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Authors: Eden Phillpotts

Los rojos Redmayne (18 page)

BOOK: Los rojos Redmayne
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Sentía que su ingenio le estaba jugando una mala pasada; en lugar de abrirse camino, como lo hacía siempre en forma audaz y original hasta el nudo mismo del problema, no veía que su inspiración proyectara el menor rayo de luz. A decir verdad, en este caso, su inspiración era nula. Una sola vez en el pasado (después de una gripe) había sido víctima de la misma falta de iniciativa, de la misma debilidad e ineficacia.

Finalmente se durmió, pensando, no en el viejo marino desaparecido, sino en Joanna Penrod. Era natural que la muerte de su tío la afligiera, y a Marc no le sorprendía que una profunda desesperación la embargara. Era mujer sensible y hacía poco que había sufrido una terrible prueba; bien podía provocar un colapso nervioso el hecho de verse súbitamente mezclada en otra tragedia. ¿Quién la ayudaría ahora? ¿A quién recurriría? ¿Dónde iría?

Marc se levantó temprano y, en colaboración con el inspector Damarell, organizó para el día un complicado sistema de búsqueda. A las nueve de la mañana un grupo numeroso emprendió la marcha; hasta ese momento ni el teléfono ni el telégrafo habían transmitido noticias y era evidente que Redmayne seguía prófugo.

Algo más tarde, Brendon se dirigió a «El nido del cuervo»; le preocupaba Joanna porque —se decía— fueran cuales fueran la secreta estimación o los sentimientos que le inspiraba Doria, se advertía fácilmente que éste no podía servirle de mucho en tan difíciles circunstancias. Doria era, sobre todo, un amigo para los días de bonanza. Joanna tendría que ocuparse de muchas tramitaciones y no había junto a ella nadie capaz de ayudarla. La halló afligida, pero serena. Había telegrafiado a su tío Albert y, aunque dudaba que se atreviese a correr el riesgo de un invierno en Inglaterra, no perdía la esperanza de que respondiese afirmativamente a su llamada.

—Todo es un caos, lo mismo que en Princetown —expresó—. Pocos días antes de ocurrir estas cosas, mi tío Benjamin, convencido de que su hermano Robert había muerto, me dijo que la ley no reconocería su defunción hasta después de transcurrido determinado número de años. Y ahora sabemos que no está muerto y que Benjamin sí lo está. Pero la ley tampoco reconocerá su muerte, puesto que su cadáver no ha sido hallado. Entre los documentos de Robert no encontramos testamento, de modo que sus bienes, cuando lo hubiera permitido la ley, tendrían que haber sido divididos entre sus dos hermanos; supongo que ahora todo pertenecerá a mi tío que está en Italia. En cuanto a Benjamin, ha de haber dejado testamento, porque era muy metódico; pero aún no sabemos qué pensaba hacer con su casa y su dinero.

Joanna no tenía nada que decir que fuera de utilidad para Brendon; estaba muy nerviosa, y ansiaba abandonar lo antes posible la solitaria casa del acantilado; pero había resuelto aguardar la decisión de Albert Redmayne.

—Temo que la noticia le cause terrible impresión —dijo—. Es ahora el último de «los rojos Redmayne», como llamaban a nuestra familia en Australia.

—¿Por qué el adjetivo?

—Porque hemos sido siempre pelirrojos. Tanto mi abuelo como sus hijos tenían el cabello rojo; su mujer también... Y la única que resta con vida de la generación más reciente es también pelirroja, como usted ve.

—Usted no lo es. Si me permite decirlo, sus cabellos tienen un maravilloso color castaño con destellos rojizos.

Ella no se mostró sensible a la galantería.

—Pronto serán grises —replicó.

9

Un trozo de tarta de boda

Cumpliendo un deber de conciencia, Albert Redmayne se dirigió a Inglaterra y, al final de su largo viaje, Joanna fue a recibirlo a Dartmouth.

Era hombre pequeño, macilento y calvo, de cabeza desproporcionada y ojos grandes y luminosos. El escaso cabello que circundaba a su calvicie y su barba larga y fina tenían el color rojo de los Redmayne; pero veteado de plata. El tono de su voz era suave y bondadoso y acompañaba sus palabras con pequeños ademanes meridionales. Usaba una gran capa italiana y un enorme sombrero gacho, prendas debajo de las cuales casi desaparecía el bibliómano.

—¡Ah, si Peter Ganns estuviera aquí! —suspiraba una y otra vez, arrimándose lo más cerca posible al gran fuego de la chimenea, mientras Joanna le contaba los detalles de la tragedia.

—Llevaron los perros a la caverna, tío Albert; Marc Brendon en persona presenció la prueba; pero no sacaron nada en limpio. Los sabuesos se abalanzaron dentro de la larga galería que sube desde la caverna y llegaron a la meseta donde desemboca; pero allí se desorientaron y perdieron la pista; no fueron hacia la cima del acantilado, ni hacia el terreno pedregoso que hay debajo. Corrían de un lado a otro ladrando y al rato volvieron a bajar por la galería hasta la caverna. Brendon no cree que los perros sirvan para un caso como éste.

—¿Nada más se sabe de... de... Robert?

—No hay el menor rastro de él. Estoy segura de que en este caso se ha hecho el máximo que permite el ingenio humano; muchas personas inteligentes de la localidad, inclusive el Comisionado del Condado y las altas autoridades, han ayudado a Brendon; pero no han hallado ningún indicio del paradero de mi pobre tío Robert, ni detalle alguno que revele lo ocurrido desde aquella noche terrible.

—Tampoco, si vamos a ver, han hallado a Benjamin —murmuró Albert Redmayne—. Se ha repetido el caso de tu pobre marido... Sangre, ¡ay!, y nada más.

Joanna estaba ojerosa y agotada. Sin embargo, se ocupó de instalar al anciano, expresándole su deseo de que el viaje no le hubiese sentado mal.

Albert Redmayne durmió bien; pero a la mañana siguiente se sintió muy decaído y melancólico. Lo que a distancia parecía espantoso resultaba mucho peor en el lugar del suceso. Mantuvo una larga conversación con Marc Brendon e interrogó minuciosamente a Doria; pero las informaciones de ambos no le proporcionaron elementos para construir la menor hipótesis y a las veinticuatro horas de su arribo se hizo evidente que el hombrecillo no sería de ninguna utilidad. Estaba temeroso, aterrado. Odiaba «El nido del cuervo» y el melancólico murmullo del mar. Expresaba sin cesar su vehemente deseo de volver a su casa en la primera ocasión y era visible la gran nerviosidad que lo acometía cuando llegaba la noche.

—¡Ah, si Peter Ganns estuviera aquí! —exclamaba cada vez que Joanna o Brendon le referían algún incidente relacionado con el crimen; y cuando ella le preguntó si no sería posible llamar a Peter Ganns, Redmayne explicó que era norteamericano y que en aquel momento se hallaba fuera de su alcance.

—Ganns —les dijo— es el mejor amigo que tengo en el mundo, con excepción de otra única persona. Ésta (mi íntimo y más querido amigo) vive en Bellagio, sobre el lago de Como, en la orilla opuesta a la de mi casa. Se trata de Virgilio Poggi, bibliófilo eminente en Europa, y el más brillante de los hombres; es genial y desde hace veinticinco años ha estado relacionado conmigo. Peter Ganns tiene también una personalidad muy sorprendente (es detective profesional); su comprensión de la humanidad es tan múltiple y sincera que tratarlo es adquirir inapreciable ciencia.

»No poseo el íntimo conocimiento del carácter que es, en él, don natural. Sé más de libros que de hombres, y fue mi afición por la bibliografía la que me relacionó en Nueva York con Ganns. Allí le fui muy útil en un caso policíaco, ayudándolo a probar un crimen cuyo descubrimiento giraba en torno a cierto papel fabricado para los Médici. Pero algo más grande que este mero triunfo profesional surgió de ello: fue mi amistad con el extraordinario Peter Ganns. De todo lo que he leído sólo media docena de obras me han enseñado más que ese hombre. Es un Maquiavelo del lado de los ángeles.»

Se explayó sobre Peter Ganns, hasta que sus oyentes se cansaron del tema. Entonces Giuseppe Doria lo interrumpió, planteándole un problema personal. Deseaba marcharse y ansiaba preguntar a Brendon si la ley le permitiría alejarse de los alrededores.

—A mi entender —les dijo—, soplan malos vientos por aquí, que nada bueno presagian para nadie. Deseo marcharme a Londres, si no hay inconveniente.

Pero tuvo que prolongar durante varios días su permanencia en «El nido del cuervo», porque la investigación oficial del extraño misterio no había sido aún completada. Tal investigación no logró éxito alguno, no proyectó sobre el problema el menor rayo de luz, tanto en lo referente al supuesto asesinato de Benjamin cuanto en lo concerniente a la desaparición de su hermano. El misterio de la cantera de Foggintor fue recordado y volvió a inquietar a los curiosos y a las mentalidades morbosas; pero no se llegó a descubrir ninguna clase de móvil que permitiese relacionar ambos crímenes. El problema de Robert Redmayne se tornaba cada día más insoluble. Ambas tragedias carecían de móvil y hasta la realidad de los hechos era dudosa, puesto que en ninguno de los dos casos había sido hallado el cadáver y no existía prueba material de que fuera cierta la acusación de asesinato contra el hombre desaparecido.

En vista de que en nada podía ayudar a la policía, Albert Redmayne permaneció en Devonshire el tiempo estricto que le imponía su deber. La noche anterior a su partida examinó la exigua biblioteca de su hermano y no halló en ella nada de interés para un coleccionista. Guardó, por razones sentimentales, el viejo y ajado volumen de
Moby Dick
y el diario íntimo de Benjamin. Se proponía leerlo con tranquilidad cuando estuviera de vuelta en su casa. Hasta el último momento siguió lamentando la ausencia de Peter Ganns.

—Mi amigo vendrá a Europa el año entrante —explicó—. Es, sin duda alguna, el hombre más preparado en la antipática ciencia de descubrir crímenes y, si estuviera aquí, sabría extraer de estos horrores el significado que buscamos a tientas y en vano. No creas —añadió dirigiéndose a Joanna— que tengo en menos los afanes de Brendon y la policía; pero a nada han llegado, porque hay en este asunto fuerzas extrañas y malignas que se agitan a una profundidad que ellos, con su inteligencia, no pueden sondear.

Se marchó, convencido de que su familia era víctima de algún maleficio, oculto para todos; pero prometió a Joanna que escribiría pronto a Estados Unidos y explicaría a su amigo los detalles conocidos del caso.

—Nos presentará un nuevo modo de enfocar el asunto que quizá pese mucho en la solución de este problema —aseguró Albert—. Verá cosas que escapan a nuestra vista, porque su cerebro tiene una cualidad mental sólo comparable a la de los rayos X; ve a través de los objetos como no es capaz de hacerlo una mentalidad corriente.

Antes de regresar a su casita, situada al pie de las montañas y a orillas del Lago de Como, el viejo estudioso se despidió afectuosamente de Joanna y le hizo prometer que iría a reunirse con él en cuanto le fuera posible.

No había advertido los lazos emocionales que la relacionaban con Doria; pero éste le había parecido simpático y había aprobado el buen sentido y el tacto que el italiano demostraba en circunstancias tan penosas. Antes de marcharse le regaló dinero y le prometió una recomendación, si la necesitaba. En cuanto a Joanna, le aseguró que podía disponer cuando quisiera del legado del abuelo y le ofreció su casa para que, en adelante, viviera en ella.

Finalmente partió y la investigación del caso Redmayne, iniciada con decisión y entusiasmo, decayó gradualmente y murió de inanición. Ningún indicio aislado, ninguna señal de que el caso progresaba, premió las investigaciones. Robert Redmayne había desaparecido de la faz de la tierra y su hermano junto con él. De la familia sólo quedaban Albert y su sobrina, como le comunicó Joanna, no sin melancolía, a Marc Brendon cuando llegó el día en que éste tuvo que despedirse de ella para dedicarse a otras tareas de más halagüeñas perspectivas.

La instó a que se reuniera cuanto antes con su tío y le aseguró que tendría el mayor gusto en servirla en lo que pudiera; ella, a su vez, fue muy afable y le agradeció lo que había hecho en su ayuda.

—Nunca olvidaré su paciencia y su enorme bondad —dijo—. Le estoy sumamente agradecida, Mr. Brendon, y espero, aunque sólo sea por usted, que el tiempo descubra la verdad oculta de estos horribles sucesos. Es una verdadera pesadilla que hombres buenos, que nunca inspiraron odio ni rencor a nadie, hayan sido asesinados. Pero Dios hará que la verdad se ponga al descubierto... Estoy convencida de ello.

Marc se marchó, más profundamente enamorado que nunca; aunque ella, en su despedida, no le había dado la menor esperanza. Tenía, sin embargo, la profunda convicción de que se volverían a ver. Joanna le prometió que le daría noticias de su paradero; no estaba segura de si aceptaría o no la invitación que le había hecho Albert Redmayne para que fuera a vivir con él. De este modo, Marc se separó de ella pensando que su porvenir estaba fatalmente ligado al de Doria y seguro de que si Joanna decidía ir a Como, el alegre e indomable italiano la seguiría sin pérdida de tiempo.

Sin embargo, parecía que por el momento a Giuseppe sólo le preocupaba su situación personal. Llevó a Brendon en la lancha. Era la última vez que el detective hacía el trayecto desde «El nido del cuervo» a Darmouth. Doria le comunicó que había encontrado un buen empleo en Londres.

—Espero que volveremos a vernos —le dijo—; ¡quizá dentro de poco tenga usted noticia de una maravillosa aventura en la que Doria será el
allegro
..., el hombre feliz y el héroe!

Siguieron hablando, y Marc no disimuló su impaciencia al comprender que una mente más ágil e ingeniosa que la suya estaba burlándose de él. No obstante, Doria no perdió su buen humor; pero considerando las circunstancias que lo rodeaban, su gusto latino por cierta clase de bromas resultaba cínico y casi inhumano.

Comentaron el misterioso crimen, y el italiano se declaró incapaz, también él, de encontrarle explicación; pero esto no le impidió aludir, con mal disimulada sorna, al fracaso de Brendon. A decir verdad, las cosas que insinuó, Marc las oiría seis meses más tarde en boca de alguien más responsable que Doria.

—Lo que más me desconcertaba en este horrible asunto era usted, Brendon —afirmó Giuseppe—. A pesar de su reconocida fama como detective, no ha demostrado ser más avezado que nosotros, los incapaces, ante el misterio que nos rodea. Durante algún tiempo esto me preocupó; pero ahora no me extraña.

—He fracasado y lo reconozco. He pasado por alto algo vital..., la piedra clave del arco. Pero ¿por qué dice que ya no le extraña mi actuación? ¿Porque ahora me reconoce y descubre que soy un sabueso muy torpe?

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