Ni los cincuenta años que llevaba el Rose’s Turn abrigando sueños, ni el hecho de que la guía Zagat lo considerara el piano bar con más encanto de la ciudad, ni la maestría de Terri, ni tan siquiera mi breve pero sentida aportación al cabaret pudieron hacer nada contra la clausura del local.
Ahí se perdió la pista de Terri White hasta que el
New York Times
contó el siguiente capítulo de su procelosa historia: tras el cierre, la cantante había empobrecido hasta el punto de verse durmiendo en los bancos de Washington Square, no muy lejos de la calle Grove, donde tantas noches había hecho llorar a un público entregado. El orgullo le impidió pedir ayuda a los amigos pero no así presentarse a un casting para el musical
Finian’s Rainbow
. Fue elegida, obtuvo grandes críticas y, como parece ocurrir sólo en las películas, salió de la miseria. Scott Fitzgerald dijo aquello de «no hay segundos actos en las vidas americanas». Vivir en Nueva York, entender un poco más de este país inabarcable sobre el que tan imprudentemente se generaliza, me ha hecho dudar de esa afirmación que yo tenía por cierta (tal vez por el crédito que se otorga a todo juicio derrotista). Pero ahora creo que es difícil encontrar un lugar en el que los seres humanos, tan furiosamente individuales y tan sometidos a la rudeza de un mundo para el que hay que ser de acero, logren levantar la cabeza una y otra vez, con una voluntad de no rendirse por completo que sobrecoge.
Hace poco, el 23 de julio de 2011, encontré de nuevo su rostro en el periódico: la víspera del domingo en el que el estado de Nueva York abría sus juzgados para la celebración de bodas gays. Terri, la mujer vestida de cowboy, se iba a casar con una joyera. Larga vida a esa pareja; larga vida a Terri; larga vida a este tercer acto en el que encontró trabajo, amor y una cama decente.
Aquella primera noche con mi becaria ingerí cuatro Cosmopolitans, la bebida absurda que esos cuatro tíos vestidos de tías que protagonizaban «Sex and the City» consiguieron colocar de nuevo en la lista de cócteles más populares. Puro veneno. El rosa del cóctel es colorante; el resto, una mezcla de alcoholes de dudosa calidad. Recuerdo, en el taxi de vuelta a casa, pronunciar con insuperable dificultad la palabra «Lafayette», la calle en la que debía dejar a la becaria, y sacar temerariamente la cabeza coronada por un gorro ruso por la ventanilla para sacudirme con el frío los efectos de aquella bebida criminal. El taxista me llamó la atención. Al parecer no son pocas las mujeres que, creyendo que el Cosmopolitan es una especie de inocente jugo de frambuesas aderezado con unas gotillas de licor, han muerto decapitadas en el taxi de camino a casa por haber sacado la cabeza por la ventanilla con un gorro ruso.
Pero me pierdo, me pierdo. Lo que en realidad quería recordar es aquella semana en la que caminé y caminé hasta romper los zapatos, como si estuviera siendo víctima de un encantamiento que me impidiera sentarme y sentir el cansancio. Fue después de cenar algo en el Florent. El Florent era un diner estupendo que había en la calle Gansevoort. Había, porque lo cerraron en 2008. El Florent estaba allí antes de que el Meat Packing District hubiera sido colonizado por Apple, Stella McCartney, Comme des Garçons o Alexander McQueen. El Florent había abierto sus puertas en el año ochenta y cinco, cuando el Meat Packing respondía de manera literal a su nombre siendo el distrito de empaquetado de la carne, y se había labrado una leyenda. El encanto del local, con cierto aire de cafetería retro, adornado con mapas antiguos, y el afán de su propietario, el francés Florent, de acoger a cualquier individuo a cualquier hora del día lo convirtieron en un lugar imprescindible para gays, drag queens, homeless, trabajadores de los almacenes y celebridades con deseos de encontrar cobijo en un lugar que emanara autenticidad.
Allí estábamos Teresa y yo, aquella noche de verano repentino, escuchando a un amigo gay que nos contaba con todo detalle sus conquistas, mostrando las dos asombro para halagarle, porque es lo que él esperaba de nosotras y porque daba por supuesto, como les ocurre a muchos hombres, como les ocurre a muchos hombres gays, que con su relato nos abría las puertas de un universo más excitante, más arriesgado que aquel en el que nosotras habitábamos. Le reíamos la gracia y dejábamos pasar el tiempo de manera indolente en la terraza que daba a esa calle de adoquines enormes, apisonados y llenos de socavones de soportar el peso de camiones y carros de descarga.
La noche fue engullendo los últimos rastros del sol y si no hubiera sido porque de las calles contiguas nos llegaba el rumor de una muchedumbre que acudía a restaurantes de moda y discotecas que ocupan naves enteras, pero a las que hay que entrar con santo y seña, hubiéramos podido creer que estábamos en un diner de un polígono industrial, en lo que verdaderamente fue Florent en un primer momento: una cafetería en la que convivían sin traumas la hamburguesa con la sopa de cebolla de los bistros. Como convivían el obrero que comenzaba a trabajar de madrugada y unos travestones a los que ya les asomaba la barba que andaban buscando un refugio en el que cerrar la fiesta del Orgullo Gay.
Aquella noche ya comentamos que era milagroso que aquel local estuviera resistiendo el azote de las marcas internacionales. La célebre historia de los barrios industriales transformados en zonas de solaz para modernos volvía a repetirse. Y, al fin y al cabo, el Florent era un lugar demasiado accesible para cualquier bolsillo.
Nos levantamos y emprendimos camino hacia la Novena Avenida para ir avanzando hacia el norte. Me acuerdo de que nos volvimos un momento, como si supiéramos que aquella tarde ya formaba parte de la historia, de la nuestra y de la ciudad. Las letras plateadas, escritas en una tipografía en cursiva, y el sencillo letrero de neón iluminaban un pequeño tramo de la calle. Delante mismo del restaurante había un gran socavón en el que se formaba un charco enorme cuando llovía: el luminoso rojo y el nombre se reflejaban en el agua quieta de ese callejón en el que apenas pasaban coches y el nombre del local quedaba dibujado en el suelo. La mezcla entre el neón y la irrupción de un elemento natural como el agua de lluvia producía una obra de arte efímera que se emborronaba cuando unos zapatos pisaban el charco; luego volvía lentamente a recuperar su forma cuando el agua recobraba la calma.
Un año más tarde, el dueño, Florent Morellet, anunció el cierre y los viejos clientes hicieron un duelo largo, de varios meses, escribiendo mensajes de condolencia a las webs y a las secciones de información local. A veces, los amigos de Florent, que eran muchos, vividores de toda condición, se presentaban en el bar para ver si podían hacer algo y, de paso, afanar algún souvenir antes del traspaso. El dueño tuvo que retirar los viejos mapas antes de que sus buenos amigos se los robaran, pero nada pudo hacer para que no desaparecieran piezas de la vajilla o la cubertería.
Los niños de los cuentos buscan esa luz en la ventana en la que suponen que encontrarán calor, felicidad, protección, buena compañía. Las mil lucecillas que colgaban del techo de aquel diner prometían todo eso. Y lo cumplieron durante veintidós años. Una vida larguísima en comparación con la corta existencia de la mayoría de los locales neoyorquinos. Ahora, sus nostálgicos pueden revivir las largas noches del Florent en un documental que cuenta la historia de un local en el que se celebraba el día del Orgullo Gay y el de la Revolución Francesa. Era sólo un bar pero esta ciudad ama todo aquel lugar en el que se propicia la relación entre seres humanos. Hay una necesidad imperiosa de comunicarse en los bares y una falta de pudor al hacerlo. Es natural que se sienta dolor sincero cuando el lujo expulsa al pionero, al activista, a quien más se merecía ese lugar en el mundo. Las luces en la ventana se apagan entonces y dejan fuera, desconsoladas, a esas aves nocturnas que acuden buscando un refugio en las horas más dramáticas del día.
Mientras subíamos por la Novena Avenida, mi amigo contaba, por poner un ejemplo, que en el Craigslist, esa especie de segunda mano cibernético, uno podía encontrar de todo, y que cuando decía de todo se refería a todotodo lo que una mente perversa es capaz de imaginar. Mi amigo, periscopio de todas las tendencias, afirmaba que lo último a nivel «servicios sexuales a domicilio» era buscarte un chapero en las páginas del Craigslist; un chapero que fuera a tu oficina, te hiciera una mamada debajo de la mesa de trabajo, cobrara sus correspondientes emolumentos, y aquí paz y después gloria. Yo le decía que no lo veía tan innovador, al fin y al cabo, se parecía bastante a aquel otro sueño erótico-castizo de Rafael Azcona en el que se veía a sí mismo subiendo por una escalera de vecinos de las de la España de Franco. Hete aquí que en el tercer piso se encontraba con una señora de la limpieza a cuatro patas fregando el suelo (de cuando el suelo se fregaba así): la tomaba por detrás sin mediar palabra y, una vez terminado el encuentro sexual, continuaba el ascenso sin dar las gracias ni decir que tenga usted un buen día. De acuerdo que el sueño de Azcona se adecuaba a una realidad de los cincuenta (mujer agachada y finca urbana sin ascensor) pero la esencia venía a ser la misma: un polvo cuyo morbo radica en la falta de empatía, sentimientos y palabras.
Yo me hacía la escéptica con sus conocimientos mundanos para ver si conseguía que me confesara que él mismo había recurrido a los servicios del chapero del Craigs list especializado en ejecutivos sin tiempo, pero su atrevimiento no llegaba hasta admitir lo que realmente hubiera justificado toda su historia. Hay un tipo de personas que construyen su ego gracias a la prudencia de un público que suele responder en silencio a la narración de sus fantasías por la simple razón de que los espíritus fantasiosos suelen inspirar piedad, y Nueva York es el medio ambiente ideal para los fabuladores; su prestigio (a menudo justificado) de que es el lugar del mundo en el que todo puede suceder favorece el que haya gente que invente historias excéntricas para demostrar que está tocando el corazón de la ciudad. También es perfecta para aquellos que sienten la necesidad de estar a la vanguardia, de llegar donde otros no han llegado, de descubrir los bares a los que hay que ir o los barrios populares que, de un día para otro, se convierten en centro de atracción para jovencillos pioneros. Nueva York es una mina para los enterados, para los enteradillos.
La crónica periodística sobre la ciudad, muy atractiva pero también muy fantasiosa, contribuye a eso: siempre se habla de la mejor barra de cócteles de la ciudad, de ese restaurante al que hay que llamar con dos meses de antelación, del espectáculo que uno no debe perderse o de un sándwich que tienes que probar si es que quieres llamarte neoyorquino. Como resultado de este afán colectivo por estar a la última, es habitual observar cómo hay personas que llevando aquí sólo dos o tres meses se expresan ya como si estuvieran repitiendo de memoria la última sección que han leído de «Arts and Leisure» del
New York Times
o del
Time Out
y te adoctrinan sobre lo que hay que hacer, aquello a lo que hay que ir, lo que no te puedes perder y las experiencias que debes probar.
En cierto modo es normal que suceda en una ciudad a la que una parte importante de sus habitantes llega para realizar un sueño y tiene la necesidad imperiosa de sentirla en un corto plazo de tiempo como propia. Los de siempre, los neoyorquinos (hablo de los que conozco, claro) que nacieron o se educaron aquí suelen disfrutar de su ciudad de una manera más conservadora, viviendo a fondo el barrio que les tocó en suerte, construyendo su propio hábitat dentro de la ciudad para hacerla más habitable y sin sentir la necesidad de abarcarlo todo. Yo he optado por esa segunda manera de vivir aquí. Hubo un momento en que me di cuenta de que una manera de sentirme en paz e integrada era moverme a diario dentro de los márgenes de mi barrio, no entregarme a un desaforado turisteo permanente.
Pero en aquella semana de la que hablo, la semana en la que estaba sola, la semana del veranillo anticipado en la que me lancé a la calle y encontré que media ciudad había decidido lo mismo y que las aceras, las terrazas y los parques estaban llenos de gente harta del frío puñetero y de la noche prematura, aquella semana, caminé y caminé como una poseída, como alguien que hubiera hecho la promesa de no dejarse una calle sin andar, o como si estuviera siempre a punto de perderme algo en la siguiente esquina.
Tras tomar un BLT sándwich en el Florent me disponía a andar cien calles para llegar a mi casa, como si fuera lo más lógico que se puede hacer a partir de las doce de la noche. Unas tres horas de caminata. Pero yo no sentía el cansancio y no quería o no podía meterme en casa. Entramos al hotel Maritime, ese edificio de los sesenta que fue concebido como residencia para marinos y que está inspirado en la arquitectura de los trasatlánticos. Tomamos un Gin And Tonic en la terraza y vagabundeamos por el lobby, que es de los más cálidos que he visto en mi vida. Tras fantasear (yo también) con pasar alguna noche en una de esas habitaciones que en vez de ventanas al uso tienen ojos de buey, volvimos a emprender la marcha y al ir a darle un cariñoso empujón a mi amigo para frenar su cada vez más desatada imaginación se me separó la suela de goma del cuero de zapato. Me quedé sin suela, como si un ángel de la guarda me estuviera advirtiendo de que aquella semana loca debía tocar a su fin. Miré mi pie, sin poder creer que el zapato se me hubiera dividido en dos de aquella manera y traté de buscar una solución que me permitiera hacer esa excursión que tenía prevista de cien calles (unos ocho kilómetros) a las doce de la noche: ¡unas chanclas! ¿No es ésta la ciudad de las chanclas? Pero Teresa, la becaria que siempre decía sí, frenó por una vez el disparate y paró entre risas un taxi.
Cuando me metí en la cama sentía como si siguiera caminando, como si anduviera cruzando calles, alcanzando esquinas, escuchando el rumor de Florent de lejos o como si aún estuviera apoyada en la barra del hotel Maritime. Soñaba sin soñar, simplemente repetía desordenadamente todos mis pasos dados. Padecía una especie de fiebre urbana.
Al despertarme sentí dolor en todo el cuerpo, el dolor de seis días de caminata continua, y presentí que ya no volvería a experimentar esa excitación descontrolada. Fue un estado febril que me impedía descansar, un ansia de vida y de tiempo para vivirla que negaba el sueño. Sólo había conocido esa sensación alucinatoria una vez, de niña, a los nueve o diez años, en el pueblo, cuando permanecí despierta durante toda una noche en la celebración de un bautizo mientras mi madre ignoraba que me había quedado rondando entre adultos beodos que no parecían reparar demasiado en mí. Ella me hacía en la cama, con alguna prima de mi edad. Al día siguiente volví a la casa de mi abuelo y me situé frente a mi madre con la cabeza baja; ella reaccionó haciéndome completamente responsable de mi comportamiento, como solía ocurrir entonces. Me castigó sin salir de casa una semana, que era la sanción que yo más podía (y puedo) temer, más que una bofetada. Pero una fiebre providencial convirtió la bronca en cuidados y mimos, y esa semana la pasé en cama, con la mano fresca de mi madre tocándome la frente de cuando en cuando, tal vez sintiéndose algo culpable. Sí, creo que ahora puedo estar segura, se sintió culpable por no haber considerado que a veces son los adultos los que se desentienden de los niños.