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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (54 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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–Jondalar, ¿no crees que Joharran parece enfadado? –preguntó Ayla.

Él se volvió para observar a su hermano.

–Diría que sí. ¿Qué habrá pasado? –dijo. Pensó que después se lo preguntaría.

Ayla y Jondalar cruzaron una mirada y luego se acercaron a Joharran, Proleva, su hijo Jaradal, Marthona y Willamar. Éstos los saludaron efusivamente y les dejaron sitio. Era evidente que el jefe no estaba de muy buen humor, pero no parecía tener ganas de hablar, al menos con ellos. Todos recibieron a la Zelandoni con una sonrisa cuando se unió al grupo. La mujer había pasado el día en su morada, pero había decidido salir para participar del festín.

–¿Te traigo algo? –preguntó Proleva.

–Hoy he hecho ayuno y he meditado, a fin de prepararme para la búsqueda, y prefiero no comer aún demasiado –respondió la Zelandoni. Luego se quedó mirando a Jondalar de una manera que lo incomodó y que le indujo a pensar que su contacto con el otro mundo aún no había terminado–. Ya me traerá algo Mejera. Le he pedido a Folara que la ayude. Mejera es una acólita de la Zelandoni de la Decimocuarta Caverna, pero no se encuentra a gusto allí y quiere venir aquí para ser mi acólita. He de pensarlo bien, y naturalmente he de consultarte a ti, Joharran, si la aceptarías en la Novena Caverna. Es un poco tímida e insegura, pero su valía está fuera de toda duda. No me importaría enseñarle, pero ya sabéis que con la Decimocuarta he de andarme con pies de plomo –dijo la Zelandoni, y miró a Ayla–. Pensaba que la nombrarían Primera, pero la zelandonia me eligió a mí. Ella intentó superarme y obligarme a abandonar el puesto. Fue mi primer enfrentamiento, y pese a que al final ella se retiró, no creo que haya aceptado del todo mi designación, ni que me haya perdonado. –Volvió a dirigirse al grupo en general–. Sé que me acusará de quitarle la acólita si admito a Mejera, pero he de pensar en el interés de todos. Si Mejera no está recibiendo la preparación que merece para desarrollar sus posibilidades, no puedo quedarme al margen por no herir los sentimientos de alguien. Por otra parte, si hubiera otro Zelandoni dispuesto a ser maestro y crear un vínculo con ella, quizá evitaría un enfrentamiento con la Decimocuarta. Me gustaría esperar hasta después de la Reunión de Verano para tomar la decisión.

–Me parece lo más prudente –declaró Marthona cuando llegaban Mejera y Folara.

La joven acólita llevaba dos cuencos en las manos, y la hermana de Jondalar sostenía el suyo y también un odre lleno de agua, además de llevar unos utensilios para comer en la mochila. Mejera entregó un cuenco con un caldo claro a la Primera y miró a Folara con expresión de agradecimiento. Luego sonrió tímidamente a Ayla y Jondalar y, finalmente, fijó la mirada en su comida.

Al cabo de un momento de silencio incómodo, Zelandoni habló:

–No sé si conocéis todos a Mejera.

–Yo conozco a tu madre y al hombre de tu hogar –dijo Willamar–. También tienes hermanos, ¿verdad?

–Sí, una hermana y un hermano –contestó la joven.

–¿Cuántos años tienen?

–Mi hermana es un poco más pequeña que yo, y mi hermano debe de ser de la misma edad que él –dijo señalando al hijo de Proleva.

–Me llamo Jaradal. Soy Jaradal de la Novena Caverna de los zelandonii. ¿Tú quién eres?

Lo dijo con total precisión, tal como le habían enseñado, y dirigió una sonrisa a todos, incluida la muchacha.

–Soy Mejera de la Decimocuarta Caverna de los zelandonii. Yo te saludo, Jaradal de la Novena Caverna de los zelandonii.

El pequeño sonrió encantado.

«Se nota que está acostumbrada a tratar con niños», pensó Ayla.

–Somos unos descuidados –dijo Willamar–. Creo que deberíamos presentarnos como es debido.

Todos se presentaron y saludaron con afecto a la tímida joven.

–¿Sabías que el compañero de tu madre quería ser comerciante antes de conocerla, Mejera? –preguntó Willamar–. Me acompañó en algunos viajes, pero al final decidió que no le gustaba pasar tanto tiempo separado de su mujer, ni tampoco de ti después de que nacieras.

–No, no lo sabía –respondió ella, complacida de enterarse de algo acerca de su madre y de su compañero.

«No me extraña que sea buen comerciante», pensó Ayla. Sabía cómo tratar a la gente y que todos se sintieran cómodos. Mejera parecía más tranquila, aunque un tanto abrumada por haberse convertido en el centro de atención. Ayla la comprendía perfectamente.

–Proleva, he visto gente que ponía a secar carne de la cacería –comentó Ayla–. No sé bien cómo la repartís ni quién ha de guardarla, pero me gustaría colaborar si no tienes inconveniente.

Proleva sonrió.

–Claro que puedes colaborar si quieres. Da mucho trabajo, y tu ayuda nos vendrá bien.

–Ya lo creo –confirmó Folara–. Si no se hace entre muchas personas, es un trabajo largo y aburrido. Pero cuando somos muchos, puede llegar a ser incluso divertido.

–La carne y la mitad de la grasa son para todos, según las respectivas necesidades –prosiguió Proleva–, pero el resto del animal, la piel y la cornamenta son de la persona que lo ha matado. Me parece que tú y Jondalar cazasteis un megacero cada uno. Él también mató al bisonte que sacrificó a Shevoran, pero este animal se ha entregado a la Madre como ofrenda. Lo enterramos al lado de su tumba. Los jefes han decidido daros otro bisonte. Los animales se marcan al descuartizarlos, normalmente con carbón. Ahora que lo pienso, no conocíamos tu abelán, y tú estabas ocupada con Shevoran, así que le preguntaron al Zelandoni de la Tercera. Te ha asignado un abelán provisional para señalar las pieles y otras partes de las piezas obtenidas.

Jondalar sonrió.

–¿Y cómo es? –preguntó. Para él su propio abelán resultaba enigmático y sentía curiosidad por las marcas nominales de las demás personas.

–Me parece que te ha visto como una persona protectora y acogedora –explicó Proleva–. Mira, te lo enseñaré. –Cogió una ramita, alisó la tierra y trazó una raya recta. Luego añadió una línea que empezaba cerca de la parte superior y se abría ligeramente hacia un lado, y una tercera línea igual al otro lado–. Me recuerda a una tienda o un refugio, algún sitio donde guarecerse cuando llueve.

–Tienes razón –dijo Jondalar–. No es un mal abelán para ti, Ayla. Es verdad que tiendes a ser protectora y útil, sobre todo cuando alguien está enfermo o herido.

–Yo sé dibujar mi abelán –afirmó Jaradal. Todos sonrieron con indulgencia. Le dejaron la ramita y le permitieron que dibujase. Luego miró a Mejera y le preguntó–: ¿Tú tienes?

–Claro que tiene, Jaradal, y seguro que te lo enseñará encantada. Pero más tarde –dijo Proleva, riñendo a su hijo con delicadeza. Le parecía bien que interviniera en las conversaciones de los mayores, pero no quería que se acostumbrara a exigir su atención.

–¿Qué te parece tu abelán, Ayla? –preguntó Jondalar, preocupado por la reacción de ella a la asignación de un símbolo zelandonii.

–Como no tuve un elandon con un abelán pintado en él al nacer, al menos que yo recuerde –contestó Ayla–, éste me parece bien. No me importa en absoluto usarlo como abelán.

–¿No te adjudicaron los mamutoi ninguna marca? –preguntó Proleva, pensando que tal vez Ayla tenía ya un abelán. Siempre resultaba interesante conocer cómo hacían las cosas otros pueblos.

–Cuando los mamutoi me adoptaron, Talut me hizo un corte en el brazo para sacarme sangre y pintar con ella una marca en una placa que él se ponía en el pecho durante las ceremonias –respondió Ayla.

–Pero ¿no era una marca especial? –preguntó Joharran.

–Para mí sí lo era. Aún tengo la cicatriz –dijo Ayla, mostrando la señal del brazo. De pronto se le ocurrió otra cosa–. Es curioso que la gente use métodos tan distintos para demostrar cuál es su identidad, y a qué grupo pertenece. Cuando el clan me adoptó, me dieron la bolsa del amuleto con un trozo de ocre rojo dentro, y cuando le ponen nombre a una persona, el Mog-ur le dibuja una raya roja que va desde la frente hasta la punta de la nariz. Así es como dice a alguien, sobre todo a la madre, cuál es el tótem del niño, reproduciendo la señal del tótem con ungüento en el propio niño.

–¿Quieres decir con eso que la gente de tu clan usaba marcas para demostrar quiénes eran? –preguntó la Zelandoni–. ¿Como si fueran abelanes?

–Imagino que sí, que esas marcan son como abelanes. Cuando un niño se hace hombre, el Mog-ur le graba la señal del tótem, y después le frota con unas cenizas especiales para que le quede un tatuaje. Normalmente a las niñas no les hacen marcas en la piel porque, de mayores, ya sangran; pero a mí el león cavernario me marcó con su señal cuando me eligió. Tengo las señales de sus garras en la pierna. Ésta es la marca usada en el clan para el león cavernario, y así supo el Mog-ur que éste era mi tótem, aunque por lo general no sea propio de una mujer. Es de hombre, y se asigna a los muchachos destinados a ser grandes cazadores. Cuando me aceptaron como Mujer Que Caza, el Mog-ur me hizo un corte aquí –se llevó un dedo al cuello por encima del esternón– para sacarme sangre, que utilizó para trazar una señal sobre las cicatrices de la pierna. –Mostró las cicatrices de la pierna izquierda.

–Así pues, ya tienes un abelán. Ésa es tu marca, las cuatro barras –dijo Willamar.

–Creo que así es –respondió Ayla–. La otra marca no me dice nada, posiblemente porque es sólo una señal convenida, para que la gente sepa a quién pertenecen las pieles. Aunque mi tótem del clan no sea una señal zelandonii, para mí tiene una significación muy especial. Quiere decir que me adoptaron, que les pertenecía. Me gustaría usarlo como abelán.

Jondalar pensó en las palabras de Ayla sobre la pertenencia. Ella lo había perdido todo; no sabía de quién había nacido, ni cuál era su gente. Luego perdió a la gente que la había criado. Se había referido a sí misma como «Ayla de Nadie» al conocer a los mamutoi. Comprendió la importancia que para ella tenía pertenecer a un grupo.

Capítulo 17

Se oyeron unos golpes insistentes en el panel contiguo a la cortina de la entrada. El ruido despertó a Jondalar, pero se quedó adormilado pensando que ya contestaría alguien. Finalmente, se dio cuenta de que no había nadie más en la morada. Se levantó y dijo a voz en grito:

–Enseguida salgo.

Se puso algo de ropa y le sorprendió ver que era Jonokol, el artista que actuaba como acólito de la Zelandoni, porque el muchacho no acostumbraba a ir de visita sin su maestra.

–Adelante –dijo.

–La Zelandoni de la Novena Caverna dice que ha llegado la hora –anunció Jonokol.

Jondalar frunció el entrecejo, aquello no le hacía ninguna gracia. No sabía bien a qué se refería el chico, pero se formaba una vaga idea, y no le apetecía en absoluto. Ya había tenido contacto más que suficiente con el otro mundo y no sentía el menor deseo de volver a repetir la experiencia.

–¿Te ha dicho la Zelandoni para qué? –preguntó.

Jonokol sonrió al advertir su nerviosismo.

–Me ha dicho que ya te lo imaginarías.

–Por desgracia, sí –confirmó Jondalar aceptando lo inevitable–. ¿Tengo tiempo de desayunar?

–La Zelandoni recomienda no comer nada en estos casos.

–Posiblemente tienes razón –dijo Jondalar–. Pero si no te importa, me tomaré una infusión para enjuagarme la boca; siempre tengo mal sabor por la mañana.

–Ya deben de haberte preparado alguna bebida –comentó Jonokol.

–Supongo que sí, pero no creo que sea infusión de menta, que es lo que prefiero tomar por las mañanas.

–Las infusiones de la Zelandoni suelen estar aromatizadas con menta.

–Es posible que aromatizadas, pero no creo que la menta sea el ingrediente principal.

Jonokol sonrió.

–Está bien –dijo Jondalar con una sonrisa forzada–. Enseguida voy. Supongo que antes podré ir a hacer aguas.

–Sí, no es necesario que te aguantes las ganas –contestó el joven acólito–. Trae también ropa de abrigo.

Cuando Jondalar regresó de las zanjas le sorprendió y complació ver que Ayla lo esperaba junto a Jonokol atándose las mangas de una túnica gruesa a la cintura. El acólito también debía haberle recomendado a ella que cogiese alguna prenda de abrigo. Pensó mientras la miraba que la noche anterior había sido la primera que no había dormido con Ayla desde que lo habían capturado los s’armunai durante su viaje; este pensamiento lo inquietó un poco.

–Hola –le susurró al oído cuando ella le rozó la mejilla y lo abrazó–. ¿Adónde has ido esta mañana?

–A vaciar el cesto de noche –respondió Ayla–. Al volver he visto a Jonokol, y me ha dicho que la Zelandoni quería vernos, así que he ido a pedirle a Folara que vigile a Lobo. Me ha dicho que iría a buscar a unos cuantos niños para que lo entretuvieran. Antes he ido a ver a los caballos. Alguien me ha dicho que había otros caballos cerca; quizá deberíamos construir un cercado para que Whinney y Corredor no se vayan.

–Quizá sí –convino Jondalar–. Sobre todo deberíamos hacerlo para cuando llegue la época de los placeres de Whinney. No querría que una manada intente capturarla. Seguramente Corredor la seguiría.

–Antes ha de dar a luz –dijo Ayla.

Jonokol escuchaba, aparentemente muy interesado por los caballos. Gracias a su relación con ellos había aprendido muchas cosas. Ayla y Jondalar siguieron al acólito, y cuando llegaron al porche de piedra de la Novena Caverna, Jondalar vio que el sol estaba ya muy alto.

–No sabía que fuera tan tarde –comentó–. ¡No sé por qué no ha venido nadie a despertarme!

–La Zelandoni ha ordenado que te dejásemos dormir, porque ayer debiste de acostarte tarde –aclaró Jonokol.

Jondalar respiró hondo y, sacudiendo la cabeza, expulsó el aire con un resoplido.

–¿Adónde vamos si puede saberse? –preguntó siguiendo al acólito por el refugio en dirección a Río Abajo.

–A Roca de la Fuente –contestó Jonokol.

Jondalar, sorprendido, abrió los ojos desmesuradamente. Roca de la Fuente –un precipicio que incluía dos cuevas y toda la zona circundante– no era hogar de ninguna caverna de los zelandonii; era mucho más importante que eso. Era uno de los lugares más sagrados de la región. A pesar de que no vivía allí ningún grupo de manera permanente, si había alguien que podía considerarlo su hogar, eran los zelandonia, Los Que Sirven, porque era un sitio bendecido y santificado para la Gran Madre Tierra, para Ella.

–Tendré que parar para beber agua –dijo Jondalar con determinación cuando se acercaban al puente que cruzaba sobre el canal de agua fresca que separaba la Novena Caverna de Río Abajo. No estaba dispuesto a consentir que Jonokol le impidiese saciar su sed aunque hubiese tenido que renunciar a su infusión matinal.

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