Los refugios de piedra (56 page)

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Authors: Jean M. Auel

BOOK: Los refugios de piedra
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–Naturalmente, todo el mundo sabe que entrada significa salida –añadió Jonokol–. Eso quiere decir que la entrada a la matriz también es el canal de nacimiento.

–Es decir, que es uno de los canales de nacimiento de la Gran Madre Tierra –añadió el acólito de menor edad.

–Como se expresa en el canto que entonó la Zelandoni en el entierro de Shevoran, éste debe de ser uno de los lugares donde la Madre concibió a los Hijos de la Tierra –dedujo Ayla.

–Lo ha entendido –dijo la mujer moviendo la cabeza en un gesto de asentimiento en dirección a los otros dos acólitos–. Debes de conocer bien el Canto a la Madre –comentó dirigiéndose a Ayla.

–Lo oyó por primera vez en el entierro –aclaró Jondalar sonriente.

–Eso no es del todo exacto –dijo Ayla–. Los losadunai tienen una plegaria parecida salvo que ellos no la cantan, ¿no te acuerdas? Sólo pronuncian las palabras. Me la enseñaron en su lengua. No es del todo igual pero se parece mucho.

–Es posible que eso se deba a que los losadunai no saben cantar como los zelandonii –observó Jondalar.

–Tampoco todos nosotros cantamos –precisó Jonokol–. Muchos sólo pronunciamos las palabras. Yo no canto, y si algún día me oís cantar, entenderéis por qué.

–Hay cavernas que ponen músicas diferentes y la letra a veces también varía un poco –agregó el acólito más joven–. Algún día me gustaría escuchar la versión losadunai y, a ser posible, que me la tradujeras, Ayla.

–Con mucho gusto. Su lengua se parece mucho al zelandonii. Seguramente la entenderás sin necesidad de traducción.

De pronto, los acólitos tomaron conciencia del extraño acento de Ayla. Siempre habían considerado especiales a los zelandonii –tanto la lengua como a quienes la hablaban–; ellos eran un Pueblo, eran los Hijos de la Tierra. No entendían cómo aquella mujer podía pensar que gente que vivía al otro lado del gran glaciar, en las tierras altas del este, podía tener una lengua parecida a la de ellos. Para llegar a esa conclusión debía de haber oído muchas lenguas de pueblos que vivían muy lejos y que eran muy distintas del zelandonii. Todos pensaron que el lugar de procedencia de aquella forastera tenía que ser muy distinto del de ellos y que esa mujer conocía muchas cosas de otras gentes que ellos ignoraban. También Jondalar había aprendido muchas cosas en su viaje. En los pocos días que habían transcurrido desde su regreso ya les había enseñado muchas de ellas. Quizá fuera ése el motivo de los viajes, aprender cosas nuevas.

Todo el mundo había oído hablar de los viajes. Casi todos los jóvenes querían emprender alguno pero pocos llegaban a cumplir ese propósito, y si lo cumplían no llegaban muy lejos, al menos aquellos que regresaban. Jondalar, en cambio, había estado fuera cinco años. Había viajado muy lejos, había vivido muchas aventuras, pero, lo más importante, había regresado con unos conocimientos provechosos para su gente. Por otra parte, había traído ideas que podían hacer cambiar las cosas... y los cambios no siempre eran deseables.

–No sé si debería enseñaros las paredes pintadas a medida que pasamos –dijo la mujer–. Podría estropear la ceremonia especial preparada para vosotros, pero como igualmente veréis partes, puedo sostener la antorcha para que los observéis mejor.

–Me gustaría verlos con detenimiento –afirmó Ayla.

La acólita levantó la antorcha para que la mujer que había traído Jondalar viera las pinturas de las paredes. En la primera el mamut estaba pintado de perfil, tal como ella había visto casi siempre representados a los animales. La protuberancia de la cabeza seguida de otra en la cruz, pero un poco más abajo del lomo, hacía al animal fácilmente reconocible. Ese perfil característico distinguía a aquella gran bestia lanuda, más aún que los colmillos curvos y la larga trompa. Estaba pintado de rojo pero matizado con marrones rojizos y negros a fin de destacar los contornos y detalles anatómicos concretos. Se hallaba de cara a la entrada, y estaba tan bien pintado que Ayla tuvo la sensación de que el mamut podía salir caminando de la cueva en cualquier momento.

Ayla no comprendía cómo era posible que los animales pintados parecieran tan llenos de vida, ni era capaz de apreciar el esfuerzo que se requería para realizarlos, pero no pudo resistirse a la tentación de contemplarlo un buen rato para ver cómo lo habían hecho. Era una técnica elegante y precisa. Con una herramienta de pedernal se había grabado un perfil definido y claro del animal, con todos sus detalles, en la pared de piedra caliza de la cueva y, encima del contorno, se había pintado una línea negra. Fuera del trazo grabado se había raspado la pared para que aflorase el color marfil tostado propio de la piedra. De ese modo se resaltaban el contorno y los colores con los que se había pintado el mamut, y se contribuía a crear el efecto tridimensional de la obra.

Pero lo más impresionante era la pintura dentro del contorno. Mediante la observación y el adiestramiento de las personas que concibieron la idea de reproducir un animal vivo sobre una superficie bidimensional, los artistas que habían pintado las paredes de la cueva habían alcanzado unos conocimientos sorprendentes e innovadores de la perspectiva. Las técnicas se habían transmitido, y aunque unos artistas eran más hábiles que otros, todos sabían utilizar las sombras para crear la sensación de plenitud vital.

Al pasar junto a la pintura, Ayla tuvo la escalofriante sensación de que el mamut se había movido. Sintió deseos de alargar la mano y tocar el animal pintado en la piedra; lo hizo con los ojos cerrados. Era frío, un poco húmedo, con la textura y el tacto de la cueva de piedra caliza, pero al abrir los ojos, notó que el artista había aprovechado la pared de piedra para dar realce a aquella creación asombrosamente realista. Había colocado el mamut en la pared de tal manera que una parte redondeada de la piedra hacía las veces de vientre, y una estalactita adherida a la pared se había utilizado para pintar la pata posterior. A la luz trémula de los candiles, Ayla advirtió que veía al animal desde un ángulo un tanto distinto a medida que avanzaba, el movimiento cambiaba el relieve natural de la piedra y proyectaba las sombras hacia posiciones ligeramente distintas. Incluso inmóvil, observando los reflejos del fuego agitarse sobre la piedra, tenía la impresión de que el animal pintado en la pared respiraba. Comprendió entonces por qué le había parecido que el mamut se movía al mismo tiempo que ella y se convenció de que si no lo hubiese examinado de cerca podría haber llegado a creer que en efecto el animal se había movido.

Recordó el día de la Reunión del Clan en que había preparado el brebaje especial que le había enseñado a hacer Iza para los mog-ures. El Mog-ur le había enseñado a mantenerse entre las sombras sin ser vista y le había dicho exactamente cuándo debía salir para que diera la impresión de que había aparecido de repente. Existía un método en la magia de quienes trataban con el mundo de los espíritus, pero aun así seguía habiendo magia.

Al tocar la pared, Ayla había notado algo que era incapaz de explicar o entender. Era un indicio de aquella extrañeza que había percibido a veces desde que tomó sin querer los restos de la poción de los mog-ures y los siguió hasta el interior de la cueva. Desde entonces la asaltaban de vez en cuando sueños perturbadores y en ocasiones experimentaba sensaciones inquietantes, incluso despierta.

Movió la cabeza para sacudirse aquella sensación, alzó la mirada y vio que los otros la observaban. Con una tímida sonrisa apartó rápidamente la mano de la pared de piedra, temiendo haber hecho algo mal, y miró a la mujer que sostenía la antorcha. La acólita guardó silencio y se dio media vuelta para seguir adelante. El resplandor de las pequeñas llamas se reflejaba débilmente en las paredes húmedas con fantásticos destellos chispeantes mientras ellos avanzaban en silencio, uno detrás de otro, por el pasadizo. Se respiraba un ambiente de temor. Ayla estaba convencida de que iban hacia el centro de la gran mole de piedra caliza, y se alegraba de hallarse en compañía de otra gente, porque tenía la certeza de que se habría perdido en caso de haber estado sola. Se echó a temblar presa de una repentina sensación de miedo y mal augurio, y por la idea de lo que podía ser encontrarse sola en una cueva. Trató de desprenderse de esa sensación pero el frío de la cueva no desaparecería fácilmente.

No muy lejos del primer mamut había otro, y al cabo de un rato vieron muchos más y también dos caballos pequeños en los que predominaba el color negro. Se detuvo para observarlos de cerca. Al igual que antes, el perfil del animal estaba perfectamente definido al haberse cincelado en la piedra caliza y destacado con una línea negra. Los caballos estaban pintados de negro, pero como en las demás pinturas, las sombras les conferían un realismo asombroso.

Ayla notó que también había pinturas en la pared de la derecha del pasadizo, unas orientadas hacia fuera y otras hacia dentro. Predominaban los mamuts; daba la impresión de que hubiese una manada de mamuts pintada en las paredes. Ayla contó como mínimo diez en ambos lados del pasadizo, pero quizá había más. Siguió adelante mirando a su paso las pinturas fugazmente iluminadas, pero de pronto la obligó a detenerse una sobrecogedora escena representada en la pared de la izquierda: eran dos renos saludándose. Tenía que verla mejor.

El primer reno, que miraba hacia el interior de la cueva, era un macho. Estaba pintado en negro, y su forma y contornos habían sido representados con absoluta precisión, incluida la enorme cornamenta, aunque ésta se insinuaba con trazos arqueados más que pintados con todos sus detalles. Ayla observó con gran sorpresa y fascinación que el animal tenía la cabeza en alto y lamía con ternura la frente de una hembra. A diferencia de la mayoría de los ciervos, los renos hembra también tenían cuernos y en la pintura, como en la vida, los de ella eran más pequeños. Estaba pintada de rojo como arrodillada, aceptando la dulce caricia del macho.

La escena desprendía gran ternura; a Ayla le hizo pensar en Jondalar y en ella misma. Hasta ese momento no se le había ocurrido que los animales pudieran enamorarse, pero parecía que sí. Se sintió tan conmovida que estuvo a punto de echarse a llorar. Los acólitos que les guiaban le permitieron que se entretuviese un momento: comprendían su reacción; también a ellos les conmovía aquella exquisita escena.

Jondalar, igualmente, contemplaba fascinado la pintura de los dos renos.

–Ésta es nueva –comentó–. Creía que aquí había un mamut.

–Lo había. Si observas a la hembra de cerca, verás debajo parte del mamut –explicó el joven que iba detrás.

–La pintó Jonokol –informó la mujer. Jondalar y Ayla miraron al acólito artista con renovado respeto.

–Ahora entiendo que seas acólito de la Zelandoni –declaró Jondalar–. Vales mucho.

Jonokol movió la cabeza en un gesto de asentimiento agradeciendo el halago de Jondalar.

–Todos tenemos nuestros dones. Me han dicho que tú eres un tallador de pedernal muy hábil. Me gustaría ver tus obras. De hecho, tengo una herramienta pensada, pero ninguno de los artesanos que fabrican utensilios acaba de entender lo que necesito. Tenía la esperanza de que Dalanar viniese a la Reunión de Verano para encargársela a él.

–Tiene intención de ir, pero si quieres yo intentaré con mucho gusto hacerte esa herramienta –se ofreció Jondalar–. Me gusta probar cosas nuevas.

–Podríamos hablar de ello mañana –dijo el acólito.

–¿Puedo hacerte una pregunta, Jonokol? –dijo Ayla.

–Claro que sí.

–¿Por qué pintaste los ciervos encima del mamut?

–Esta pared, este sitio en particular, me atraía –contestó él–. Tenía que poner aquí a los renos. Estaban ya en la pared y querían salir.

–Es una pared especial. Conduce al más allá –explicó la mujer. Cuando la Primera canta aquí, o cuando se toca una flauta la pared responde. Tiene eco, resuena con el sonido. A veces te dice lo que quieres.

–¿Todas estas paredes han llamado a alguien para que coloque sus pinturas? –preguntó Ayla señalando las pinturas que habían dejado atrás.

–Ésa es una de las razones por las que esta cueva es sagrada. Las paredes te hablan si sabes escucharlas; te llevan a ciertos lugares si estás dispuesto a ir –respondió la acólita.

–No me lo habían dicho nunca –comentó Jondalar–, al menos de esa manera. ¿Por qué nos lo explicas ahora?

–Porque tendréis que escuchar y quizá ir a algún sitio para ayudar a la Primera a encontrar el elán de tu hermano, Jondalar –contestó la mujer. Después añadió–: Los zelandonia han intentado comprender por qué Jonokol tuvo la inspiración de pintar aquí estas figuras. Yo empiezo a hacerme una idea. –La mujer sonrió enigmáticamente a Jondalar y a Ayla y se dio la vuelta para continuar adentrándose en la cueva.

–No sé cómo te llamas –dijo Ayla a la mujer tocándole el brazo para detenerla–. ¿Puedo preguntarte el nombre antes de que continuemos?

–Mi nombre no tiene importancia –respondió ella–. En cualquier caso, deberé abandonarlo cuando sea una Zelandoni. Soy la Primera Acólita de la Zelandoni de la Segunda Caverna.

–Entonces puedo llamarte Acólita de la Segunda –propuso Ayla.

–Sí, de acuerdo. Aunque la Zelandoni de la Segunda tiene más de un acólito, los otros dos no han venido, porque han emprendido ya el camino hacia la Reunión de Verano.

–¿Puedes ser, pues, Primera Acólita de la Segunda?

–Si tú quieres, responderé a ese nombre.

–¿Y a ti cómo he de llamarte? –preguntó Ayla al joven que iba detrás.

–Yo sólo soy acólito desde la última Reunión de Verano y, como Jonokol, todavía uso mi nombre casi siempre. Quizá debería presentarme formalmente –le tendió las dos manos–. Soy Mikolan de la Decimocuarta Caverna de los zelandonii, Segundo Acólito de la Zelandoni de la Decimocuarta Caverna. Te doy la bienvenida.

Ayla le cogió las manos.

–Yo te saludo, Mikolan, de la Decimocuarta Caverna de los zelandonii. Yo soy Ayla de los mamutoi, escogida por el espíritu del León Cavernario, protegida por el Oso Cavernario, amiga de los caballos Whinney y Corredor, y de Lobo, el cazador cuadrúpedo.

–He oído decir que hay gente al este que se refiere a sus cavernas como Hogar del Mamut –dijo la acólita.

–Es verdad –confirmó Jondalar–. Son los mamutoi. Ayla y yo vivimos un año con ellos, pero me extraña que aquí hayáis oído hablar de esa gente. Viven muy lejos.

La mujer miró a Ayla.

–El hecho de que seas hija del Hogar del Mamut explica ciertas cosas. ¿Eres una Zelandoni?

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