Lugares que no quiero compartir con nadie (10 page)

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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Otros, #Viajes

BOOK: Lugares que no quiero compartir con nadie
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Las viñetas del
New Yorker
han sabido captar el estereotipo del Upper East, el del residente clásico y formal de la fauna neoyorquina, que de manera tan cómica ilustra con su aspecto y costumbres el universo de la revista, que a su vez ha cultivado el clasicismo en un diseño que, para suerte de los lectores, se ha mantenido a lo largo de los años. Pero hay dibujantes como Roz Chast, nacida en Brooklyn, que incorporan en ésta y en otras publicaciones literarias a personajes del «otro lado» de la ciudad, al estereotipo del West Side, individuos de aspecto más desastroso y naturaleza atormentada o enfrentada a las contradicciones de su tiempo, de este tiempo, madres con culpa, niños egoístas, mujeres neuróticas, hombres abrumados y, por qué no, corredores esporádicos del Riverside Park, creyentes en esa biblia que es el
New York Times
, deseosos de encontrar la fórmula de mantenerse en forma sin hacer demasiado esfuerzo.

A veces, nuestros caminos se cruzan y nos encontramos los tres (contando a la sin par Lolita) caminando hacia Riverside South Park, una zona recientemente recuperada pero que, a pesar de ser nueva, porque los parques suelen ganar con la edad, es una de nuestras favoritas. Con qué sabiduría han sabido los arquitectos y los diseñadores de este tramo del parque incorporar los viejos elementos portuarios, de carga, descarga y amarre, de hierro y madera, a un paseo ajardinado con plantas que parecen salvajes pero que están dispuestas en perfecta composición con el suelo de madera de barco.

El primer día que caminamos juntos por aquellas plataformas ganadas al agua, inspiradas en los embarcaderos, nos quedamos un buen rato en silencio, yendo de un lado a otro, separándonos ahora, juntándonos luego por empeño de Lolita, que hace continuamente de perrillo pastor y nos empuja a no distanciarnos el uno del otro más de un metro. Estábamos celebrando el hecho de estar allí, de vivir cerca de un lugar tan hermoso, de que la suerte y la voluntad nos hubieran llevado a vivir próximos a este gran río. Algo extraordinario para dos criaturas que vienen del secano. Pero la felicidad pierde parte de su brillo cuando se expresa y nos conocemos tanto como para poder compartirla y saborearla sin mediar palabra.

Cualquier parque es distinto los días de diario. Los días de diario bajamos a pasear, a correr, a pensar, aquellos que no tenemos horario, los jubilados, los voluntarios del barrio que emplean sus horas libres ejerciendo de jardineros vocacionales y siembran de plantas los parterres y de flores de temporada los alcorques de la acera. También pasean, perdida su mente en un universo muy remoto, las negras latinas o afroamericanas que empujan el cochecito del bebé al que cuidan. Hay una paz de mañanas de diario, una paz que se rompe cuando la chavalería aparece los fines de semana para jugar al béisbol, en muchos casos, hijos únicos que a falta de contar con sus padres para competir verdaderamente se dejan instruir por un padre desganado en el manejo del bate y el guante. Pero sí, hay una paz que en las mañanas de diario no se deja alterar por nada, una paz contagiosa que parece emanar del espíritu mismo del parque y que es respetada por aquellos que tienen la suerte de disfrutarlo en sus horas solitarias.

Con frecuencia vemos a ancianos que, incorporando los sonidos que sienten a su alrededor —los ladridos de los perros, los espectaculares graznidos de los pájaros, los pasos secos de los corredores, los ecos de las conversaciones o el rumor acuoso del propio río—, ralentizan el pensamiento hasta que consiguen casi enmudecerlo y entonces elevan sus manos e inician una danza tan suave que parece mecida por el aire que mueve las hojas de los árboles. Parece que flotan o que se mueven dentro del agua. Tai Chi. Y cuando son varios los que lo practican se diría que son algas, porque antes de comenzar un movimiento hacia delante siempre experimentan un ligero retroceso. Al principio, no entendía por qué me daba esa sensación acuática, hasta que vi de cerca a la grácil Brooke Nesset practicarlo delante de mí. Brooke es de Minnesota, rubia, alta, con una blancura de piel que delata el origen de sus abuelos noruegos. Llegué hasta ella a través del poeta tejano Scott Hightower, al que había curado casi milagrosamente de una lesión en la espalda por la que estuvo a punto de entrar en un quirófano. No debe de equivocarse el doctor Gasca cuando dice que los oficios creativos provocan dolores aquí o allá, y que hay que saber aliviarlos sin cerrar del todo esa herida de la que nacen las imágenes, los cuentos o la música.

Mi cuello dolorido me llevó a Brooke una tarde de invierno, cuando había decidido enfrentarme uno por uno a todos los males provocados por la ansiedad, y como no creo en esos catecismos de una u otra fe que plantean un cambio absoluto de personalidad y de vida, me dispuse concienzudamente a aliviar cada síntoma. Llamé con los nudillos, porque no había timbre, a una pequeña puerta de un edificio de oficinas situado en la calle 21 y Broadway.

El suelo es tan caro en Nueva York y la gente, por otro lado, tan emprendedora, que en toda la zona del Garment District (donde se situaban los talleres de costura) y en la cercana a Union Square, una multitud de profesionales de mil oficios reciben a su clientela en despachos diminutos. Edificios de estructura y tamaño imponentes cuando se contemplan desde la calle se dividen y subdividen en mil despachos en su interior, dando una sensación de panal de abejas laboriosas, en el que no caben los zánganos. Un largo pasillo distribuye a un lado y a otro puertas numeradas en las que a menudo se lee el nombre del profesional y su oficio: un abogado; un taller de costura que mantiene la puerta abierta para evitar la claustrofobia de sus costureras; un psiquiatra; una joyera; un hombre rodeado de papeles, legajos y libros, tan gordo que la carne se le desparrama por la silla y, a pesar de que está hablando por teléfono, levanta la mano para saludarme cuando paso.

Llamé a la puerta con los nudillos, sí, y Brooke apareció con una sonrisa, vestida con pantalón y camiseta blancos, descalza, alta, delgada y con una melena rubia, corta y rizada, con más aspecto de ser bailarina en un musical de Broadway que de masajista. Me quité la ropa y me tumbé en el suelo boca abajo, ella impuso sus manos sobre mí. Sentía el consuelo de sus palmas sobre mis hombros, tan calientes estaban que supuse que las había puesto antes de tocarme encima de la calefacción, pero no: el calor se debía, me dijo, a la concentración de un masaje que daba con los ojos cerrados. Hablábamos poco, aunque de vez en cuando yo le contaba cómo la tensión se fijaba en el cuello, lo difícil que me resultaba que la mente no se me dispersara en mil pensamientos a cuál más inútil o que tratar de que aminorara sin más su tremenda actividad. Le hablé de la envidia que me provocaban esos seres misteriosos que veía en mi parque o incluso en plazas en medio del fragor del tráfico, como Madison Square, por la que acababa de pasar, capaces de entregarse a una danza mágica que parecía tener el poder de aislarles del mundo, del exterior y del interior también.

Y comoquiera que el mundo está lleno de casualidades, Brooke resultó ser profesora de dicha disciplina y me llevó al centro en el que ella la impartía, y una noche prematura de frío me fui allí, me descalcé y seguí torpemente los pasos de los alumnos, en una sala presidida por una gran foto en la que el sabio chino que daba nombre a la escuela nos miraba sonriente. Antes de empezar la clase, Brooke me presentó a sus estudiantes y sentí, de manera muy precisa, la calidez con que el neoyorquino te acoge cuando considera que has entrado a formar parte de su grupo. Es como una bendición que te provoca un bienestar físico y que compensa esas otras ocasiones en que su brusquedad te deja helada.

El baile intuitivo del primer día, cuando me situaron al fondo del aula como a la niña nueva que desde el último banco trata de seguir la marcha habitual de sus compañeros, se transformó en un estudio minucioso de cada uno de los movimientos que no tenían nada de espontáneos. Detrás de la maestra de Minessotta, con su espalda recta y huesuda siempre de referencia, iba aprendiendo cada paso y uniéndolos luego para conseguir esa impresión acuática que tanta impresión me hace cuando encuentro a un grupo bailando armónicamente en un parque o a un anciano solitario, de frente al Hudson, tan fuera del mundo como fuera de los caprichos de su mente.

Recuerdo un mediodía de calor, al salir de la clase, haber visto en Madison Square a un grupo practicándolo a los pies de un busto enorme y sobrecogedor del artista Jaume Plensa. Una cabeza de niña blanca, sombreada en algunos puntos de sus facciones infantiles en gris y con un tratamiento de los volúmenes tan estilizado que la convertían en una especie de aparición fantasmal. La cabeza imponente y al mismo tiempo liviana de la niña de Plensa; el grupo de practicantes de Tai Chi que bailaban al ritmo de una música interior no contaminada por los ruidos de una plaza ruidosa, o bien convirtiendo esos ruidos en parte de su íntima melodía, y el Empire State al fondo, tan tópico como bello, tan familiar como extraño. Me recosté en la hierba, en medio de chicas en bikini que exponían cruelmente su piel blanca al sol urbano e inclemente. Y llevada por una confianza tal vez insensata en los seres humanos, en el que viajaba en coche alrededor de la plaza; en el viajaba en el metro que dejaba sentir su vibración de acero bajo la hierba; en el que comía un bocado antes de subir de nuevo a la oficina; en el que se entregaba a un baile dictado por la música del aire; en las chicas que quemaban su piel a mi lado; en los que se acercaban atraídos por Echo, la cabeza de la niña durmiente esculpida en vidrio y mármol, que parecía haber estado siempre ahí para proporcionar unos momentos de quietud al paseante; me quedé, acunada por las voces humanas y la vibración sin reposo de la maquinaria urbana, dormida sobre la hierba.

Bailamos una hora y media las mil y una posturas de esa danza mágica que te borra el pensamiento hasta dejártelo entregado a unas posturas de nombres poéticos, la de la cola del gorrión que de pronto se escapa, la de hacer remolinos en el agua con una mano, la de abrazar la luna o la de llevar una pelota invisible de un lado a otro, sintiendo su enorme volumen y su falta de peso. Siempre que nos toca sujetar la pelota visualizo aquel balón hinchable de playa que nos regalaron cuando éramos niños al comprar un tarro de Nivea. Es aquella pelota la que ahora sostengo en el aire, otorgándole su mismo color azul intenso y el viejo olor familiar de la crema del pasado. Pasado y presente siempre están cerca cuando estás lejos, por ejemplo, frente a una ventana que da a la calle 21, mirando mientras sujeto mi pelota un edificio en el que también se deben de apiñar, como en éste, seres humanos industriosos que en pocos metros cuadrados tratarán de hacer su existencia necesaria para otros. La única manera de hacer dinero, de no ser un sociópata y de sobrevivir. Así hizo Brooke, la chica de Minnesota de rizos rubios que vino a conquistar la ciudad como la protagonista de
La calle 42
, y se hizo necesaria para un poeta al que le alivió con sus manos ardientes un dolor tozudo de espalda, y para una escritora española que trata de mantener a raya su frágil temperamento.

Bailamos la danza misteriosa durante una hora y media, le damos a nuestra mente ese respiro, pero una vez que la clase ha terminado, volvemos a nuestro ser, que en mi caso, es el de quien teme estar perdiéndose algo ahí abajo en la calle. No se puede vivir del aire, ni entregarse a una espiritualidad que no permita el retorno a los placeres prosaicos, ni estar tan en paz contigo mismo que no te permitas tentaciones y deseos.

Me quito los calcetines de caminar sobre las aguas, me subo a las plataformas para patear el asfalto y bajo por la escalera, casi corriendo, sin calma para esperar el ascensor, fiel a mi impaciencia, como si conmigo no pudiera ninguna disciplina del espíritu. No puede, no, ni ésta ni cualquier otra forma de ejercitar el encuentro con uno mismo. Porque no sé ni puedo ni quiero renunciar a lo material. Y me gusta zascandilear, entrar en las tiendas de anticuarios que hay por la zona, bajar al sótano húmedo que suelen tener y perderme entre mesas y aparadores viejos; imaginar cómo era lo material hace un siglo o hace dos; cómo era la vida entre estos muebles de madera oscura, ligeramente ondulada y sólida, de carácter bostoniano, de elegancia sobria. Sólo lo material nos induce al pasado de una forma física: tocando la superficie de una mesa de jugar a las cartas o uno de esos imponentes escritorios en los que siempre me imagino a Mark Twain escribiendo su
Huckleberry Finn
.

Voy entrando y saliendo de tienda en tienda, usando el tacto y el olfato tanto como la vista, calibrando, preguntando épocas, precios, imaginando que fantasmas del pasado rondan entre los objetos que fueron parte esencial de sus vidas. Como si en eso me fuera la vida y como si ése fuera mi negocio. A veces, Antonio y yo, en nuestro afán de búsqueda de esa materia sentimental, tenemos suerte y, adelantándonos a otros buscadores de tesoros, a otras aves de rapiña que se alimentan de objetos viejos, absurdos, poco útiles, encontramos un precioso barco de chapa de Boston, que nos remonta a principios del
XX
; una pizarra hecha de verdad de pizarra que pesa como el plomo en la que se anunciaron los platos del día hace ochenta años; un paisaje inequívocamente americano de un pintor aficionado que decoró en los años treinta el comedor de su casa con sus propias pinturas, o un oso, un oso de madera, de pequeños ojos de cristal brillante y dientes que parecen de marfil, tan real como los que pueden encontrarse en cuanto te pierdes por los bosques que abrazan la ciudad de Nueva York; un oso tallado hace un siglo, que ahora, en la mesa de casa, parece que va a echarse a andar sobre la superficie de mármol blanco que, desde que cuenta con su presencia, se diría que es nieve helada.

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