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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (48 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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En primer lugar, todos disfrutarían de un banquete a fin de que el espíritu de cada cual se fortaleciera lo suficiente para defenderse de las almas extraviadas, y naturalmente todos miraron a Proleva para que lo organizara. Hablaron asimismo de la comida que se dejaría en la tumba junto con las armas y herramientas. Aunque esa comida en sí permanecería intacta, el espíritu de la comida alimentaría al espíritu en libertad y le daría fuerzas para encontrar su camino. Se haría todo lo posible para que el alma no tuviera motivos para quedarse demasiado tiempo ni para volver atrás.

Esa mañana, más tarde, Ayla salió a cabalgar, montada en Whinney y seguida por Corredor y Lobo. Luego los cepilló a la vez que los examinaba para asegurarse de que se encontraban bien. Estaba acostumbrada a pasar el día entero con los caballos, pero desde su llegada a la Novena Caverna había estado con la gente de Jondalar la mayor parte del tiempo, y echaba de menos a los animales. Por el modo en que la saludaban, con un afecto tan entusiasta, pensó que probablemente los caballos también los echaban de menos a ella y a Jondalar.

Al regresar, paró un momento en la vivienda de Joharran para preguntar a Proleva si sabía dónde estaba Jondalar.

–Ha ido con Joharran, Rushemar y Solaban a cavar una fosa para Shevoran –explicó la mujer. Aunque estaba muy ocupada, en ese preciso instante esperaba a otra gente y disponía de un momento libre. Desde el principio deseaba conocer mejor a aquella mujer que poseía tan gran aptitud para distintas actividades y que pronto se uniría al hermano de su compañero, y preguntó–: ¿Te apetece una infusión de manzanilla?

Ayla vaciló.

–Creo que ahora debería volver a la morada de Marthona, pero con mucho gusto tomaré una infusión contigo en otra ocasión.

Lobo, que había disfrutado de la salida tanto como los caballos, entró en la vivienda con Ayla. Viendo al animal, Jaradal corrió hacia él. El lobo acercó el hocico al niño para que lo acariciara y el pequeño se rio encantado y frotó la cabeza del animal.

–Ayla, admito que en un primer momento me preocupé mucho cuando Jaradal me contó que había tocado a tu lobo –dijo Proleva–. Cuesta creer que un animal carnívoro y cazador como éste trate con tanta delicadeza a los niños. Cuando Folara lo trajo y vi a Marsola a gatas encima de él, no podía dar crédito a mis ojos. Le tiró del pelo, le metió los dedos en los ojos, e incluso le agarró las fauces y le miró dentro de la boca, y Lobo permaneció allí inmóvil como si le gustara todo lo que le hacía. Me quedé de una pieza. Hasta Salova sonreía, pese a que se horrorizó la primera vez que vio a su hija con el lobo.

–Lobo siente especial afecto por los niños –explicó Ayla–. Creció jugando y durmiendo con ellos en el albergue subterráneo del Campamento del León. Eran sus compañeros de camada, y los lobos adultos se comportan siempre de un modo muy protector y condescendiente con las crías de su manada. Creo que Lobo considera a todos los niños miembros de su manada.

Cuando se dirigía acompañada de Lobo hacia la morada de Marthona, intentó dar forma a algo impreciso que había detectado en Proleva y no acababa de identificar. Eran sus posturas, sus movimientos, la manera en que le caía la holgada túnica. De pronto cayó en la cuenta y sonrió. ¡Proleva estaba embarazada! Ayla estaba segura.

Cuando entró en la morada de Marthona, no había nadie. Se arrepintió de no haberse quedado con Proleva a tomar una infusión, pero se preguntó dónde estaría la madre de Jondalar. Puesto que no estaba con Proleva, pensó Ayla, quizá había ido a ver a la Zelandoni. Según parecía, Marthona y la donier mantenían una relación de amistad o, como mínimo, de mutuo respeto. Conversaban mucho y con frecuencia cruzaban miradas de complicidad. Si iba allí a buscar a Marthona, le serviría como pretexto para visitar a la donier, a quien decididamente deseaba conocer mejor.

«Aunque de hecho no tengo verdadera necesidad de encontrar a Marthona, y ahora la Zelandoni está muy ocupada. Quizá no debería molestarla, pensó Ayla, pero se sentía ociosa y quería hacer algo útil. Tal vez pueda prestar ayuda, o al menos ofrecerla.»

Fue a la morada de la Zelandoni y dio unos ligeros golpes en el panel contiguo a la cortina de la entrada. La mujer debía de encontrarse allí mismo, porque enseguida apartó la cortina.

–¡Ayla! –exclamó, aparentemente sorprendida de ver allí a la joven y el lobo–. ¿Necesitas algo?

–Buscaba a Marthona. No está en casa, y tampoco con Proleva. Quería saber si había venido aquí.

–No, aquí no está.

–Bueno, siento haberte molestado –se disculpó Ayla–. Ya sé lo atareada que estás. No debería hacerte perder el tiempo.

–No te preocupes –dijo la donier, y notó a la joven un tanto tensa–. ¿Buscabas a Marthona por algo en particular?

–No, por nada importante. Pensaba que quizá necesitara mi ayuda para algo.

–Si buscas algo que hacer, quizá puedas ayudarme a mí –dijo la Zelandoni, que mantuvo la cortina abierta mientras se apartaba.

La amplia sonrisa de Ayla confirmó a la donier que ésa era la auténtica razón de su visita.

–¿Hay algún inconveniente en que entre Lobo? –preguntó Ayla–. No tocará nada.

–Ya lo sé –contestó la Zelandoni, sosteniendo la cortina para que entrara también el animal–. Como te dije, nos comprendemos mutuamente. Hay que pulverizar el ocre rojo que trajiste. –Señaló una piedra manchada de rojo, con una concavidad creada por años de uso–. Ahí está el mortero, y aquí la piedra de moler. Jonokol no tardará en llegar, y necesitará el ocre para pintar el abelán de Shevoran en un poste. Es mi acólito.

–Conocí a un hombre que se llamaba Jonokol en el festejo de bienvenida, pero me dijo que era artista –comentó Ayla.

–Jonokol es artista, y también mi acólito. Aunque me da la impresión de que es más artista que acólito. No tiene el menor interés por las curaciones, ni por encontrar su camino al mundo de los espíritus. Parece conformarse con ser acólito, pero aún es joven. El tiempo dirá. Quizá sienta aún la llamada. Entretanto es un buen artista, y un excelente ayudante. –Al cabo de un momento, añadió–: Muchos artistas son también zelandonia. Jonokol empezó a revelar su talento siendo aún muy joven.

Ayla acometió gustosa la tarea de moler el rojo óxido de hierro hasta convertirlo en polvo. Era una manera de ayudar que no requería especial preparación, y la monótona actividad física le dejaba la mente libre para pensar. Sentía curiosidad por los zelandonia, y quería saber por qué los artistas como Jonokol eran incorporados al grupo a tan corta edad; siendo tan jóvenes, difícilmente podían saber en qué consistía aquello y cuál era su sentido. ¿Por qué los artistas tenían que formar parte de la zelandonia?

Mientras trabajaba, entró Jonokol. Un tanto sorprendido, miró primero a Ayla y luego al lobo. El animal alzó la cabeza y miró a la joven, preparándose para levantarse si se lo indicaba. Ella le hizo una señal que significaba que el hombre era bienvenido. El lobo se relajó, pero permaneció alerta.

–Ayla ha venido a ayudarnos, Jonokol –dijo la Zelandoni–. Ya os conocéis, según tengo entendido.

–Sí, nos presentamos la noche de su llegada –respondió Jonokol–. Un saludo, Ayla.

Ayla terminó de moler los terrones rojos, que había dejado reducidos a fino polvo, y entregó el mortero, la piedra de moler y el polvo rojo a la Zelandoni, con la esperanza de que la mujer le encargara alguna otra tarea, pero enseguida se dio cuenta de que ella y Jonokol estaban esperando a que se fuera.

–¿Quieres que haga alguna otra cosa? –preguntó por fin.

–Por ahora no –contestó la donier.

Ayla asintió con la cabeza, hizo una señal a Lobo y se marchó. Cuando regresó a la morada, Marthona aún no estaba allí, y sin Jondalar cerca, no sabía en qué emplear el tiempo. «Debería haberme quedado a tomar una infusión con Proleva», pensó. De pronto decidió volver. Quería conocer mejor a la admirada y competente mujer. Al fin y al cabo, pronto estarían emparentadas; era la compañera del hermano de Jondalar. «Quizá incluso podría llevarle una agradable infusión, se dijo Ayla, algo con flores de tilo secas para endulzar un poco y darle una fragancia deliciosa. Ojalá supiera si hay algún tilo por aquí cerca.»

Capítulo 15

Los hombres casi habían terminado de cavar la fosa, y se alegraban de ello. Los zelandonia habían invocado una poderosa protección para ellos antes de marcharse a preparar la tierra para recibir el cadáver de Shevoran y espolvoreado sus manos con ocre rojo molido, pero todos habían temblado al cruzar la barrera invisible marcada por los postes labrados y pintados de rojo.

Los cuatro llevaban amplias pieles sin forma ni adorno alguno, una especie de mantas con un agujero en el centro para la cabeza. Cubrían sus rostros unas capuchas con orificios para los ojos, pero no para la boca ni la nariz, aberturas corporales que invitaban a entrar a los espíritus.

Iban tan tapados a fin de ocultar su identidad a cualquier espíritu que pudiera estar al acecho en busca de un cuerpo vivo donde habitar; las personas que invadían el terreno sagrado y molestaban a los espíritus no podían dejar a la vista abelanes, símbolos ni dibujos de ningún tipo. Tampoco hablaban porque hasta el sonido de sus voces podía delatarlos. Cavar una fosa no era un trabajo fácil de delegar, y Joharran había decidido que, como responsable de la organización de la desafortunada cacería, él debía formar parte del grupo. Había elegido a sus dos consejeros, Solaban y Rushemar, y a su hermano Jondalar para ayudarlo. Aunque los cuatro se conocían bien, todos esperaban sinceramente que ese hecho pasara inadvertido a cualquier posible elán.

Era un arduo trabajo excavar la dura tierra con el azadón de piedra. El sol estaba alto, y los cuatro hombres, acalorados, sudaban copiosamente. Costaba respirar con la capucha de piel, pero ninguno de los fuertes y valerosos cazadores contempló siquiera la posibilidad de quitársela. Cualquiera de ellos era capaz de plantarse ante un rinoceronte al ataque y esquivar la embestida en el último momento, pero se requería mucho más valor para hacer frente a los invisibles peligros del campo sagrado de enterramiento.

Ninguno de ellos deseaba quedarse en aquel recinto habitado por espíritus más tiempo del necesario, y se apresuraron a retirar la tierra ablandada con los azadones. Las palas que usaban estaban hechas con los huesos grandes y planos –omóplatos o pelvis– de los animales más grandes, uno de cuyos lados se afilaba mediante una piedra redonda y arena de río para cavar con mayor facilidad. El lado opuesto se unía a una rama larga. La tierra extraída se amontonaba sobre pieles semejantes a las que llevaban, de ese modo podía apartarse del borde de la fosa para dejar espacio al gran número de gente que se congregaría allí.

Joharran hizo una seña a los otros con la cabeza cuando sacaron de la fosa las últimas paladas de tierra suelta. Era ya bastante profunda. Recogieron las herramientas y salieron de allí lo más rápido que pudieron. Aún sin hablar, fueron a un lugar previamente elegido, lejos de las zonas de viviendas y apenas frecuentado.

Joharran clavó en la tierra el azadón, y todos juntos cavaron un segundo hoyo, más pequeño que el primero. Luego se despojaron de las pieles y capuchas, las echaron dentro del hoyo y las cubrieron con la tierra. Las herramientas debían devolverse al sitio específicamente destinado a guardarlas, pero los cuatro pusieron especial cuidado en que no tocaran ninguna parte de sus cuerpos desnudos excepto las manos cubiertas de ocre.

Fueron directamente a una pequeña cueva abierta en la pared rocosa, casi en el fondo del valle. Enfrente, clavado en la tierra, había un poste labrado con el abelán de los zelandonii y otras marcas. Entraron en la cueva, dejaron las herramientas y se apresuraron a salir. Fuera, se agarraron al poste con ambas manos y, en susurros, rogaron protección a la Madre. Después siguieron por un tortuoso sendero hasta otra cueva situada a mayor altura, la que utilizaban principalmente los zelandonia para las ceremonias relacionadas con los hombres y los muchachos.

Los seis zelandonia de las cavernas participantes en la trágica cacería, acompañados por varios acólitos, los aguardaban fuera de la cueva. Tenían agua caliente, calentada con piedras al rojo casi hasta el punto de ebullición, y distintas variedades de plantas productoras de saponina, conocidas genéricamente como jaboneras. La espuma adquirió un color rojizo por el polvo de ocre con que se habían protegido manos y pies. El agua, tan caliente que apenas podía soportarse, se vertía sobre sus miembros manchados y caía a un pequeño hoyo excavado en la tierra. Repitieron la ablución una segunda vez para asegurarse de que no quedaban restos de rojo. Incluso se limpiaron bajo las uñas con diminutos palos puntiagudos. Luego se lavaron una tercera vez. Tras una rigurosa inspección, volvieron a lavarse hasta que todos los zelandonia se dieron por satisfechos.

A continuación cogieron cestas impermeables de agua caliente y más jabonera y se lavaron todo el cuerpo, incluido el cabello. Sólo cuando por fin se los declaró purificados y se les permitió ponerse su propia ropa, respiraron tranquilos. La Que Era la Primera dio a cada uno de ellos un vaso de infusión caliente, de sabor amargo y les ordenó que primero se enjuagaran la boca y escupieran en un hoyo especial, y luego se bebieran el resto. Así lo hicieron; se enjuagaron, apuraron los vasos de un trago y se marcharon apresuradamente, sintiendo un gran alivio al ver concluida su tarea. A ninguno le gustaba hallarse tan cerca de una magia tan poderosa.

Jondalar y los otros hombres entraron en la vivienda de Joharran hablando en voz baja, conscientes aún de su contacto con el mundo de los espíritus.

–Ayla ha venido a buscarte, Jondalar –dijo Proleva–. Luego se ha ido y ha vuelto con una infusión deliciosa. Hemos charlado un rato, pero después se han presentado varias personas para hablar del banquete, y aunque ella se ha ofrecido a ayudarme, le he dicho que ya lo hará la próxima vez. Estoy segura de que la Zelandoni tiene otros planes para ella. No hace mucho que se ha marchado. Ahora yo también he de irme. En la cocina encontraréis comida y una infusión caliente.

–¿Ha dicho adónde iba? –preguntó Jondalar.

–A la morada de tu madre.

–Gracias. Iré a ver qué quería.

–Antes come algo –aconsejó Proleva–. El trabajo ha sido duro.

Devoró rápidamente la comida, acompañándola con un poco de infusión, y se dispuso a marcharse.

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