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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Los trabajos de Hércules (26 page)

BOOK: Los trabajos de Hércules
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—Bueno, señor; hemos encontrado a la niña y no está herida ni ha sido maltratada. Eso es lo principal.

—Pero no resuelve la cuestión de cómo ni por qué la encontraron, ¿verdad? ¿Qué es lo que dice ella? La reconoció un médico, ¿verdad? ¿Qué opina?

—Que la narcotizaron. Todavía no se ha repuesto del todo y, por lo visto, no recuerda casi nada de lo que le ocurrió después de salir de Cranchester. Parece como si todo ello le hubiera sido borrado de la memoria. El médico cree que, posiblemente, hubo una ligera contusión. Tiene un chichón en la parte posterior de la cabeza, lo que pudo producir una completa pérdida de la memoria.

—Lo cual resulta muy conveniente... para alguien —observó Poirot.

El inspector Hearn replicó con acento dubitativo:

—¿Cree usted que la chica nos oculta algo, señor

—¿Lo cree usted?

—No. Estoy seguro de que no. Es una buena chica... tal vez demasiado infantil para su edad.

—No. No está disimulando —Poirot sacudió la cabeza—. Pero me gustaría saber cómo salió del tren. Necesito conocer al responsable de ello... y enterarme de por qué lo hizo.

—En cuanto a eso último, parece aceptable que fue un intento de rapto, señor. Querían retenerla para pedir rescate.

—Pero no lo hicieron.

—Perdieron la cabeza cuando vieron la polvareda que se levantaba... y se apresuraron a dejarla al lado de la carretera.

Poirot preguntó, escéptico:

—¿Y qué rescate esperaban conseguir de un canónigo de la catedral de Cranchester? Los dignatarios de la Iglesia anglicana no son potentados.

El inspector Hearn comentó alegremente:

—En mi opinión, ha sido una chapuza hecha por gente inexperta.

—Ah, ¿ésa es su opinión?

Hearn se sonrojó.

—¿Cuál es la suya? —preguntó.

—Quiero saber a ciencia cierta cómo salió del tren.

La cara del oficial se ensombreció.

—Ése sí que es un verdadero misterio. Estuvo en el coche restaurante, charlando con las otras chicas, y cinco minutos después se desvaneció... «presto»... como en un juego de manos.

—Eso es, como por arte de magia. ¿Quién más iba en el coche donde reservó los departamentos la señorita Pope?

El inspector Hearn asintió.

—Es un buen detalle, señor. Muy importante, porque precisamente era el último coche del tren y tan pronto como volvió la gente del restaurante, cerraron las puertas de comunicación entre los coches. Lo hacen con objeto de que los pasajeros no se agolpen pidiendo té, antes de limpiarlo todo después de las comidas. Winnie King volvió a su coche con las demás. El colegio había reservado tres departamentos.

—¿Y quién ocupaba los restantes de aquel vagón?

Hearn sacó su libro de notas.

—La señorita Jordan y la señorita Butters, dos solteronas de mediana edad que iban a Suiza. Nada de particular respecto a estas dos; altamente respetables y muy conocidas en Hampshire, de donde provenían. Dos viajantes de comercio franceses; uno de Lyon y otro de París. Personas honorables ambos. Un joven llamado James Elliot y su esposa... ¡vaya señorita decorativa! El chico no tiene muy buena reputación; la policía sospecha que ha intervenido en algunas transacciones bastante dudosas; pero nunca se dedicó a raptar niños. Sea como fuere, se registró cuidadosamente el departamento donde viajaba el matrimonio, aunque no se encontraba nada en el equipaje que indicara su participación en el asunto. Al fin y al cabo, no sé de qué manera tenían que haberlo hecho. Además de los nombrados, estaba también una señora americana, la señora Van Suider, que iba a París. Aunque nada sabemos de ella, su aspecto no era sospechoso. Y éstos eran todos.

—¿Se comprobó definitivamente que el tren no se detuvo antes de salir de Amiens? —preguntó Poirot.

—No paró en ningún sitio. Aflojó la marcha en una ocasión, pero no lo suficiente para permitir que alguien saltara a la vía, a menos que se lastimara y a riesgo de matarse.

Hércules murmuró:

—Eso es lo que hace el problema tan interesante. La colegiala se esfumó tan pronto como salieron de Amiens. Y reapareció justamente en las afueras de esa población. ¿Dónde estuvo entretanto?

El inspector Hearn sacudió la cabeza.

—No tiene sentido. Y a propósito; me dijeron que preguntó usted algo acerca de unos zapatos... los de la muchacha. Llevaba los suyos cuando la encontraron, pero un empleado del ferrocarril encontró un par de ellos en la vía. Se los llevó a casa, pues parecía estar en buen uso. Zapatos recios y negros.

—¡Ah! —suspiró Poirot, como si sintiera un repentino alivio.

El policía preguntó con curiosidad:

—No comprendo el significado de los zapatos, señor.

—Vienen a confirmar una teoría —replico Poirot—. Una teoría acerca de cómo se llevó a cabo el juego de manos.

4

El colegio de la señorita Pope, como muchos otros de su clase, estaba situado en Neilly. Mientras contemplaba su respetable fachada, Hércules Poirot se vio envuelto por una ola de muchachas que salían por sus portales.

Contó veinticinco de ellas. Todas vestían uniforme de color azul oscuro y llevaban en la mano sombreritos ingleses de terciopelo de igual color, cuya banda ostentaba el distintivo, púrpura y oro, que la señorita Pope había elegido para su colegio. Las edades oscilaban entre los catorce y los dieciocho años. Los tipos eran de lo más variado; gordas y flacas, rubias y morenas, larguiruchas y garbosas. Al final, acompañada por una de las más jóvenes, venía una mujer de cabellos grises y aspecto inquieto que, según juzgó Poirot, debía ser la señorita Burshaw.

El detective se quedó mirando cómo se alejaban las muchachas y luego apretó el botón del timbre y preguntó por la señorita Pope.

La señorita Lavinia Pope era una persona completamente diferente de la señorita Burshaw. Tenía personalidad y sabía infundir respeto. Tenía esa patente superioridad sobre los demás que constituye uno de los más preciados dones de una directora de colegio.

Se peinaba con distinción el pelo gris y llevaba un traje severo, pero elegante. Era competente y parecía saberlo todo.

El salón donde recibió a Poirot daba idea de su cultura. Estaba amueblado con distinción y adornado con flores y algunas fotografías dedicadas por antiguas alumnas que ahora brillaban en el mundo; muchas de ellas ataviadas con el traje con que fueron presentadas en sociedad. En las paredes se veían también varias reproducciones de las mas famosas obras pictóricas y algunas acuarelas de excelente factura. La habitación estaba limpia y pulida en grado sumo. Hacía pensar al visitante que ni una mota de polvo tendría osadía de posarse sobre tan deslumbrante brillantez.

La señorita Pope recibió a Poirot con la competencia de una persona cuyos juicios raramente fallan.

—¿Monsieur Hércules Poirot? Conozco su nombre, desde luego. Supongo que habrá venido con motivo del desafortunado asunto de Winnie King. Ha sido un incidente muy penoso.

Pero ella no parecía muy apenada. Afrontaba el desastre en la única forma aconsejable, es decir, tratándolo con mucha competencia y reduciéndolo, por lo tanto, hasta hacerlo parecer casi insignificante.

—Tal cosa no había ocurrido nunca en esta casa —dijo.

«Y nunca volverá a suceder», parecían afirmar sus maneras.

—Era la primera vez que la muchacha salía de casa.

—Sí.

—¿Tuvo usted alguna entrevista preliminar con Winnie... con sus padres?

—Recientemente, no. Hace dos años estuve cerca de Cranchester en casa del obispo...

La forma con que pronunció estas últimas palabras parecían decir:

«Tome nota, por favor. Soy de las que paran en casa de los obispos.»

—Mientras estuve allí conocí al canónigo King y a su esposa. La señora King sufre una enfermedad crónica. Entonces conocí también a Winnie; una muchacha muy bien educada y que posee un buen sentido artístico. Le dije a la señora King que tendría mucho gusto en recibir a su hija en mi colegio al cabo de un año o dos... cuando hubiera completado su cultura general. Aquí nos especializamos en arte y música. Llevamos a las muchachas a la ópera y a la Comedia Francesa. También toman lecciones en el Louvre. Los mejores maestros vienen a enseñarles música, canto y pintura. Nuestro propósito es darles la más amplia de las culturas.

La señorita Pope se acordó de pronto que Poirot no era padre de ninguna posible nueva alumna y añadió abruptamente:

—¿En qué puedo servirle, monsieur Poirot?

—Me gustaría saber cuál es su actual posición respecto a Winnie.

—Su padre ha venido a buscarla para llevársela con él. Es lo más prudente que se puede hacer después de la impresión que ha sufrido.

Y prosiguió:

—No admitimos jóvenes delicadas de salud, pues no tenemos nada dispuesto para cuidar enfermos. Le dije al canónigo que, en mi opinión, lo mejor que podía hacer era llevarse a su hija.

Poirot preguntó sin rodeos:

—¿Qué cree usted que ocurrió en realidad, señorita Pope?

—No tengo ni la menor idea, monsieur Poirot. El asunto en sí, tal y como me lo han contado, parece absolutamente increíble. Y no me parece que la persona de mi confianza que cuidaba de las muchachas tenga la culpa de ello... En todo caso, podría reconvenírsele el que no descubriera antes la desaparición.

—¿Tal vez recibió usted la visita de la policía? —preguntó Poirot.

Un ligero estremecimiento recorrió la aristocrática figura de la señorita Pope y con acento glacial dijo:

—Vino a verme un tal monsieur Lafarge, de la prefectura. Quería saber si yo podía decirle algo que aclarara la situación. Pero, como era natural, no pude hacer nada por él. Entonces solicitó registrar el baúl de Winnie que ya había llegado junto a los de las otras chicas. Le dije que aquello ya me había sido solicitado por otro miembro de la policía. Supongo que no existe mucha conexión entré sus diversos departamentos. Me telefonearon poco después, insistiendo en que no les había entregado todo lo que pertenecía a Winnie. Pero sobre esta cuestión fui muy concisa con ellos. No debe someterse una, ni dejarse intimidar por elementos oficiales.

Poirot exhaló un largo suspiro.

—Tiene usted un carácter animoso. La admiro por ello, mademoiselle. Presumo que el baúl de Winnie fue abierto cuando llegó, ¿verdad?

La señorita Pope pareció algo desconcertada.

—Rutina —dijo—. Vivimos estrictamente guiados por reglas rutinarias. Los baúles de las muchachas son abiertos cuando llegan y sus cosas se guardan en la forma que tengo establecida de antemano. Todo lo de Winnie se sacó, junto con lo de sus compañeras. Como es lógico, después se volvió a guardar en el baúl, para entregarlo tal como llegó.

—¿Tal como llegó exactamente?

Poirot se levantó y fue hacia una de las paredes.

—Posiblemente —dijo— ésta es una vista del famoso puente de Cranchester, con la catedral al fondo.

—Está usted en lo cierto, señor Poirot. Winnie lo pintó con la intención evidente de traerlo y darme una sorpresa. Estaba en el baúl, envuelto en un papel sobre el que se leía: «Para la señorita Pope, de Winnie.» Fue un detalle muy delicado de la niña.

—¡Ah! —dijo Poirot—. ¿Y qué piensa usted de ello... como pintura?

Había visto muchos cuadros que representaban el puente de Cranchester. Era un motivo que podía encontrarse cada año en la Academia; algunas veces pintado al óleo, otras en acuarela. En ocasiones bien ejecutado; pintado a veces con un estilo mediocre, y en otras, como si hubieran utilizado una treta para diseñarlo. Pero nunca tan crudamente representado como en aquella muestra.

La señorita Pope sonrió con indulgencia.

—No se debe descorazonar a las chicas, señor Poirot. A Winnie hay que estimularla para que trabaje mejor, desde luego.

El detective comentó, penosamente:

—Hubiera sido más lógico, para ella, pintar una acuarela, ¿no le parece?

—Sí. No sabía que pintara al óleo.

—¡Ah! —exclamó Poirot—. ¿Me permite, señorita?

Descolgó el cuadro y lo llevo hasta la ventana. Lo examinó y luego, levantando la vista, observó:

—Le voy a rogar, señorita, que me regale este cuadro.

—Bueno... en realidad, señor Poirot...

—No me dirá que le ha tomado cariño. La pintura es abominable.

—Convengo en que no tiene mérito artístico alguno. Pero es el trabajo de una alumna y...

—Le aseguro, señorita, que es un cuadro que no merece estar colgado en las paredes de esta habitación.

—No sé por qué dice usted eso, señor Poirot.

—Se lo voy a probar en un momento.

Sacó del bolsillo una botella, una esponja y varios trapos.

—Antes le voy a contar una corta historia. Tiene algún parecido con el cuento del patito feo que se convirtió en cisne.

Mientras hablaba, trabajaba afanosamente. El olor del aguarrás llenó la habitación.

—Posiblemente habrá usted visto pocos programas de variedades teatrales, ¿verdad?

—En efecto; me parecen cosas bastante triviales...

—Triviales, tal vez; pero en ocasiones son instructivas. Yo he visto a un artista de variedades cambiar de personalidad de una forma casi milagrosa. En uno de los cuadros es una estrella de
cabaret
, exquisita y encantadora. Diez minutos después es una niña de corta estatura, anémica y escrofulosa, vestida con atavío de gimnasia... y pasados otros diez minutos en una gitana andrajosa que va diciendo la buenaventura.

—Es posible, no lo dudo; pero no veo qué tiene de particular...

—Voy a demostrarle cómo se hizo el juego de magia en el tren. Winnie, la colegiala, con sus trenzas, sus gafas y sus dientes prominentes... entró en el tocador de señoras. Un cuarto de hora después salió de allí, y usando las palabras del inspector Hearn, ¡qué señora tan decorativa! era entonces. Finísimas medias de seda; zapatos de tacón alto; un abrigo de visón cubriendo su uniforme escolar; un atrevido pedacito de terciopelo, llamado sombrero, colocado sobre los rizos... y una cara... ¡qué cara! Colorete, polvos, lápiz labial, maquillaje. ¿Cuál es la verdadera cara de esta artista del disfraz? Sólo Dios lo sabe. Mas, usted misma, señorita, ha visto cuan a menudo cambian las desgarbadas colegialas y, como por milagro, se convierten en unas atractivas y atildadas debutantes en sociedad.

La señorita Pope dio un respingo.

—¿Quiere usted decir que Winnie King se disfrazó de...?

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