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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Los trabajos de Hércules (27 page)

BOOK: Los trabajos de Hércules
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—No fue Winnie King... la chica fue raptada cuando cruzaba Londres, de una estación a otra. Y nuestra artista ocupó su sitio. La señorita Burshaw no vio nunca a Winnie... ¿y cómo iba a saber que la colegiala de las trenzas y las gafas no era la propia Winnie King? Pero la impostora no podía atreverse a llegar hasta aquí, pues usted conocía personalmente a la chica. Por lo tanto, Winnie desapareció en el tocador de señoras, de donde salió como la esposa de un hombre llamado Jim Elliot, de cuyo pasaporte figuraba como tal. Las trenzas, las gafas, las medias de hilo y las abrazaderas correctoras de los dientes, cabían en un espacio pequeño. Pero los recios zapatos y el sombrero, ese inflexible sombrero inglés, tenían que ser ocultados en algún sitio. Y fueron a parar a la vía, a través de la ventanilla. Después, la verdadera Winnie atravesó el Canal de la Mancha. Nadie buscaba a una muchacha enferma, medio adormecida por las drogas, viajando desde Inglaterra a Francia. En un coche la llevaron hasta más allá de Amiens y la dejaron al lado de la carretera. En el caso de que le hubieran inyectado escopolamina, era posible que no recordara gran cosa de lo que le había ocurrido.

La señorita Pope miraba entretanto fijamente a Poirot.

—Pero ¿por qué? —preguntó—. ¿Cuál puede ser la razón de una mascarada tan insensata?

—¡El equipaje de Winnie! Esa gente necesitaba pasar un objeto de contrabando desde Inglaterra a Francia; algo que todos los aduaneros buscaban... un objeto robado. ¿Y qué sitio más seguro que el baúl de una colegiala? Es usted muy conocida, señorita Pope; y su colegio goza de justa fama. En la estación del Norte se pasan «en bloc» los baúles de las señoritas, las pequeñas «pensionistas». ¡Pertenecen a la conocidísima escuela inglesa de la señorita Pope! Y luego, después del rapto, ¿qué más natural que enviar a recoger el equipaje de la niña... diciendo que lo reclaman de la Prefectura?

Hércules Poirot sonrió.

—Mas, por fortuna, existía la rutina de abrir los baúles cuando llegaban; y allí apareció un regalo que Winnie le destinaba a usted. Pero no era el mismo regalo que la muchacha puso en el baúl antes de salir de Cranchester.

El detective se acercó a la señorita Pope.

—Vea ahora este cuadro; debe admitir que no está bien para un colegio tan respetable como éste.

Mostró la parte pintada del lienzo.

El puente de Cranchester había desaparecido como por arte de magia. En su lugar se veía una escena mitológica, pintada con colores vivos y tonos profundos.

—El cinturón de Hipólita —explicó Poirot suavemente—. Hipólita dando su cinturón a Hércules... pintado por Rubens. Una obra maestra...
mais tout de méme
, no muy conveniente para su salón.

La señorita Pope se ruborizó ligeramente.

Hipólita tenía puesta una mano en el cinturón... única prenda que usaba. Hércules llevaba una piel de león sobre el hombro. Rubens pintaba unas figuras humanas muy exuberantes.

Recobrando su serenidad, la señorita Pope opinó:

—Sí; es una obra de arte magnífica... Pero aunque así sea, como muy bien dice usted, es necesario tener en cuenta la susceptibilidad de los padres de las alumnas. Algunos de ellos son predispuestos a tener un criterio muy estrecho... Ya sabe usted a qué me refiero...

5

El ataque se produjo cuando Poirot salía del edificio. So vio rodeado, desbordado, abrumado por una masa de muchachas, gordas, flacas, morenas y rubias.

—¡Dios mío! —murmuró para sí mismo—. ¡Éste sí que es el ataque de las Amazonas!

Una muchacha rubia y espigada gritó:

—Nos han dicho que...

Estrecharon el cerco. Hércules Poirot no pudo escapar. Desapareció tragado por una ola de joven y vigorosa femineidad.

Veinticinco voces se levantaron en varios tonos, pero todas pronunciaron la misma y trascendental frase:

—Señor Poirot, ¿quiere escribir su nombre en mi libro de autógrafos?

Capítulo X
-
El rebaño de Gerión
1

—Le ruego que me perdone por venir a molestarle, señor Poirot.

La señorita Carnaby apretó sus manos sobre el bolso y se inclinó hacia delante, mirando con ansiedad la cara del detective. Como de costumbre, parecía estar sin aliento.

Poirot elevó las cejas.

—Se acuerda de mí, ¿verdad? —preguntó la mujer con ansiedad.

El detective pestañeó y dijo:

—La recuerdo como una de las delincuentes más afortunadas con quien jamás me tropecé.

—¡Oh, Dios mío! ¿Por qué dice esas cosas, señor Poirot? Fue usted muy amable conmigo. Emily y yo hablamos a menudo de usted y si vemos en los periódicos alguna cosa suya, la recortamos y la pegamos en el álbum. Y
Augusto
aprendió una nueva maña. Le decimos: «Muere por Sherlock Holmes; muere por el señor Fortune; muere por sir Henry Merrivale», y el perro se está quieto, sin hacer nada. Pero cuando le decimos: «Muere por el señor Hércules Poirot», se tiende en el suelo y se queda inmóvil... sin pestañear siquiera hasta que le ordenamos que se levante.

—Eso me complace mucho —dijo Poirot—. ¿Y qué tal se encuentra
ce cher Auquste
?

La señorita Carnaby juntó las manos y empezó a elogiar elocuentemente a su pequinés.

—¡Oh, señor Poirot! Cada día es más listo. Lo sabe todo. Mire usted, hace unos días que me quedé mirando a un bebé que iba en su cochecito y de pronto sentí que tiraban de una correa en que llevaba atado a Augusto. ¿Y sabe qué estaba haciendo? Pues royéndola con toda su alma. ¿Que le parece?

Poirot volvió a parpadear.

—Pues me parece que
Augusto
comparte esas tendencias delictivas de que estábamos hablando.

La señorita Carnaby no rió. En lugar de ello, su cara afable y rolliza tomó una expresión taciturna y triste.

—¡Ah, señor Poirot! Estoy muy preocupada.

—¿Ah, sí? Dígame, dígame.

—Pues verá usted, señor Poirot. Tengo miedo... tengo mucho miedo... de que sea una delincuente empedernida de verdad... si me permite utilizar esta palabra. ¡Tengo cada idea...!

—¿Qué clase de ideas?

—De lo más extraordinario que darse pueda. Ayer, por ejemplo, sin ir más lejos, se me ocurrió un plan eficacísimo para robar una estafeta de Correos. No estaba pensando en ello... ¡pero de repente, me vino a la cabeza esta idea! Y un sistema verdaderamente ingenioso para evitar el pago de derechos de Aduana. Estoy convencida; absolutamente convencida de que daría resultado.

—Tal vez —replicó Poirot con sequedad—. Eso es lo malo de sus ideas.

—Todo ello me ha estado preocupando en gran manera, señor Poirot. Yo he sido educada en los principios más rígidos; y resulta inquietante ver cómo pueden llegar a ocurrírseme unos pensamientos tan desfavorables y perversos. Creo que la culpa la tiene en parte el hecho de que ahora dispongo de mucho tiempo para pensar. Dejé a lady Hoggin y me coloqué con una anciana, para leerle en voz alta y escribir las cartas. Tardo muy poco en escribirlas y en cuanto empiezo a leer, la buena señora se duerme. Así es que me quedo sentada, con la mente desocupada; y ya sabemos cómo se aprovecha el diablo de la ociosidad.

Poirot chasqueó la lengua comprensivamente.

—Hace poco leí un libro; un libro muy moderno, traducido del alemán —siguió la señorita Carnaby—. Contiene unos conceptos muy interesantes sobre las tendencias delictivas. Por lo que pude entender, uno debe purificar sus propios impulsos. Por eso, en realidad, acudo a usted.

—¿De veras? —exclamó Poirot.

—Verá usted, señor Poirot; yo creo que el anhelar emociones no es de perversos. Mi vida, por desgracia, ha sido muy monótona. Tengo a veces la impresión de que la... ejem... campaña de los perros pequineses fue la única ocasión en que viví de verdad. Fue una cosa censurable, desde luego; pero como dice mi libro, no hay que dar la espalda a la verdad. Acudo a usted, señor Poirot, porque espero que será posible... purificar esta ansia de emociones empleándola, por decirlo así, al lado de los ángeles.

—¡Aja! —dijo Poirot—. ¿Viene usted entonces a ofrecerse como colega?

La señorita Carnaby se sonrojó.

—Ya sé que es mucha presunción por mi parte. Pero es usted tan amable...

Se detuvo. Sus descoloridos ojos azules parecían expresar la súplica de un perro que espera, contra toda lógica, que lo saquen a paseo.

—Es una idea —comentó lentamente Poirot.

—No soy inteligente, desde luego —explotó la mujer—. Pero... sé disimular bien. Tiene que ser así, pues de otra forma pronto se quedaría una sin el empleo de señora de compañía. Y he comprobado que al parecer más estúpida de lo que una es, da siempre buenos resultados.

Hércules Poirot se echó a reír.

—Me encanta usted, señorita —dijo al fin.

—¡Oh, señor Poirot! ¡Qué buena persona es usted! ¿Puedo tener esperanzas? Justamente acabo de heredar una pequeña suma... muy pequeña; pero nos permite a mi hermana y a mí mantenernos, aunque frugalmente, sin tener que depender de lo que yo gane.

—Debo considerar primero en qué asuntos podrían emplearse mejor sus aptitudes —explicó Poirot—. Supongo que usted no lo sabrá tampoco, ¿verdad?

—Debe usted leer el pensamiento, señor Poirot. Últimamente he estado muy preocupada por una amiga mía. Tenía el propósito de consultar con usted. Es posible que lo considere como fantasías de una vieja... como imaginaciones mías. Tal vez sea yo propensa a exagerar las cosas y ver un propósito deliberado donde no hay más que una coincidencia.

—No creo que exagere usted las cosas, señorita Carnaby. Cuénteme lo que sea.

—Tengo una amiga; una amiga muy querida, aunque en los últimos años casi no la he visto. Se llama Emmeline Clegg. Se casó con un caballero que vivía en el norte de Inglaterra y él murió hace unos pocos años dejándola en muy buena posición económica. Después de morir su marido mi amiga se sentía desgraciada y sola; y me temo que en cierto aspecto, es una mujer simple y tal vez crédula. La religión, señor Poirot, puede constituir una gran ayuda y apoyo moral... pero con ello me refiero a la religión ortodoxa.

—¿A la Iglesia griega? —preguntó Poirot.

—La señorita Carnaby pareció sorprenderse.

—No. No es eso. A la Iglesia anglicana. Y a la Iglesia Católica Romana, por lo menos están reconocidas por todos. Y los metodistas y congregacionistas son corporaciones conocidísimas y respetables. De lo que estoy hablando es de esas sectas estrambóticas que crecen como la hierba. Hay en ellas algunas cosas que incitan al sentimentalismo; pero a veces me pregunto si existirá un verdadero sentimiento religioso detrás de su llamativa fachada.

—¿Cree usted que su amiga está siendo embaucada por una secta de esa clase?

—Lo creo. Es más, estoy segura de ello. Se denomina «El Rebaño de Ovejas». Tienen su cuartel general en el Devonshire; en una hermosa finca junto al mar. Los devotos acuden allí para hacer lo que ellos llaman un retiro, el cual suele durar una quincena. Durante dicho tiempo se celebran servicios religiosos y ceremonias. Tienen tres grandes fiestas al año: «La llegada de los Pastos», «La Madurez de los Pastos» y «La Cosecha de los Pastos».

—El nombre de la última es particularmente estúpido —observó Poirot—. Los pastos no se cosechan.

—Todo el asunto es de una estupidez asombrosa —convino calurosamente la señorita Carnaby—. A la derecha del movimiento está «El Gran Pastor». Es un tal doctor Andersen. Creo que es un hombre atractivo y de buena presencia.

—Lo cual interesará mucho a las mujeres, ¿verdad?

—Me temo que sí —suspiró la mujer—. Mi padre era también un hombre distinguido. Y esto producía algunas veces serias dificultades en la parroquia. Rivalidad en el bordado de los ornamentos y en el reparto de los trabajos relativos al cuidado de la iglesia...

Sacudió la cabeza, como rememorando aquellos tiempos.

—Los componentes del «Gran Rebaño» son mujeres en su mayoría, ¿no es cierto?

—Tres cuartas partes por lo menos. Los hombres son principalmente unos chiflados. El éxito del movimiento depende de las mujeres y de los fondos que aportan entre ellas.

—¡Ah! —dijo Poirot—. Ya llegamos al fondo de la cuestión. Con franqueza, ¿cree usted que el asunto puede considerarse como un negocio bien organizado?

—Francamente, señor Poirot, lo creo. Y otra cosa me preocupa. Mi pobre amiga está tan embaucada por esa secta que ha hecho un testamento en el que deja todo cuanto tiene al nuevo movimiento religioso.

Poirot preguntó secamente:

—¿Y eso... se lo sugirieron?

—A decir verdad, no. Fue idea de ella. El «Gran Pastor» le ha mostrado una nueva forma de vivir y por lo tanto, todo cuanto ella posee será para la «Gran Causa» cuando muera. Lo que en realidad me preocupa...

—Sí. Continúe...

—Varias de las devotas son mujeres adineradas. Y en el pasado año han muerto tres de ellas, ni más ni menos.

—¿Legaron todo su dinero a la secta?

—Sí.

—¿Y no han protestado sus parientes? Era lógico que hubieran entablado un pleito.

—Pues verá usted, señor Poirot. Por regla general, las mujeres que pertenecen a la asociación no tienen a nadie en el mundo. Es gente que carece de parientes próximos y amigos.

Poirot asintió con aspecto pensativo.

La señorita Carnaby prosiguió precipitadamente:

—No tengo ningún derecho a insinuar nada, desde luego. Por lo que he podido averiguar, no hubo nada sospechoso en esas tres muertes. Una, según creo, fue producida por una pulmonía, después de un ataque gripal; y otra se atribuyó a una úlcera gástrica. No existieron circunstancias anormales y las defunciones no ocurrieron en «El Santuario de las Colinas Verdes», sino en el domicilio de cada una de ellas. No dudo de que todo fue normal por completo; y sin embargo... no me gustaría que le sucediera algo malo a Emmie.

Juntó las manos y miró suplicante a Poirot.

El detective guardó silencio durante unos momentos. Cuando habló se notó un cambio en su voz. Tenía un tono grave y profundo.

—¿Quiere darme, o averiguar, los nombres y direcciones de esas mujeres pertenecientes a la secta que murieron recientemente?

—No faltaba más, señor Poirot.

—Señorita, creo que es usted una mujer de gran valor y decisión —dijo él lentamente—. Tiene buenas dotes teatrales. ¿Estaría dispuesta a encargarse de un trabajo cuya ejecución lleva consigo seguramente un considerable peligro?

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