Esa noche, al entrar en el portal con la alegre Lolita, el ascensorista de turno estaba cediendo el paso a otros vecinos. Yo creí que podía zafarme y subir por las escaleras pero la perrilla, gran amante de los operarios, se lanzó a saludarle y hube de montarme yo también. Por no hacer un feo. Íbamos cinco en el ascensor: una pareja gay, una chica joven, el ascensorista y yo. Todos le hicieron fiestas a Lolita. Ella, como suele, se puso boca arriba en medio del grupo para que le acariciaran la barriga. Las tetillas, siendo más exactos.
La noche no podía haber sido más perfecta: el Red Rooster, el dueño Samuelsson y su «¡Escriba sobre Harlem!», la sensación de comportamiento ejemplar por haber venido en metro a casa, la conversación, la caricia de la primera brisa primaveral, Lolita y su ciega fe en el ser humano. Una de esas noches en que la vida parece un musical. Pues bien, el amable ascensorista paró en mi piso. No recuerdo que dijera aquello de «watch your step», que es la frase obligada que ha de pronunciar un ascensorista que maneja el ascensor con manivela, o tal vez es que tanta acumulación de dicha me tenía distraída; el caso es que salí sin mirar donde pisaba, el ascensor no estaba nivelado, tropecé con el escaloncillo y la secuencia fue tal y como la he contado: manos, codo, rodillas, cabeza. Cabeza, sobre todo cabeza, que fue lo que hizo retumbar la pared y alertó a mi vecina del apartamento de al lado.
Hasta la otra noche sabía caerme y levantarme como un tentetieso, pero en el caso que nos ocupa me quedé, literalmente, medio tumbada en el suelo, con Lolita a mi lado, mirándome atónita, sin reaccionar, y a los cuatro seres humanos con los que viajaba en el ascensor rodeándome. Al llevarme las manos a la cabeza, la joven compañera de viaje, que era enfermera, se alertó, y entonces comenzó un interrogatorio del que yo quería zafarme como fuera, arrastrándome si hubiera sido preciso hasta la puerta de mi apartamento. Pero nadie parecía dispuesto a terminar la escena. Me pusieron en pie, en esta ocasión con más cuidado y lentitud que los boys del Duane Reade, y me preguntaron si veía bien, si me sentía mareada, si tenía ganas de vomitar.
Veía bien, sí, veía la cara desencajada del ascensorista, que tal vez estaba tratando de recordar si había pronunciado el mantra de los Elevator-Men, «watch your step», y si había dejado el ascensor demasiado desnivelado. Y yo, a pesar de estar, sí, muy mareada, y a pesar del mal cuerpo y de las ganas, sí, de vomitar, conservaba intacta mi enfermiza capacidad para ponerme en el lugar del otro y sentirme culpable por la desgracia del otro y pensaba que el otro estaba aterrado con la posibilidad de perder su trabajo. Un hombre tan cálido, entregado con entusiasmo a la fatigosa tarea de reproducir una vez y otra y otra esa prototípica conversación de ascensor que existe desde que existen los ascensores, de pronto abocado, tras años de viajes sin sobresaltos, al paro o a la denegación de la greencard tras un juicio en el que se le consideraría culpable de traumatismo cerebral por negligencia. Eso es literalmente lo que pensé; escrito así puede parecer melodramático o incluso humorístico, pero una mente como la mía trabajando a solas puede llegar muy lejos.
A solas. Al ascensorista y a la enfermera se les transformó la cara cuando les dije que mi marido estaba de viaje, y aunque yo trataba de meterme en casa y cerrarles la puerta para rumiar sin testigos mi dolor y mi vergüenza, no había forma de que me abandonaran. Les prometí que les avisaría si me encontraba mal y sólo aceptaron cuando prometí que no le echaría el pestillo a la puerta. Al fin salieron y pude hacer lo quería: sentarme en el sofá y gemir, y tocarme un poco morbosamente, como cuando era niña, todos los lugares del cuerpo que al día siguiente aparecerían morados.
Por fortuna, la piel no se rompió y no me salieron costras. Tal vez me las hubiera arrancado como antaño. No lo sé. No pongo la mano en el fuego por esta adulta que soy ahora. Pero lo que debería haber sido un capítulo de dolor solitario en una ciudad que te es ajena en cuanto uno se siente frágil se acabó convirtiendo en un sainete neoyorquino. Me acosté. A la media hora, llamó a la puerta la enfermera. Lolita empezó a ladrar. Cojeando fui hasta la puerta. «Recuerde —me dijo—, es mejor que no se duerma en una hora y si siente algo raro vivo en el sexto.» Le di las gracias, le aseguré que no me dormiría y advertí que me miraba con desconfianza, como estudiándome, como tratando de descubrir un signo de mi trastorno. Me acosté de nuevo. Pasó un rato. No sé cuánto. Habían pasado unas diez páginas de la biografía de Salinger que estaba leyendo y otra vez llamaron a la puerta. Lolita ladró. Me puse una bata y abrí. El ascensorista. Que estaba muy preocupado. Traté de sonreír. De no hacer ningún gesto de debilidad, sueño o impaciencia. Le prometí que si advertía algo le llamaría. A él, el primero. Le dije que había sido más el susto que el golpe y que con el sueño todo se pasaría. Y él se alarmó y dijo que no, que no, que no me podía dormir. Y como no teníamos más que añadir (a no ser que le hubiera dicho que se metiera en la cama conmigo, si así se quedaba más tranquilo), cerré la puerta sin alargar la despedida. Me metí en la cama. Esta vez con la bata, por si tenía que volver a levantarme. Después de dos horas de espera, ya completamente despejada y con el sueño perdido, me tomé un somnífero. Asumí el riesgo. Y debían de ser las tres de la madrugada cuando caí rendida. Entre sueños, volví a escuchar la puerta. Y el ladrido de Lolita y casi sin abrir los ojos asumí que me tenía que levantar para abrir a la enfermera, al ascensorista, a la pareja gay. Pero no. Allí estaba el superintendente. El súper. Me debió de ver el gesto remoto de quien aún está más dormido que despierto. «Perdone —me dijo—, son las ocho.» ¿Las ocho? ¿Ya era de día? «Vengo porque me dijo el ascensorista que no se iba a poder dormir antes de saber si usted había pasado la noche bien.» Ah, la estaba pasando todavía… Le pedí que le dijera que había pasado una noche estupenda.
Pero está visto que nadie me creyó del todo, porque estos días, los días posteriores a la noche de la caída, no he dejado de informar a los vecinos sobre mi estado de salud, sobre todo el mental. La enfermera ha informado al board del edificio; la vecina de al lado llamó a casa para decirme que ella había oído el golpe y que ahora ya estaba al tanto de que era un golpe en la cabeza; noto que los demás ascensoristas me tratan con especial cuidado y que cuando voy a salir del ascensor me advierten, a veces hasta dos veces, que tenga cuidado con el escaloncillo y procuran nivelar las dos superficies al máximo, y en cuanto al desgraciado ascensorista al que he estado a punto de arruinarle una trayectoria intachable, no las tiene aún todas consigo, y esta noche, cuando subía con él de pasear a Lolita, me dijo con cara trágica:
—Yo estoy muy preocupado por usted, así se lo digo.
—Pues ya no tiene que preocuparse, que ya ve que no me ha pasado nada.
—Ah, eso todavía no lo sabemos. Mire esa actriz tan famosa… La que se cayó esquiando y se golpeó en la cabeza…
—Miranda Richardson.
—Esa misma. Se levantó y se volvió a casa y parecía que no había sido nada y a los tres días se había muerto.
—Vaya, pero no se me ponga usted en lo peor.
—Ah, claro que no, en la vida siempre hay que ser optimistas, pero hay que vigilar ese golpe en la cabeza, hágame caso, que usted no sabe cómo fue.
—Bueno, sí que lo sé…
—Pero usted no lo vio como yo lo vi.
—Eso no, claro.
—Y el ruido despertó a su vecina. Así que, ya sabe, para lo que quiera.
Me pregunto qué hubiera pasado si en vez de caerme en el interior de mi edificio me caigo en la calle, sin nadie a quien denunciar ni board a quien dar parte. Me lo pregunto mientras paseo por Columbus, en la primera excursión que hago desde que me caí. No es sólo que me duelan las rodillas al andar, es que le he tomado miedo a caerme de nuevo y ando como si fuera una vieja sin andador, con sumo cuidado. Pero mañana llega Antonio y quiero esperarle con todas las golosinas que sé que le gustan: las brioches y las scones de Levain Bakery; el embutido italiano del Salumeria Rosi, un pequeño restaurante que se ha abierto un hueco en esto que los críticos llaman «el erial culinario del Upper West»; la cremosa mozzarella del Fairway y ¡la mejor pasta rellena de langosta de la ciudad!
Sé que le van a impresionar mis rodillas cuando las vea, aunque he tratado de ser muy gráfica en nuestras conversaciones telefónicas para que el hombre tranquilo que es tenga una preocupación a la altura de mi golpe, como le expliqué al sonriente doctor G. La permanencia de los dolores musculares y la alteración anímica que provoca la llegada tan anhelada de la primavera me hacen acariciar pensamientos melancólicos a los que me entrego durante todo el paseo. Pienso, por ejemplo, que no estaría aquí si tuviera que vivir sola, si después de un golpe no contara con alguien a quien poder esperar, por quien poder preparar una espera. Y también que él sí estaría aquí aunque estuviera solo. Pero nunca hay que fiarse de las emociones extremas que esta ciudad provoca, ni de la exaltación de la felicidad ni de la que se pone en marcha en los momentos grises. Lo raro es conservar aquí una templanza de ánimo.
Como estoy sola y un poco perdida, recurro a un terreno conocido, a un lugar en el que siempre me he sentido abrigada en los momentos de desamparo: el Barney Greengrass. Sólo su cartel, de una tipografía cálida de los años treinta, me atrae como si fuera un luminoso, aunque Barney’s nunca ha tenido ni tendrá un luminoso, porque cierra sus puertas a las cuatro de la tarde. Barney’s se rige por principios inamovibles: no se reserva, no abre de noche, no se paga en la mesa sino en el mostrador del delicatessen donde uno de los descendientes de la dinastía Greengrass te cobra, amable pero sin forzar la simpatía. Tampoco los camareros del Barney’s hacen esfuerzos por ganarse su propina; sin embargo, de qué manera misteriosa he conseguido hacerme un hueco en ese mundo tan sincero como áspero. Entré en el local hace unos siete años, el primer invierno de esta vida neoyorquina, de la mano de un joven amigo cuya infancia se había desarrollado en el Upper West. De la misma forma que su infancia olía al supermercado Zabar’s, la sopa que tomaba su abuelo judío debía desprender el mismo olor a pollo y a bola de sémola que la que a diario preparan en Barney’s. A partir de aquel mediodía helado de enero comencé a ir, la mayoría de las veces, sola. Y tal vez fuera por eso que los camareros empezaron a tratarme como si fuera una clienta más, con la misma confianza y la misma prudente cercanía. Más tarde descubrí que el Barney’s había sido el escenario de algunas escenas memorables del cine, como aquella final de
Smoke
, y escribí un artículo en el periódico sobre este sitio que era ya mi sitio en la ciudad. Al ir a pagar, la siguiente vez que fui, el dueño me dijo que estaba invitada: el artículo les había llegado por unos amigos de Barcelona. Pero aún eran más emotivos los detalles de uno de los camareros, un muchacho joven que alternaba su trabajo en Barney’s con una carrera incipiente de actor. Más de una vez tenía el detalle de poner sobre la mesa, sin decir nada o, simplemente, guiñando un ojo, unos blintzes, esas deliciosas crêpes rellenas de queso y acompañadas de crema agria. El postre que seduce hasta a aquellos a los que no les apasiona el dulce.
Empecé a ser la escritora española, la que comía sola o la que de vez en cuando llevaba a amigos. Si iba acompañada, el camarero con más solera, un tío alto con los rizos permanentemente despeinados y una indisimulada impaciencia, se dirigía a mí y decía: «Entiendo que tú eres la jefa», para que yo decidiera por todos y abreviara el trance. También había otro camarero, letrista de canciones, que estuvo escribiendo una novela durante dos años; pero todos, el actor, el letrista o el consumado camarero aceptaban que el Barney’s no era ese tipo de lugar en el que los empleados deben recitar los especiales del día como si fuera la letra de un musical o comunicarte que el plato que tú has elegido es su favorito. No, el estilo de la casa era y es contagioso: sobriedad y amabilidad sin excesos. El resultado es que cuando, por alguna misteriosa razón, te sientes particularmente mimado, se establece un lazo que se traduce en que hoy, día de nubarrón, de sentimientos encontrados con respecto al sentido de mi vida aquí, hoy, día de espera, día en que me gusta regodearme en mi fragilidad y en pensamientos dañinos, acudo atraída por sus letras de tipografía de principios de siglo a que me traten como si mi presencia en esta ciudad fuera necesaria.