Los señores de la estepa (21 page)

BOOK: Los señores de la estepa
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Durante la permanencia de Koja en Manass, Yamun había estado muy ocupado. El risco por donde habían entrado al valle aparecía cubierto de hombres y caballos. Los jinetes formaban de tres y cuatro en fondo. Los diferentes estandartes —mástiles con banderines, pendones, tótemes tallados y ornamentos dorados— se levantaban a lo largo de las filas. Cada uno marcaba la posición de los comandantes.

Los salvadores de Koja pasaron al galope por delante de la formación, y el sacerdote se maravilló ante la tranquilidad que demostraban aquellos veteranos a punto de entrar en combate. Algunos dormían junto a los cascos de su montura, mientras otros bebían y presumían de las hazañas que realizarían. La mayoría esperaba en calma.

En cuestión de minutos, llegaron al lugar donde se alzaba el estandarte del Khahan, ubicado en el centro de la línea. Yamun montaba un semental blanco, y su hijo una yegua del mismo color.

Los guerreros abrieron las bolsas y depositaron en el suelo las cabezas de la escolta de Koja, a la vista del Khahan. Algunos de los rostros de los muertos le devolvieron la mirada, otros tenían los ojos cerrados. Yamun estudió las cabezas, cada vez más furioso.

—¿Qué ocurrió? —preguntó el Khahan con voz tensa.

Koja relató el encuentro mientras Yamun se paseaba de arriba abajo por la fila, sin dejar de mirar cada cabeza con mucho cuidado. El sacerdote pudo ver cómo el odio retorcía la expresión de Yamun. El señor tuigano se volvió hacia su escriba sin esperar a que el lama acabase de narrar la última parte de la batalla.

—Encárgate de que las viudas y los niños queden protegidos por el resto de sus vidas —ordenó el Khahan en tono férreo. El escriba anotó las palabras, y envió a un mensajero para que averiguara el nombre de los muertos—. Tapadlos —añadió Yamun. Después se volvió hacia Koja.

»¿Dónde están sus cuerpos? —preguntó.

—El gobernador ordenó que los colgaran en la entrada —contestó Koja en voz baja, como señal de respeto a los difuntos.

—Entonces, ¿ésta es su respuesta? —murmuró Yamun. Más que una pregunta era una exclamación, y Koja no se molestó en contestar—. Atacaremos. —El Khahan se volvió hacia los señaleros—. ¡Tocad la corneta! ¡Enviad al
minghan
de Shahin!

El portaestandarte corrió hacia el frente de la línea. Allí, bajó cinco veces el estandarte de guerra de Yamun, con sus colas de caballo, señalando hacia el este. Al mismo tiempo, otro mensajero tocó tres notas agudas con un cuerno de carnero. En el flanco oriental, uno de los estandartes, un disco plateado con cintas azules, se inclinó cinco veces. Una línea de mil jinetes se apartó de la primera fila y trotó ladera abajo para entrar en el valle.

Hasta Koja, con su escasa experiencia guerrera, sabía que mil hombres no podían asaltar las murallas de Manass. El formidable portón de madera no les permitiría entrar en el recinto, y tampoco llevaban escaleras para escalar los muros. Sus lanzas eran inservibles contra la piedra. En su mente, el lama imaginó cómo sería el ataque: los guerreros galoparían hacia la ciudad, disparando sus flechas desde la montura contra las almenas. Muy pocos proyectiles encontrarían un blanco; el resto se estrellaría en las piedras. Por su parte, los arqueros apostados en las torres y saeteras esperarían a que los jinetes se acercaran para tensar sus arcos y descargar una lluvia de flechas. Las afiladas puntas segarían a los atacantes como la guadaña siega la cebada, tal como había prometido el gobernador. Koja se acercó al lugar donde Yamun escuchaba los últimos informes procedentes de Quaraband.

—¡Mi señor Yamun, aquellos hombres están condenados a morir! —gritó el sacerdote, señalando a los atacantes que cruzaban el valle. Ahora avanzaban a todo galope.

—Lo sé —contestó el Khahan sin desviar la mirada—. Este informe dice que Chanar todavía no ha salido de Quaraband. ¿Cuánto has tardado en llegar? —le preguntó al hombre con el rostro picado de viruela.

—Dos días, gran señor —respondió el mensajero, sin aliento.

—¡Pero, vuestros hombres! —insistió Koja, alarmado, sin dejar de señalar hacia el valle—. ¡Van a una muerte segura!

—Prepárate a regresar más deprisa de lo que has venido. Ve a comer —le recomendó el Khahan, sin hacer caso de los gritos de Koja. El mensajero saludó a su jefe con una reverencia; y se alejó al trote. Por fin, Yamun volvió su atención al lama.

»Sacerdote, puede que seas sabio, pero todavía te queda mucho por aprender —dijo, irritado—. He ordenado el avance de Shahin para poder contar sus flechas. No has sido muy eficaz a la hora de averiguar sus fuerzas, así que le toca a Shahin descubrirlo.

—¿Contar sus flechas? ¿Significa que él debe averiguar el poderío de la guarnición de Manass? ¿Cómo?

—Observa —respondió Yamun. Hizo avanzar a su caballo, y le indicó a Koja que lo siguiera. La pareja cabalgó hasta donde se encontraba el portaestandarte. Desde aquel punto podían ver el valle en toda su amplitud—. Mira y aprende cómo luchamos.

Koja miró hacia Manass. Los jinetes de Shahin estaban formados delante de las murallas, justo fuera del alcance de tiro. El redoble del tambor de guerra del
minghan
resonó a través de los campos. Los guerreros cambiaron de posición y se agruparon por
jaguns
en forma de cuña. Shahin, marcado por su estandarte, ocupaba el centro de la línea. El estandarte se movió hacia la derecha y después se inclinó. Se escuchó un clamor, y el ala derecha de la caballería se lanzó a un galope desesperado hacia los muros. Koja, dominado por el horror, observó fascinado cómo avanzaban hacia la muerte.

Antes de que la carga pudiese cubrir la mitad del trayecto, comenzaron a caer las primeras víctimas de los arqueros khazaris: un jinete se desplomó sobre la montura; un caballo dobló las patas delanteras. A veces, caballo y jinete caían juntos para ser aplastados por el guerrero que venía detrás. Entre el estruendo de los cascos, se escuchaban los gritos de hombres y bestias.

El Khahan seguía atentamente el desarrollo de la carga, impasible ante la carnicería.

—¡Esto es un suicidio! —protestó Koja, furioso, llevado por la frustración de ver cómo los hombres morían inútilmente.

—Desde luego —contestó Yamun, sin molestarse en justificar sus acciones—. Pero ahora sé cuáles son las fuerzas y las debilidades del enemigo. Mira, ¿cuántos han muerto en la carga?

—¿Los habéis enviado para poder contar los muertos? —preguntó Koja, pasmado por el horror.

—Sí. Gracias a ellos, he averiguado la habilidad de los arqueros de Manass. ¿Has visto cuántas veces han disparado? ¿Su disposición en las saeteras? —Yamun hizo girar a su caballo y cabalgó de regreso hacia el campamento principal, Koja no lo siguió, incapaz de apartar la mirada de la terrible escena. Lo asombraba que Yamun Khahan, el gran líder de los tuiganos, un hombre que había conquistado casi toda la estepa, pudiese utilizar a sus tropas de una manera tan cruel.

En el fondo del valle, la primera oleada de soldados regresaba de la carga. Los cuerpos de hombres y caballos muertos señalaban el curso de su ataque. Las bestias heridas sacudían las patas en un último estertor, o renqueaban de vuelta hacia la línea. Los jinetes desmontados corrían por el campo de batalla, recogiendo a los animales, para después ir a reunirse con sus compañeros. Antes de que el ala derecha pudiera reagruparse, se dio la señal para la carga del ala izquierda.

Una vez más, se repitió el siniestro ciclo. Los guerreros galoparon y cayeron igual que antes. Esta vez, el sacerdote observó el desarrollo de la carga hasta su conclusión. De pronto, cuando habían recorrido poco más de la mitad de la distancia, los jinetes sofrenaron sus cabalgaduras y dieron la vuelta. Mientras iniciaban el galope de regreso, cada uno se volvió en la montura y disparó una flecha. Se escuchó un débil zumbido cuando la descarga voló hacia las almenas. Unos cuantos khazaris cayeron víctimas de las saetas, pero eran demasiado pocos en comparación con las pérdidas sufridas por los atacantes. De todos modos, Koja no pudo evitar su admiración por la valentía y la habilidad de los tuiganos.

Yamun se reunió con Koja en el momento en que la última carga se alejaba de las murallas. Un toque de corneta llamó a retirada. Los hombres de Shahin formaron en grupos y, tras recoger a los heridos, emprendieron el camino de regreso a la seguridad de sus líneas. Mientras se retiraban del campo de batalla, se abrió el portón de Manass para dar salida a los escuadrones de caballería. En un acto insólito, los khazaris abandonaban la seguridad de su fortaleza para perseguir a los pequeños grupos de tuiganos exhaustos, convencidos de que estaban derrotados. Los guerreros de Shahin no perdieron la cabeza, y cabalgaron siempre por delante de sus perseguidores. Aquí y allá, los caballeros khazaris alcanzaban a sus presas y masacraban a los tuiganos, pero el grueso de los hombres de Yamun escapó de la muerte. Koja se mostró asombrado de la disciplina y el control de los jinetes. En ningún momento se habían producido escenas de pánico.

—Has dicho que el señor de Manass prometió acabar con nosotros, ¿no es así? —preguntó Yamun de improviso.

—Sí, Khahan —respondió Koja, protegiéndose los ojos con una mano para poder ver mejor lo que ocurría en el valle.

—Entonces, el tal señor es un tonto. —Yamun palmeó el pescuezo de su caballo—. Necesito un plan. Ojalá el general Chanar estuviese aquí.

Koja se sorprendió al escuchar el comentario del kan.

—¿Por qué, señor? —inquirió.

—Chanar es un zorro, historiador. Es muy astuto en el campo de batalla. Entre los dos podríamos elaborar un plan. —Yamun estudió el campo de batalla. Abstraído, tironeaba de su bigote. Los jinetes khazaris habían cabalgado mucho más allá de la protección de los arqueros apostados en las murallas, y lo habían hecho en desorden, fuera del control de sus comandantes.

De pronto, Yamun se irguió en la montura y torció los labios en una sonrisa fría.

—¡Señal para los hombres en el risco, que se oculten! —le gritó al portaestandarte—. ¡Después señala a Shahin que vuelva aquí! —Yamun hizo girar a su caballo y trotó hacia el campamento donde lo aguardaban los demás kanes. Koja lo siguió, interesado por descubrir las intenciones del líder tuigano.

»Kanes, tengo un plan. Sacaremos a los hombres del risco, y luego atacaremos con tres
minghans
. —Se escuchó un murmullo de asombro entre los reunidos.

—Tres mil hombres no pueden vencer —opinó Goyuk, con un gesto de preocupación en su rostro arrugado—. No sirve, Yamun.

—Mañana es cuando venceremos. ¿Recuerdas la batalla del Pozo Amargo? —insinuó Yamun. La expresión de Goyuk se animó—. Entremos en la tienda —ordenó el Khahan. Koja se adelantó para unirse a los jefes, pero un par de guardias le impidió el paso. Antes de que pudiese reclamar la atención de Yamun, se cerró la puerta.

La reunión se prolongó más de una hora, y en este tiempo las idas y venidas de los mensajeros fueron constantes. Mientras esperaba, Koja observó las maniobras de las tropas, que parecían indicar una retirada inminente. Cuando acabó la reunión, los kanes corrieron a ocupar sus posiciones. Yamun y Jad estaban muy ocupados con los informes y mensajes, y Koja no tuvo ninguna oportunidad para interrogar a ninguno de los dos. El sacerdote sólo podía adivinar qué ocurriría después. Finalmente, Yamun ordenó que le prepararan un asiento en el risco. Koja lo siguió, a la espera de ver cómo se desarrollaban los acontecimientos.

—Ahora —ordenó Yamun, con la mirada puesta en el valle. Una trompa sonó a espaldas de Koja. El portaestandarte se adelantó a la carrera y movió sus banderolas. Se escucharon las voces de mando, el tintineo de los arneses, y el ruido de los cascos a medida que las tropas desfilaban ladera abajo.

El sol estaba casi en el horizonte cuando los tres
minghans
, tres mil hombres, alcanzaron los campos delante de Manass. Koja no disimulaba su curiosidad. No entendía cómo, sin la ayuda de equipos adecuados —escaleras, cuerdas—, Yamun esperaba superar las murallas de la ciudad. Quizás había algo que el lama desconocía respecto a las artes militares. Para él, era un desperdicio inútil de vidas humanas. Este nuevo ataque estaba condenado al fracaso, y sólo dejaría más muertos y heridos. ¿Qué podía ganar Yamun con estos ataques desesperados?

Consumido por la curiosidad, Koja pensó que tal vez pudiera averiguar los planes de Yamun haciendo valer su condición de historiador. Cruzó entre el grupo de mensajeros, y buscó al Khahan para pedirle una explicación, pero el gigantesco Sechen y otro guardia kashik salieron a su encuentro.

—Vendrás con nosotros, khazari —dijo el luchador. La voz del hombre era dura y tenía un tono de amenaza. Koja decidió no protestar—. El Khahan ha dado la orden de confinarte en una yurta. Vendrás con nosotros. —Sechen desenfundó su puñal.

—Pero ¡si no he hecho nada! —exclamó Koja.

—Eres un khazari. Acompáñanos o te mato. —Los guardias lo cogieron por los brazos. Resignado y bastante preocupado por su vida, Koja dejó que lo llevaran en volandas.

Los hombres lo dejaron en una pequeña yurta vacía y ocuparon sus puestos de vigilancia. Koja, sin nada más que hacer, se sentó junto a la puerta e intentó espiar la actividad en el exterior o escuchar cualquier conversación que pudiese informarle de lo que ocurría.

Durante mucho tiempo, no pasó nada digno de mención. Entonces, con los últimos rayos de sol, escuchó un trueno conocido. Caballos, un gran número de ellos, que marchaban al trote. Muy pronto, el ruido fue en aumento. Koja sólo podía imaginar la escena, al otro lado del risco. Los
minghans
avanzaban con el sol poniente a sus espaldas, para cegar a los arqueros en las saeteras. El lama aguzó el oído. Débilmente, a través del aire del crepúsculo, le llegaban los toques de cornetas y el redoble de los tambores de guerra. Después, una nota más aguda se agregó a los demás sonidos. Al principio, Koja no supo a qué atribuirla: por fin comprendió que eran los gritos de los jinetes y los relinchos de los animales.

Había comenzado la batalla de Manass, y él no podía hacer otra cosa que escuchar.

Los sonidos continuaron durante más de una hora después del ocaso, cada vez más débiles y menos frecuentes. Koja permaneció inmóvil, atento a cualquier golpe, grito o aullido que llegara hasta él. La batalla era un fracaso, un desperdicio de vidas sin justificación. Imaginó los campos frente a Manass cubiertos de hombres destrozados y caballos despanzurrados, y contuvo un sollozo involuntario al pensar en tantos sufrimientos inútiles.

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