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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (59 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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Había observado a Creb, el viejo Mog-ur, cuando enviaba al espíritu de Iza al otro mundo con sus movimientos fluidos y elocuentes. Ayla había repetido los mismos movimientos al encontrar el cuerpo de Creb en la cueva después del terremoto, pese a desconocer el pleno significado de esos gestos sagrados. Eso carecía de importancia... Conocía la intención... A continuación, para mover la gran roca, hizo palanca con la gruesa lanza, tal como habría utilizado una vara para levantar un tronco o arrancar una raíz, y se apartó para dejar que la cascada de piedras sueltas cubriese el cadáver
...

C
uando se acercaban a una abertura de la pared entre rocas de contornos irregulares, Ayla desmontó y examinó la tierra. No había ninguna huella reciente
. Ya no sentía dolor. Era un momento distinto, mucho más tarde. Tenía la pierna curada; sólo quedaba una gran cicatriz. Habían montado los dos sobre Whinney. Jondalar desmontó y la siguió, pero ella sabía que él no deseaba estar allí.

Ella lo guio hacia el cañón ciego, se encaramó a una roca y fue hacia unas piedras fragmentadas del fondo
.

–Es aquí, Jondalar –dijo, y cogió una bolsa que llevaba colgada de la túnica y se la entregó
.

Él conocía aquel lugar
.

–¿Qué es esto? –preguntó él mirando la bolsa de piel
.

–Ocre rojo para su tumba
.

Él asintió con la cabeza, incapaz de hablar. Notó que se le anegaban los ojos de lágrimas y no hizo el menor esfuerzo por contenerlas. Se echó el ocre rojo en la mano y espolvoreó con él las piedras y la grava; después esparció otro puñado. Ayla esperó mientras Jondalar miraba fijamente las rocas caídas con los ojos llorosos, y cuando se dio media vuelta para marchase, ella señaló con un gesto la tumba de Thonolan
.

L
legaron al cañón ciego lleno de rocas enormes y lisas y entraron, atraídos por la pila de piedras sueltas del rincón
. Había vuelto a pasar el tiempo. Ahora vivían con los mamutoi, y el Campamento del León estaba a punto de adoptarla. Habían ido al valle para que Ayla recogiera algunas de las cosas que había hecho para regalar a su nueva gente, y se disponían a regresar.
Jondalar estaba de pie frente al montón de piedras deseando hacer algo a modo de reconocimiento en el lugar donde estaba enterrado su hermano. Quizá la Doni ya lo había encontrado, puesto que lo había llamado siendo aún muy joven. Sabía que la Zelandoni intentaría hallar el sitio donde reposaba el espíritu de Thonolan para guiarlo si era posible hacia el mundo de los espíritus. Pero ¿cómo podía indicarle dónde estaba aquel lugar? No habría podido encontrarlo sin Ayla
.

Vio que ella tenía una pequeña bolsa de piel en la mano, semejante a la que llevaba colgada al cuello
.

–Me has dicho que su espíritu ha de regresar con la Doni. No sé qué hace la Gran Madre, sólo conozco el mundo de los espíritus de los tótems del clan. Rogué al León Cavernario que lo guiase. Quizá continúe en el mismo sitio, o quizá la Gran Madre conoce ese sitio, pero el León Cavernario es un tótem poderoso y tu hermano no está desprotegido
.

Alzó la pequeña bolsa
.

–Te he preparado un amuleto. También a ti te escogió el León Cavernario. No es necesario que lo lleves puesto, pero deberías guardarlo. Dentro hay un trozo de ocre rojo, para que conserves parte de tu espíritu y parte de tu tótem, pero creo que tu amuleto debería contener otra cosa
.

Jondalar frunció el entrecejo. No quería ofenderla, pero no estaba seguro de querer aceptar aquel amuleto del tótem del clan
.

–Creo que deberías coger una piedra de la tumba de tu hermano. Puede contener una parte de su espíritu. Puedes llevarla dentro del amuleto hasta reunirte con tu gente
.

En un primer momento Jondalar no supo qué hacer, pero luego pensó que esa piedra podía servirle a la Zelandoni para encontrar el espíritu de su hermano en un tránsito espiritual. Quizá los tótems del clan eran más importantes de lo que él creía. Al fin y al cabo, ¿no creaba Doni a los espíritus de todos los animales?

–Sí, me guardaré el amuleto y dentro de él pondré una piedra de la tumba de Thonolan –dijo Jondalar
.

Observó las piedras sueltas y lisas amontonadas contra la pared en precario equilibrio, de pronto una de ellas, rindiéndose a la fuerza de la gravedad, rodó entre las demás y cayó a los pies de Jondalar. Él la recogió. A simple vista parecía igual que los otros inocuos fragmentos de granito y roca sedimentaria. Pero al girarla vio, sorprendido, una brillante opalescencia en la faceta por donde la piedra se había roto. De la lechosa piedra blanca salían unos intensos rayos rojos, y unas trémulas franjas azules y verdes danzaban y chispeaban a la luz del sol entre sus manos
.

–Fíjate, Ayla –dijo enseñándole el lado opalescente de la piedra que había recogido–. Vista al revés no lo parecía. Se habría dicho que era una piedra cualquiera, pero por este lado por donde se ha separado de la roca los colores parecen surgir de muy adentro y son tan resplandecientes que parecen vivos
.

–Puede que esté viva o puede que sea una porción del espíritu de tu hermano –dijo ella
.

Ayla tomó conciencia de la cálida mano de Jondalar y de la piedra. Su temperatura aumentaba, no tanto como para resultar molesta, pero lo suficiente para hacerse presente. ¿Era el espíritu de Thonolan que quería mostrarse? Habría deseado conocerlo. Por lo que había oído contar desde su llegada, era evidente que todos lo querían. Era una lástima que hubiese muerto tan joven. Jondalar había dicho a menudo que era Thonolan quien había tomado la iniciativa de viajar. Él sólo lo había acompañado en su viaje cuando su hermano había decidido irse, y porque en el fondo no quería emparejarse con Marona.

–¡Oh, Doni, Gran Madre, ayúdanos a encontrar el camino al otro lado, a tu mundo, al lugar del más allá y que, sin embargo, se halla dentro de los espacios invisibles de este mundo! Del mismo modo que la luna vieja contiene al morir a la nueva entre sus brazos sutiles, el mundo de los espíritus, de lo desconocido, contiene el mundo de lo tangible, de la carne y los huesos, la hierba y la piedra, dentro de su invisible abrazo. Pero con tu ayuda podemos verlo, podemos conocerlo.

Ayla escuchó la plegaria cantada por la corpulenta donier con voz extrañamente apagada. Notaba que empezaba a marearse pese a que no era eso exactamente lo que experimentaba. Cerró los ojos y tuvo la sensación de que caía. Al abrirlos de nuevo, unas luces brillaban dentro de ellos. No se había fijado mientras contemplaba las pinturas, pero ahora se daba cuenta de que, además de los animales, había visto otras cosas, señales y símbolos marcados en las paredes de la cueva, algunos de los cuales coincidían con las visiones de sus ojos. Ya daba igual si los tenía abiertos o cerrados. Tenía la sensación de estar cayendo en un profundo agujero, un túnel abismal y oscuro, y se resistió a la tentación. Intentó mantener el control.

–No te resistas, Ayla. Déjate llevar –instó la donier–. Estamos todos aquí, contigo. Tienes nuestro apoyo. Doni te protegerá. Que ella te lleve donde le plazca. Escucha la música, deja que te ayude, dinos qué ves.

Ayla se tiró al túnel de cabeza, como si se zambullese en el agua. Las paredes de esa cueva empezaron a temblar y finalmente se disolvieron. Ella podía ver su interior a través de las paredes, y también más allá, hacia el campo cubierto de hierba, y aún más lejos, donde había muchos bisontes.

–Veo bisontes, numerosas manadas de bisontes en una gran llanura –dijo Ayla. Por un momento las paredes se solidificaron de nuevo, pero los bisontes continuaban allí. Cubrieron las paredes en el sitio donde estaban los mamuts–. Están en las paredes, pintados en ellas, de color rojo y negro, perfectamente delineados. Son preciosos, y están llenos de vida, como los que hace Jonokol. ¿Es que no los veis? Mirad, allí están.

Las paredes volvieron a fundirse. Ella volvía a ver a través de ellas el interior de la cueva.

–Están otra vez en el campo, una manada entera. Van hacia el cerco –de repente, Ayla lanzó un grito–. ¡No, Shevoran! ¡No! No vayas, es peligroso –después, con pena y resignación, añadió–: Es demasiado tarde. Lo siento, he hecho lo que he podido por Shevoran.

–Ella quería un sacrificio, una demostración de respeto, para que la gente sepa que a veces también ha de sacrificar a uno de los suyos –dijo la Primera. Estaba allí junto a Ayla–. No puedes quedarte aquí más tiempo, Shevoran. Ahora tienes que volver con Ella. Yo te ayudaré. Nosotros te ayudaremos. Te enseñaremos el camino. Ven con nosotros, Shevoran. Sí, está oscuro, pero ¿ves esa luz?, ¿esa luz tan intensa? Ve hacia allí. Ella te espera.

Ayla apretó la mano cálida de Jondalar. Sentía la poderosa presencia de la Zelandoni, y también la de la joven de la mano flácida, Mejera, que le parecía ambigua e inconsistente. De vez en cuando se manifestaba con fuerza, pero después se desvanecía en la incertidumbre.

–Ha llegado la hora. Ve con tu hermano, Jondalar –anunció la voluminosa mujer–. Ayla te ayudará. Ella conoce el camino.

Ayla percibió el contacto de la piedra que sostenían entre ambos, y pensó en la preciosa superficie lechosa con tonos azulados y vistosos reflejos rojos. La piedra se expandió, llenando el espacio alrededor, y ella se sumergió en él. Nadaba, no por encima del agua, sino por debajo, y tan deprisa que tuvo la sensación de que volaba, y lo hacía por encima del campo. Veía prados y montañas, bosques y ríos, grandes mares interiores y vastas estepas cubiertas de hierba, y la gran profusión de animales que ocupaban aquellos hábitats. Los Otros estaban con ella, la seguían. Percibía muy cerca de ella a Jondalar y también a la poderosa donier. La presencia de la otra mujer era tan débil que le costaba notarla. Ayla los guio hasta el cañón ciego de las áridas y lejanas estepas del este.

–Aquí es donde lo vi. A partir de ahora ya no sé hacia dónde ir –dijo.

–Jondalar, piensa en Thonolan, llama a su espíritu –instó la Zelandoni–. Llega hasta el elán de tu hermano.

–¡Thonolan! ¡Thonolan! Lo percibo –dijo Jondalar–. No sé dónde está, pero lo percibo.

Ayla tenía la percepción de Jondalar con alguien más, pero no identificaba a la otra persona. Entonces presintió otras presencias, primero pocas, luego muchas; los llamaban. En medio del bullicio, destacaban dos… No, tres; había un niño.

–¿Todavía viajas, todavía exploras, Thonolan? –preguntó Jondalar.

Ayla no oyó respuesta alguna, pero sí notó unas risas. Entonces tuvo la sensación de que la envolvía un espacio infinito para viajar e interminables lugares adonde ir.

–¿Está contigo Jetamio? ¿Y el niño? –inquirió Jondalar.

Ayla tampoco pudo oír nada ahora, pero presintió un estallido de amor que irradiaba de manera amorfa.

–Thonolan, sé lo mucho que te gustan los viajes y la aventura. –Esta vez era la Primera quien hablaba mediante sus pensamientos al elán del hombre–. Pero la mujer que está contigo quiere volver con la Madre. Te ha seguido por amor, pero está preparada para marcharse. Si la quieres, debes irte y llevártelos a ella y al niño. Ha llegado la hora, Thonolan. La Gran Madre Tierra te reclama.

Ayla percibió cierta confusión, la sensación de que alguien estaba desorientado.

–Te enseñaré el camino –dijo la donier–. Sígueme.

Ayla se sintió arrastrada con los Otros, a toda velocidad, por encima del paisaje que le habría resultado familiar si los detalles no hubieran sido tan borrosos y no estuviera oscureciendo. Apretó con fuerza la mano de la derecha y notó que le estrechaban con fervor la mano izquierda. A lo lejos apareció un foco de claridad –parecía una gran hoguera–, y poco a poco fue haciéndose más intenso.

Aminoraron todos la marcha.

–A partir de este punto puedes encontrar el camino –anunció la Zelandoni.

Ayla presintió el alejamiento de los elanes y la separación. Una tenebrosa oscuridad cayó sobre ellos, y los envolvió un silencio completo. Entonces, débilmente, en la misteriosa quietud, escuchó una música: una fuga fluctuante de flautas, voces y timbales. Percibió movimiento. Cada vez era más rápido y notó que en esta ocasión procedía del lado izquierdo. Mejera apretaba con fuerza su mano, asustada, decidida a volver lo antes posible, y la arrastraba con su esfuerzo.

Cuando se detuvieron Ayla notó las dos manos que sujetaba. Volvían a estar en la cueva, sintiendo la música. Abrió los ojos y vio a Jondalar, a la Zelandoni y a Mejera. El candil situado en medio del círculo languidecía; el aceite casi se había consumido y ardía sólo una de las mechas. Tras ella, en la oscuridad, vio que se movía tembloroso el punto de luz de un candil, como si nadie lo estuviera sujetando. Acercaron otro candil y sustituyeron el que había en el centro. Estaban sentados sobre la piel, pero en ese momento a pesar de la ropa de abrigo, Ayla estaba aterida de frío.

Se soltaron las manos, pero ella y Jondalar mantuvieron el contacto aún por un instante, y cambiaron de postura. La que era Primera se aproximó a los cantores y, con una seña indicó que dieran por concluida la fuga musical. Encendieron muchos candiles y la gente empezó a ir de un sitio a otro. Algunos se levantaron y dieron patadas en el suelo.

–Quiero preguntarte una cosa, Ayla –dijo la poderosa mujer.

La joven la miró con expresión expectante.

–¿Has dicho que habías visto bisontes en las paredes?

–Sí, habían desaparecido los mamuts y todo estaba lleno de bisontes y después las paredes también desaparecieron y las pinturas se convirtieron en bisontes auténticos. Había otros animales, los caballos y los renos que se miran uno al otro, pero he visto este lugar como una cueva de bisontes –contestó Ayla.

–Creo que tu visión ha venido determinada por la reciente cacería de bisontes y la tragedia que provocó. Te viste muy implicada en ella y, además, atendiste a Shevoran –explicó la Primera–. Pero sospecho que tu visión tiene, además, otro significado. Has visto un gran número de bisontes en este lugar. Puede que el espíritu del Bisonte pretenda dar a entender a los zelandonia que se han cazado demasiados bisontes y es necesario suspender la caza en lo que queda de temporada, para superar el mal augurio.

Se oyeron murmullos de asentimiento. Los zelandonia se sentían mejor pensando que podían hacer algo para apaciguar al espíritu del Bisonte y eliminar así el mal augurio que la inesperada muerte de Shevoran anunciaba. Informarían a sus cavernas de la prohibición de cazar bisontes; les complacía tener un mensaje que transmitir. Los acólitos recogieron las cosas que habían llevado a la cueva, volvieron a encender los candiles y los colocaron para iluminar el camino de salida. Los zelandonia abandonaron la cámara y se encaminaron hacia el exterior. Cuando llegaron al saliente de fuera, el sol se ponía ya en medio de un magnífico despliegue de intensos colores rojos, dorados y amarillos. Al regresar de Roca de la Fuente nadie tenía demasiadas ganas de hablar de la experiencia vivida en la profunda cueva. Los zelandonia fueron separándose del grupo para volver a sus respectivas cavernas. A Ayla le hubiera gustado saber qué sentían los demás, si experimentaban lo mismo que ella, pero no se atrevió a preguntarlo. Tenía muchas preguntas, pero no estaba segura de que fuera oportuno plantearlas, ni de que realmente quisiera oír las respuestas.

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