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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Los trabajos de Hércules (23 page)

BOOK: Los trabajos de Hércules
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—¿De veras?

—Le eché un gran remiendo al brazo. No era cosa seria. Luego, entre dos de los individuos empezaron a embaucarle y al final accedió a tomar un par de billetes de cinco libras y a olvidarse de lo que había pasado. Al pobre diablo le arreglaron la noche. Tuvo un magnífico golpe de suerte.

—¿Y usted?

—Yo tuve que trabajar un poco más. La señora Grace tenía por entonces un agudo ataque histérico. Le di algo para calmarla y la mandé a la cama. Había otra chica que tampoco se encontraba bien... una muchacha joven a quien, asimismo, tuve que atender... Y entretanto, los demás empezaron a desfilar todo lo aprisa que podían.

Hizo una pausa.

—Entonces —comentó Poirot— tuvo usted tiempo para recapacitar sobre lo que había ocurrido.

—Exactamente —contestó Stoddart—. Si se hubiera tratado de una pandilla de borrachines no me hubiera preocupado lo más mínimo. Pero tratándose de drogas...

—¿Está usted seguro de que tomaron drogas?

—Por completo. No podía equivocarme. Encontré restos de una cajita de laca; pero lo que interesa es saber de dónde provienen. Recuerdo que hace unos días habló usted de un gran incremento que se observa entre los adictos de las drogas.

Hércules Poirot asintió y dijo:

—La policía se interesará mucho por esta fiesta.

Michael Stoddart replicó con acento intranquilo:

—Eso es precisamente...

Poirot lo miró, como si hubiera despertado en él un súbito interés.

—Pero a usted... no le conviene que la policía intervenga, ¿verdad? —observó.

Stoddart murmuró:

—Hay gente inocente que se ve mezclada en estas cosas... y se encuentra en un verdadero apuro.

—¿Es la señora Grace por quien siente tanta solicitud?

—¡Válgame Dios! No. Ésa sabe cuidar muy bien de sí misma.

—Entonces, es la otra... la muchacha... —dijo Poirot lentamente.

—Desde luego —replicó el médico—. En cierto aspecto, también es una buena pieza. Es decir, ella misma se describe así. Pero, en realidad, es muy joven y un poco alocada... tan sólo chiquilladas. Se ha mezclado con una pandilla como ésta porque se ha figurado que ello es elegante, moderno, o cualquier cosa por el estilo.

Una ligera sonrisa asomó a los labios de Poirot.

—¿Tuvo ocasión de conocer a esa joven antes de ahora? —preguntó con suavidad.

Michael Stoddart asintió. Parecía un colegial cogido en falta.

—La encontré en Mertonshire, en un baile. Su padre es un general retirado, de los de «¡Rayos y truenos, matadlos a todos!», un
pukka sahib...
Ya sabe a qué tipo me refiero. Son cuatro hermanas; todas ellas un tanto indómitas... y yo creo que el padre tiene la culpa. El sitio donde viven no es de los más convenientes; cerca de una fábrica de armamentos. Hay por allí gente de dinero que no tiene ninguno de los sentimientos anticuados de la gente que vive en el campo. Ricos y viciosos por lo general. Las chicas se han encontrado con mala compañía.

Poirot lo contempló pensativamente durante unos momentos y luego dijo:

—Ahora me doy cuenta de por qué deseaba mi presencia. ¿Quiere que me encargue del asunto?

—¿Lo hará? Creo que debe intentarse algo..., pero le confieso que me gustaría mantener a Sheila Grant apartada de esto.

—Tal vez pueda hacerse algo. Me encantaría ver a esa joven.

—Venga por aquí.

Salieron de la habitación. Desde una puerta salió una voz quejumbrosa.

—Doctor... por amor de Dios, doctor; que me voy a volver loca.

Stoddart entró en el dormitorio y Poirot le siguió. El cuarto presentaba un aspecto caótico. Polvos de tocador derramados por el suelo; tarros y botes de crema por doquier y ropas tiradas sobre los muebles. En la cama estaba tendida una mujer de cabellos rubios, teñidos, y cara de aspecto estúpido y vicioso.

—Un millón de insectos me corren por el cuerpo... se lo aseguro —exclamó—. Me voy a volver loca... Déme algo, por lo que más quiera.

El doctor Stoddart se situó al lado de la cama y habló con tono suave y profesional.

Sin hacer ruido, Poirot salió de la habitación. Ante él había otra puerta. La abrió.

Era una pequeña habitación, modestamente amueblada. En la cama yacía una figura esbelta y juvenil.

Poirot avanzó de puntillas y miró a la muchacha.

Cabello negro; una cara larga y pálida... sí; joven... muy joven...

Un destello blanco brilló entre los labios de ella. Abrió los ojos con expresión sobresaltada. La muchacha miró al intruso, se sentó en la cama y sacudió la cabeza, esforzándose en apartar la espesa mata de pelo negro. Parecía un potrillo salvaje. Retrocedió ligeramente, como hace un animal montaraz cuando sospecha de un extraño que le ofrece comida.

—¿Quién diablos es usted?

—No se asuste, señorita.

—¿Dónde está el doctor Stoddart?

El joven entraba entonces en la habitación y la muchacha dijo con tono de alivio:

—¡Ah! Estás ahí. ¿Quién es éste?

—Un amigo, Sheila. ¿Cómo te encuentras ahora?

—Terriblemente... ¿Por qué tomaría esa porquería?

—Yo, en tu lugar, no repetiría la prueba.

—No... no lo haré.

—¿Quién se la proporcionó?

La joven abrió los ojos y su labio superior se encogió un poco.

—La trajeron... a la fiesta. Todos la probamos. Al principio fue una cosa estupenda.

—Pero ¿quién la trajo? —insistió nuevamente el detective.

Ella sacudió la cabeza.

—No lo sé. Debió de ser Tony... Tony Hawker. Aunque en realidad no sé nada de ello.

—¿Es la primera vez que toma drogas, mademoiselle? —preguntó Poirot.

La muchacha asintió.

—Sería mucho mejor que fuera la última —observó Stoddart con brusquedad.

—Sí... supongo que sí... Pero fue algo maravilloso.

—Óyeme bien, Sheila Grant —dijo Stoddart—. Soy médico y sé lo que digo. Si empiezas a tomar drogas te encontrarás cualquier día con sufrimientos que ahora te parecerían increíbles. Las drogas arruinan a la gente en cuerpo y alma. El beber es un juego de niños al lado de ellas. Déjalo desde ahora mismo. ¡Créeme; no es nada divertido! ¿Qué crees que dirá tu padre cuando se entere de lo que ha pasado esta noche?

—¿Papá? —la voz de Sheila Grant subió de tono—. ¿Papá? —empezó a reír—. ¡Me imagino la cara que pondría! No debe saberlo. Ya ha tenido siete ataques.

—Y con razón —añadió Stoddart.

—Doctor... doctor... —el lamento de la señora Grace llegó hasta ellos desde la otra habitación.

Stoddart murmuró algo irrespetuoso y salió del dormitorio.

Sheila Grant miró de nuevo a Poirot. Parecía algo confusa.

—¿Quién es usted? —preguntó—. No estaba en la fiesta.

—No; no lo estaba. Soy amigo del doctor.

—¿Es usted médico? No lo parece.

—Me llamo —declaró Poirot, procurando como siempre, que una declaración tan simple hiciera el efecto de un telón al levantarse para empezar la función—. me llamo Hércules Poirot.

En esta ocasión produjo la impresión que esperaba. Poirot se había dado cuenta, de vez en cuando, de que los jóvenes de la nueva generación no habían oído hablar nunca de él.

Pero no había duda de que Sheila Grant sí sabía quién era, pues se quedó con la boca abierta, sin saber qué decir. Sólo pudo mirarlo... mirarlo fijamente.

3

Se dice, justificada o injustamente, que todos tienen una tía en Torquay.

Y se asegura también que todo el mundo tiene por lo menos un primo segundo en Mertonshire. Situado a una razonable distancia de Londres, se celebran en él monterías y se puede pescar y cazar. Hay por aquí varios pueblos pintorescos, pero muy poco engreídos por ello, aunque tienen un buen sistema ferroviario y una nueva autopista que facilita a los motoristas la ida y vuelta a la metrópoli. Los criados ponen más dificultades para ir allí que a otros distritos más rurales de las Islas Británicas. La consecuencia de todo esto es que resulta prácticamente imposible vivir en Mertonshire, a no ser que se disfrute de una renta que pueda expresarse con cuatro cifras; pero con los impuestos y unas cosas y otras, si es de cinco, muchísimo mejor.

Hércules Poirot, como era extranjero, no tenía ningún primo segundo en aquel condado; mas había conseguido hacer un buen número de amistades y no tuvo dificultad en conseguir que alguien le invitara a que hiciera una visita a la región. Además, encontró como anfitrión a una buena señora cuya mayor delicia consistía en ejercitar su lengua hablando de los vecinos. Lo malo de ello estribaba en que Poirot debía resignarse a oír una gran cantidad de cosas acerca de gente que no le interesaba en lo más mínimo, antes de llegar a referirse a lo que le llevaba allí.

—¿Las Grant? Sí; son cuatro chicas. No me extraña que el pobre general no las pueda dominar. ¿Qué puede hacer un hombre con cuatro chicas? —la mano de lady Carmichael se agitó elocuentemente.

—Es verdad —convino Poirot.

La señora continuó:

—Me han dicho que en su regimiento solía mantener una firme disciplina. Pero con esas chicas no puede. Eso no pasaba cuando yo era joven. El viejo coronel Sandys era un ordenancista tan acérrimo, que sus pobres hijas...

(Y aquí una larga disgresión sobre las desgracias de las chicas del coronel Sandys y otras amigas de lady Carmichael.)

—Pues verá usted —la dama volvió al tema primitivo—. Yo no digo que haya nada malo en esas jóvenes. Tan sólo buen humor y mucha vitalidad... aunque van con una pandilla nada recomendable. Esa gente no se veía antes por aquí. Ahora vienen tipos bastante extraños. Ya no queda lo que pudiéramos llamar espíritu señorial. Todo es dinero, dinero y dinero. ¡Y hay que ver las cosas que se oyen! ¿Quién dijo usted? ¿Anthony Hawker? Sí, le conozco. Es lo que yo considero un joven desagradable aunque por lo visto está forrado de billetes. Viene a cazar y da fiestas en las que derrocha el dinero. Y también se celebran en su casa reuniones bastante singulares, si es que una va a prestar oído a todo lo que dicen por ahí... No es que yo lo crea, pero ya sabe lo mal pensada que es la gente. Siempre suponen lo peor. Parece que está de moda el decir que una persona bebe o toma drogas. Hace unos días alguien me confesó que las chicas jóvenes son borrachas por inclinación. Yo opino que eso es una indelicadeza. Y, por otra parte, si ven que alguien tiene unas maneras vagas o raras, no dudan en decir: «Drogas». No lo estimo justo. Eso dicen de la señora Larkin y aunque esa mujer no me importa en absoluto, creo que sólo se trata de distracciones que sufre. Es una gran amiga de Anthony Hawker y estoy segura de que por dicha causa les tiene tanta inquina a las hermanas Grant... dice que son unas antropófagas; unas devoradoras de hombres. No me extrañaría que hayan perseguido a más de uno, pero ¿por qué no? Al fin y al cabo es una cosa natural. Y, además, las cuatro tienen buen tipo.

Poirot intercaló una pregunta.

—¿La señora Larkin? Mi querido amigo, no creo que pueda contestar a eso. En estos días no hay manera de saber quién es una persona. Dicen que vive bien y, por lo que se ve, no anda mal de dinero. Su marido era una personalidad en la City. Murió: ella no está divorciada. No hace mucho tiempo que vive aquí; vino poco después de los Grant. Siempre he creído que...

La anciana se detuvo y quedó con la boca abierta, mientras los ojos parecían querer saltar hacia Poirot. Se inclinó hacia delante y golpeó los nudillos del detective con un cortapapeles que tenía en la mano. Y sin hacer caso del gesto de dolor que hizo él exclamó:

—¡Desde luego! ¡Por eso está aquí! Es usted un pícaro solapado. Y no pararé hasta que me lo cuente todo.

—Pero ¿qué es lo que debo contarle?

Lady Carmichael intentó darle otro golpe, pero Poirot lo esquivó hábilmente.

—¡Se parece a una ostra, Hércules Poirot! Ya veo cómo tiemblan sus bigotes. No hay duda de que es un asunto relacionado con algún crimen lo que le ha traído aquí... ¡y me está sonsacando así descaradamente todo lo que sé! Vamos a ver, ¿puede ser asesinato? ¿Quién murió en estos últimos tiempos? Sólo Louisa Gilmore, pero tenía ochenta y cinco años y, además, padecía hidropesía. No puede ser ella. El pobre Leo Staverton se rompió el cuello en una cacería y ahora va escayolado hasta la cabeza... éste tampoco puede ser. Tal vez no se trate de asesinato. ¡Qué lástima! No me acuerdo de que haya ocurrido un buen robo de joyas últimamente... Quizás está usted persiguiendo a un criminal... ¿Es Beryl Larkin? ¿Envenenó a su marido? Puede ser que los remordimientos sean la causa de que tenga esas maneras vagas.

—Madame, madame —exclamó Hércules Poirot—. Va demasiado de prisa.

—¡Tonterías! Usted se propone algo.

—¿Está familiarizada con los clásicos, madame?

—¿Qué tienen que ver los clásicos con todo esto?

—Pues verá usted. Estoy emulando a mi ilustre predecesor Hércules. Uno de los «trabajos» que llevó a cabo fue la doma de los caballos de Diomedes.

—No me diga que ha venido a domar caballos; a su edad... y con esos zapatos de charol que siempre lleva. No creo que haya montado a caballo en su vida.

—Los caballos, madame, son simbólicos. Eran caballos salvajes que comían carne humana.

—¡Qué mal gusto! Opino que los antiguos griegos y romanos tenían muy mal gusto. No sé por qué los clérigos tienen tanta afición a los clásicos. Los citan a cada dos por tres; de una parte nunca sabes qué es lo que quieren decir y, por otra, me parece que el tema principal de todo lo clásico es impropio para gente de iglesia. La literatura demasiado pecaminosa... y todas estas estatuas sin una mala prenda encima. Y no es que yo haga mucho caso de ello, pero ya sabe cómo se enfadan los pastores de nuestras iglesias cuando ven entrar a una chica que no lleva medias... Veamos, ¿dónde estaba?

—No se lo puedo decir.

—Supongo, miserable, que no querrá confesar si la señora Larkin envenenó a su marido. ¿O tal vez Anthony Hawker es el asesino del baúl de Brington?

Miró al detective como si esperara que éste le hiciera alguna confidencia, pero la cara de Poirot permaneció impasible.

—Puede tratarse de una falsificación —especuló lady Carmichael—. Hace unos días vi a la señora Larkin en el Banco. Acababa de cobrar un cheque de cincuenta libras, y me pareció entonces una cantidad demasiado elevada para cobrarla en efectivo. No: no es eso... si hubiera sido una falsificadora hubiera ingresado el cheque en su cuenta, ¿verdad? Oiga, Hércules Poirot; si se queda ahí callado, mirándome como una lechuza, le tiro algo a la cabeza.

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