de un potro envuelta en una membrana. Por segunda vez Ayla hizo de comadrona para su yegua. Aun antes de haber sacado completamente los cuartos traseros, el potranco húmedo recién nacido intentaba ya ponerse en pie. Whinney miró hacia atrás para ver a su cría y le dirigió un débil relincho. Tendido aún en tierra, el potro se arrastró hacia la cabeza de Whinney, pero se detuvo un momento para intentar mamar aun antes de que ambas estuvieran de pie. Cuando se encontró frente a su madre, la yegua comenzó a limpiarlo con la lengua. En cuestión de minutos el pequeño animal intentaba levantarse de nuevo. Cayó de bruces. Pero al segundo intento estaba ya de pie, sólo unos momentos después de nacer. «Un potro muy fuerte», pensó Ayla.

Tan pronto como la cría estuvo de pie, Whinney se levantó también, y entonces el potro la acarició con el hocico e intentó mamar de nuevo, agachándose bajo su madre sin acabar de encontrar el sitio. Tras verlo pasar por segunda vez bajo sus patas traseras, Whinney dio a la cría un pequeño empujón para encaminarla en la dirección correcta. Bastó con eso. La yegua, sin ayuda de nadie, había dado a luz a aquel potro de fuertes patas.

La gente había observado en silencio; todos estaban sorprendidos del conocimiento que la Gran Madre Tierra había concedido a sus criaturas salvajes acerca de los cuidados de sus crías. La única forma de que las crías de caballo sobrevivieran, y también las de la mayoría de las demás especies de animales que pastaban en manada en las vastas estepas, era que pudieran tenerse en pie y echar a correr casi tan deprisa como un adulto poco después de nacer. De lo contrario se convertían en presa fácil para los depredadores. Además, la fortaleza de las crías era elemental para preservar la supervivencia de las especies. En cuanto el potro comenzó a mamar, Whinney pareció satisfecha.

Presenciar el nacimiento de un caballo fue un hecho insólito para todos los allí presentes; con toda seguridad de allí surgiría una historia que contarían una y otra vez quienes habían sido testigos. Varias personas desearon hacer preguntas y comentarios a Ayla en cuanto los dos caballos parecieron tranquilos y ella regresó con los demás.

–No sabía que las crías de los caballos podían caminar casi desde el momento de nacer. Un ser humano tarda al menos un año en andar. ¿Los potros crecen también así de deprisa?

–Sí –respondió Ayla–. Corredor nació un día después de encontrar yo a Jondalar. Ahora es un corcel totalmente desarrollado y sólo tiene tres años de vida.

–Has de buscar un nombre para la cría, Ayla –dijo Jondalar.

–Sí, pero quiero pensármelo bien –contestó ella.

Jondalar captó de inmediato el sentido de su respuesta. La yegua rubia había dado a luz a un caballo de distinto color. También era cierto que entre los caballos de las estepas del este, cerca de la región de los mamutoi, había algunos que presentaban un pelaje castaño oscuro, como Corredor. Jondalar no estaba seguro de cuál sería el color de la cría, pero no parecía que fuera a ser muy parecido al de su madre.

Lobo los encontró poco después. Como si supiera instintivamente que debía acercarse con cuidado al nuevo miembro de la familia, se dirigió primero hacia Whinney. La yegua había aprendido que aquel no era un carnívoro al que debiera temer y lo dejó acercarse. Ayla se aproximó a ellos, y Whinney, después de reconocer a Lobo, tranquilizada sobre todo por la presencia de la mujer, le permitió olfatear a la cría, y dejó que el potro identificara igualmente el olor del lobo.

La cría era una potranca gris.

–Creo que voy a llamarla Gris –dijo Ayla a Jondalar–, y será el caballo de Jonayla. Pero tendremos que enseñarlos a los dos –sonrió complacida ante la perspectiva.

Al día siguiente, ya en la zona del refugio destinada a los caballos, Corredor recibió a su joven hermana con ávida curiosidad, pero bajo la rigurosa supervisión de Whinney. Casualmente, Ayla miraba en dirección al área de viviendas cuando vio acercarse a la Zelandoni. Le sorprendió que la donier acudiera a ver a la nueva potranca, ya que rara vez realizaba el menor esfuerzo por ver a los animales. Otros habían encontrado ocasión para ir a verlos, y Ayla les había pedido que no se aproximaran demasiado al principio, pero la donier le fue presentada personalmente a Gris.

–Jonokol me ha anunciado que dejará la Novena Caverna cuando vayamos a la próxima Reunión de Verano –dijo la donier después de examinar a la potranca.

–En fin, ya lo preveías –comentó Ayla, un tanto tensa.

–¿Has decidido ya si serás mi nueva acólita? –preguntó la Zelandoni sin rodeos ni vacilaciones.

La joven bajó la vista y luego volvió a mirar a la Primera.

La Zelandoni aguardó y, finalmente, miró a Ayla a los ojos.

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