Al contrario que los neoyorquinos, que se quejan furiosamente en los comentarios de las webs cuando la ración es pequeña, yo valoro el que se me sirva un plato comedido, que pueda comerlo entero; por eso, entre otras cosas, me gustan las hamburguesas de P. J. Clarke’s. Por eso y porque no entiendo eso de valorar una comida en un restaurante sólo por lo que te sirven en el plato. Para eso se queda uno en casa y en su país, donde se suele comer estupendamente. Esa mentalidad del experto culinario me parece insoportable, y más aún en Nueva York, ciudad en la que los elementos estéticos y decorativos de los establecimientos son esenciales. Cuando estás triste, cuando necesitas de una clientela bulliciosa que se agolpe en la barra para beber una cerveza tras otra mientras se espera mesa, hay que ir al P. J. Clarke’s. Hay que meter un cuarto de dólar en la ranura del jukebox y elegir una de esas canciones de la historia de la música pop americana que le ponen a uno melancólico y alegre a la vez, porque evocan un tiempo perdido pero no dejan de provocarnos entusiasmo cada vez que las escuchamos.
Hamburguesa en P. J. Clarke’s o en J. G. Melon, otra taberna al viejo estilo que, al estar más al norte, es menos frecuentada por jóvenes ejecutivos del Midtown o por turistas, y atrae a un público de barrio, que es parte del atractivo del local, y a algunas celebridades fieles a la hamburguesa y al Bloody Mary de este pequeño establecimiento en el que no te queda más remedio que rozar al de la mesa de al lado. Los camareros del J. G. Melon presumen de tratar con el mismo afecto rudo a todo el mundo. Y así es, puedo asegurarlo. Camareros de la vieja escuela, sin teatrillos de aspirante a actor, sin amabilidad excesiva, pero dispensándote, con dos palabras y una mano sobre el hombro, un familiaridad que conmueve. La de J. G. Melon también fue considerada en el pasado como ¡la mejor hamburguesa de la ciudad! Es natural, de cualquier manera, que alguien joven como Xavi se decante por el último grito en hamburguesas y yo me sienta atraída por los clásicos.
Lo clásico no sólo en el universo de la carne, también en el dulce, porque si hay algo fundamental en una ruta de gordos es la merienda.
No hay merienda sin donuts y aún tengo en la boca el sabor del agujero de uno de Crème Brûlée que me compró Xavi, fiel devorador de estos bollos que, según cuenta la leyenda, se hicieron en forma de rosca para poder meterlos en el dedo mientras se trabajaba. Los hay de todo sabor en Doughnut Plant, del sencillo al de chocolate, del de vainilla al de pastel de zanahoria. Tiene una de sus sedes en los bajos del hotel Chelsea, o del ex hotel Chelsea, porque su nombre acaba de pasar a la historia, y aunque no podrán derrumbar su fachada de tipo sureño por ser el primer edificio que fue declarado histórico en Nueva York, de ser el hotel en decadencia en cuyos cuartos latían los ecos de la música y la literatura del siglo
XX
, pasará a convertirse en una finca de apartamentos de lujo.
Pero yo, como ha de ser, según esta división de papeles por edad y condición que nos hemos asignado, propondría para la merienda otro clásico neoyorquino, de sabor menos dulzón que el donut pero igual de calórico, que es de lo que se trata. Una joya para el paladar, Veniero’s, establecimiento del Lower East Side, que te traslada de inmediato, como si te pegaran un empujón y te metieran en una cabina de teletransportación, a una cafetería de un pueblo de la sierra madrileña, con sus espejos ocres falsamente envejecidos en los que uno se refleja de color amarillo. Conviene no mirarse en los espejos, para no verse como un espectro, pero sí sentarse para degustar, según quien esto escribe y diga lo que diga la guía Zagat, ¡la mejor tarta de queso de la ciudad! La mejor, sin duda, la más cremosa, la que llena la boca de dulzor para dejarte luego un retrogusto algo ácido. Veniero’s, templo del cheesecake desde 1894, que ha resistido y esperado a que me sentara yo en una de sus mesas en el siglo
XXI
, buscando cobijo una de esas tardes de frío y noche anticipada, de espaldas al espejo y entregada a un cappuccino, a una tarta de queso con finura de repostería italiana y, en alguna ocasión, a un cannoli tan exquisito como el que imagino que prepara Carmela Soprano.
Y como no hay día sin cena, y como no hay dieta sana sin cinco comidas, y como un gordo no descansa hasta que cae en la cama y el sueño le vence, hay que acabar la jornada con una cena de las que dicen que llenan las sepulturas. Xavi, en su calidad de rastreador de tendencias, tomará el metro en Union Square y partirá sin pereza y cargado, como siempre, con su cámara al hombro, a Bark Hot Dog, en Brooklyn, donde afirma sin asomo de duda que se encuentran ¡los mejores hot dogs de la ciudad! Se comerá un Bacon Cheddar Dog, cuyo nombre es anticipo y promesa de felicidad a lo grande, y cuando vaya en el metro camino de su Washington Heights pensará que al día siguiente habrá de quemarlo todo en el YMCA, para regocijo de esos ancianos que tienen edad como para haber participado en la revuelta del Stonewall en el Village y ahora pasan el día zascandileando en el gimnasio y no hay chico guapo al que no controlen. A él lo tienen fichado, le bromean, lo estudian, le dicen: «You look a little bit more beefy» —estás un poco más ternerillo—, y él se ríe, se deja querer, él no sabe, como no sabe ninguno de los que han venido aquí buscando algo tan inaprensible como el triunfo, que Nueva York se alimenta vampíricamente del tiempo de los jóvenes, se lo chupa, se lo roba, les hace creer que se lo cambia por algo que ha de durar siempre, su juventud, y un buen día se descubren a sí mismos siendo los que miran y no los que actúan, como esos ancianos del YMCA, que fueron deseados por otros ancianos en tiempos mucho más oscuros que éstos.
Por mi parte, después de un día tan agitado, sobre todo para el estómago, prefiero quedarme en lo que llamo mi barrio, que de sur a norte comienza en Lincoln Square y termina en la Universidad de Columbia, y de este a oeste, del río Hudson a Central Park. Mucho es, pero son mis fronteras psicológicas. Hay un clásico enfrente del Lincoln Square de los que alargan su horario para ofrecer comidas después de los conciertos o del cine. Porque la música da mucha hambre. Da un hambre tremebunda. De tal manera que uno sale de un concierto como desesperado y cruza la calle corriendo y pide una pizza tan grande que se sale del plato a la manera daliniana, con berenjenas, tomate y trozos de salchichas que no son de Brooklyn pero lo parecen, y vino italiano, y si el vino se sube a la cabeza tanto como para creer que nada hay mejor que entregarse a los placeres sin culpa, la cena se completa con una ración de tarta de queso, menos italiana que la de Veniero’s, pero infinitamente más grande, y regada, si así se desea, con un buen chorreón de chocolate que te vuelca un camarero indio, silencioso, sonriente. No me pregunten por qué pero siempre es así.
Cuando un hombre no engorda aunque frecuente esta dieta para gordos, quiere volver a casa en el metro, o si hace mucho pero que mucho frío, en taxi; cuando una mujer engorda y lo sabe, y tiene a la niña gordita (llamada por sus hermanos gorda) a punto de hacer acto de presencia, quiere volver a casa caminando. Lo necesita. Y le tira del brazo a él, y le dice, anda, si es sólo un paseo. Caminan otros tres kilómetros casi en silencio. La digestión va por dentro y la culpa también.
Al día siguiente tratará de borrar las calorías y la culpa en el gimnasio Paris, que ellos llaman Paguí, porque una vecina dijo un día Paguí, y con Paguí se quedó, que tiene mucha más gracia.
Son tantas las jornadas que se podrían organizar con rutas para gordos que aún no me explico cómo no nos ponemos a ello, le digo a menudo a Xavi. Estamos perdiendo dinero. Los helados, los brownies, las tartas, los sándwiches de pastrami, de salami, los BLT, las cervezas, las patatas rellenas, los pucheros espesos del sur con gambones y arroz, los bocadillos de langosta, los crab cakes con fondo de aguacate Comida americana, contundente, especiada, picante, con salsas y cremas, pero en absoluto basura. De acuerdo, no es la dieta mediterránea, pero si uno decide sacar a pasear por tan sólo unos días al año a su niño comilón es cuestión de cebarlo con grasas sabrosas como si nos lo fuéramos a comer en un futuro, de la misma forma que hacía la bruja del cuento.
Ah, Paguí, Paguí. Qué nombre tan adecuado para este pequeño gimnasio que más que mostrarse se esconde en un portal de West End Avenue, la avenida más discretamente elegante de Nueva York, solitaria, sin comercios, dándoles la espalda a las tiendas de poca monta de Broadway, como pretendiendo ser Park Avenue pero sin llegar a semejante ostentación. West End, la avenida de portales misteriosos y de porteros que te saludan al paso, uniformados, negros de habla española, algo aburridos de una acera por la que no pasea casi nadie, orgullosos de guardar edificios en donde hay ricos en sus alturas que prefieren mantenerlo oculto. Yo paso y saludo, porque ellos te buscan la mirada y saludan.
Solía entrar por las tardes en el bajo en el que se encontraba y encuentra Paguí, tal y como me lo nombrara una de las vecinas que me saludaron la tarde en que me hice miembro de este club que ella tenía por selecto; de ahí, supongo, el pronunciarlo a la francesa. «Es un gimnasio hogareño», me dijo entonces la recepcionista, y no supe si utilizaba la descripción como disculpa o como ventaja. Homey, caserito. Nunca había escuchado semejante adjetivo para un gimnasio. Acostumbrada como estaba a frecuentar (o sufrir) gimnasios donde las tías se ponen crema ante el espejo como si estuvieran en un salón de striptease, con el mismo impudor y la misma actitud provocativa y los hombres bufan mientras levantan pesas como si se estuvieran corriendo, llegaba de pronto a uno en el que la encargada me enseñaba las angostas instalaciones, el hábitat perfecto para que los clientes se sintieran como en casa.
El gimnasio caserito estaba literalmente excavado en el suelo y tenía una piscina, bastante caserita también, en un piso aún más hondo, que hubiera sido impracticable de haber estado Paguí cien metros más allá, en Broadway, por donde pasa el metro, siempre tan próximo a la superficie.
Si Bryce Echenique situó su París de menesterosos con veleidades intelectuales en los altillos, en las buhardillas, en las alturas, este otro París, tan Paguí como el de Martín Romaña, el protagonista de
La vida exagerada…
, mi Paguí, se encontraba en el subsuelo, y más que ejercicio físico se diría que sus habitantes practicaban el ejercicio mental. Me asomé a la puerta que daba a la piscina, animada por la expresiva invitación de la encargada, que más que una de las típicas fornidas entrenadoras de gimnasio parecía una de aquellas vecinas de amabilidad abrumadora de
La semilla del diablo
, y creí ver a unos seres avanzando (más que nadando) cada uno por su carril de manera desacompasada, amorfa, como si a uno le faltara un brazo y a otro le faltara una pierna. Puede que se tratara de la ilusión visual provocada por uno de esos ejercicios en que se ejercitan unas extremidades mientras se paralizan otras, pero el caso es que me eché para atrás, y ya no volví a asomarme más. Tuve desde entonces hacia aquella puerta la misma prevención que la mujer de Barbazul a la suya, con la diferencia de que a mí jamás me pudo la curiosidad mórbida.
Mis sesiones en el Paguí Paguí me dieron momentos de inusitada felicidad. El mundo del deporte nunca me permitió ser la mejor en nada. Tuve la intención de ser atleta con doce años. Mi colegio era uno de esos centros en los que los niños deportistas son venerados y excusados casi de ser brillantes en otras materias. Y yo, la de la imaginación desbordada, soñaba con correr con los brazos alzados el último tramo de una carrera de relevos y provocar el entusiasmo de mis compañeras. Afortunadamente, mi futuro se despejó en un solo sábado en el que el entrenador del colegio me puso a prueba dejándome competir en todas las especialidades atléticas. Fue un sábado intenso. Fracaso tras fracaso terminé lanzando disco. Mientras esperaba mi turno y ensayaba posturitas de discóbola me imaginaba una vida de exitosa lanzadora. Cuando me tocó el turno lancé el disco con un estilo depurado, pero extrañamente no salió en la dirección reglamentaria sino hacia la pista de las corredoras. Por suerte, la gente gritó advirtiendo el peligro, las corredoras se agacharon y el disco no le abrió la cabeza a nadie. Nunca más me aventuré por el camino de la competición deportiva. En el autobús escolar, sentí, de camino a casa, un pequeño dolor, el que provoca el sentido del ridículo, pero mi temperamento optimista enseguida cauterizó la herida y me convencí de que no quería un futuro de deportista de élite, lejos de casa siempre, con esos hombros de culturista que se les ponen a las lanzadoras de peso y con una vida profesional muy corta. Y luego dicen que las frustraciones tempranas no sirven para nada.
Después de eso, en mi vida adulta, he frecuentado todo aquel ejercicio que no sea competitivo. Los deportes competitivos son los más excitantes pero estoy negada para competir, sobre todo sabiendo como sé que siempre estoy condenada a perder. Y entre todos los gimnasios de los que he sido miembro ninguno tan peculiar como este Paguí Paguí, en el que digo que experimenté una inesperada felicidad: la del que acostumbrado a perder gana porque los competidores son aún peores. Para empezar, la media de edad de la clientela era alentadora. La cosa andaba de los sesenta en adelante. Los equipos de ropa deportiva, el paradigma estético del Upper West, es decir, «meto la mano en el armario y lo primero que pillo eso es lo que me pongo.» Total, para sudar. Esa actitud ante la actividad deportiva me permitía a mí vestirme sin complejos con las viejas camisetas de Mickey o de Superman, que tanto desentonan en los gimnasios de postín.