Pero lo devoré. De Salinger me imagino todas las extravagancias posibles, las he intuido leyendo sus cuentos: la obsesión por la pureza estaba presente desde el principio y se fue transformando en una especie de religiosidad construida a su medida, entre el budismo zen y el misticismo cristiano. Sus historias, que a nuestros ojos juveniles se nos revelaban como un paradigma de la rebeldía, tienen sin embargo algo de rebeldía reaccionaria, en el sentido de que no es el progreso lo que desean sus personajes sino que no se cansan de reivindicar al hombre inocente, primitivo, simbolizado en todos sus cuentos por los niños, y añoran una sociedad no corrompida. Ahora lo veo claro y aun así me gusta, me atrae porque su voz literaria es única, es la voz de un ser humano contrariado, irritado, descontento, asocial. No espero ni deseo comprender al hombre que creó esa maravilla. No necesito admirarlo, ni asumir sus decisiones sentimentales, su pasión por las adolescentes, su falta de brío sexual, sus manías alimenticias o ese retiro monacal en forma de cabaña en donde olvidaba sus obligaciones como padre o como marido. Tampoco juzgo las irritantes condiciones que imponía en el formato y promoción de sus libros, la decisión de borrar su rostro de las solapas, la manía de invisibilidad que le hizo aún más visible. Todo esto lo imagino porque lo he leído con pasión, y nunca he esperado que el autor de
Para Esmé, con amor y sordidez
fuera el individuo más llano, sencillo y empático de la literatura. O tal vez es que en su imperioso deseo de ser llano y sencillo, de no convertirse en un ser condicionado por la celebridad, se convirtió en un obseso de la privacidad y eso alimentó su paranoia y su temperamento neurótico. Como dijo el escritor John Updike, Salinger fue el autor que puso en boca de Haulden Caulfield aquello de: «Los libros que de verdad me gustan son esos que cuando acabas de leerlos piensas que ojalá el autor fuera muy amigo tuyo para poder llamarle por teléfono cuando quisieras», y se pasó la mayor parte de su vida evitando contestar al teléfono. No quiero parecer petulante pero las rarezas las sospecho, no necesito que me las describan.
De alguna forma sus cuentos, más que su célebre novela, poseen una poética que en los años adolescentes interpreté de manera interesada, amoldándola a mi propia insatisfacción, y que ahora entiendo como si el autor me los estuviera leyendo en esa voz nada enfática que caracteriza su estilo. Lo que sí me ha sorprendido de esta biografía escrita por uno de los muchos fanáticos salingerianos es algo en lo que no había reparado o que no me había parecido tan esencial: la importancia que la segunda guerra mundial tuvo en su vida, el estrés postraumático que padeció después de su participación en las batallas que causaron más bajas en el bando aliado: desde el desembarco de Normandía a la batalla del bosque Hurtgen. El hombre que volvió a Nueva York después de luchar en la guerra no era el mismo; como muchos otros ex combatientes sintió la extrañeza de un mundo que se entregaba a la prosperidad y la desmemoria. El ex combatiente echa en falta esa «melodía trémula que les habría de rendir (a los soldados) homenaje sin vergüenza ni arrepentimiento». Esa melodía trémula está en algunos de sus cuentos, en los que el trauma de la guerra sobrevuela los argumentos en continuas referencias a personajes que o bien están muertos o bien se han trastornado, como Seymour en
Un día perfecto para el pez plátano
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Estoy en territorio salingeriano. A un paso, Columbia, donde el joven Jerome estudió literatura y descubrió la prosa de un escritor, Faulkner, que parecía hablarle a él en particular, sin el brillo distante de la retórica literaria. Delante de mis ojos, el museo que nunca cambia, el de Historia Natural, que no es el tipo de museo que agrada a algunos expertos, por considerar su concepto de exhibición de la naturaleza bastante arcaico, pero que ha resistido el azote de las críticas gracias a un encanto tan claramente expresado por Salinger: a un lado del cristal, un mundo natural mostrado en penumbra, que parece que va a volver a la vida en cuanto se cierren las puertas del museo por la noche y se va a llenar de aullidos, gruñidos, barritos, cantos de grillos y del siseo amenazante de la serpiente; al otro, unos niños que, por naturaleza, aman lo que perdura, y que verán cumplido ese sueño de eternidad infantil cuando convertidos en abuelos traigan de su mano a los nietos.
Cruzando el parque, el Metropolitan, el museo a cuyas puertas el chico deprimido, destrozado anímicamente, Holden Caufield, se cita con su hermana pequeña para anunciarle que lo deja todo y se retira a vivir a un lugar donde nadie pueda pedirle cuentas. El Metropolitan en el Upper East, el barrio del adolescente Salinger, del chico bien, del mal estudiante que buscó la vida en el ejército y el refugio vital en la literatura. Ese Nueva York del este que tengo ahora enfrente, más conservador de lo que un lector joven que devora la peripecia del pobre Holden podría imaginar como escenario de este adolescente enfermo de sí mismo. Salinger inauguró la era del descontento juvenil, le dio forma literaria a un discurso desestructurado y poco racional, sacralizó una desazón que responde más a cambios hormonales que a un verdadero inconformismo social. Salinger se convirtió en el santo laico de los adolescentes, de la misma manera que Mark Twain supo interpretar el lenguaje de los niños, aunque los niños de Twain fueran más pobres, menos atormentados y con razones de peso para una rebeldía que ejercían sin caer jamás en la desesperación.
Los dos, Twain y Salinger, son padres fundadores de la literatura americana moderna, y por tanto, padres nuestros también; presentes, al menos en mi caso, de la infancia a los años de instituto, modeladores de mi discurso, de mi incipiente sentido del humor o de un sentido trágico amateur.
No hay tantos autores que tengan el don de hablar a cada uno de los lectores en particular, como Faulkner habló e iluminó a Salinger, sin la distancia que a menudo impone el lenguaje literario.
Llevamos la mañana renegando. Renegando en el sentido que mi familia daba a ese verbo: protestando. Toda la mañana escuchándonos el uno al otro renegar. Porque a ninguno de los dos nos apetece acudir a una cita literaria. Pero la educación nos impide decir que no. En el Jacob Jarvits Center se celebra la feria del libro y el Ministerio de Cultura español ha convocado a algunos escritores traducidos al inglés. Y nosotros lo estamos. Y estamos en Nueva York. Y al ministerio le salimos a buen precio. No nos tienen que pagar ni viaje ni hotel. El único problema es que primero decimos que sí, porque siempre se dice que sí cuando aún falta mucho tiempo para la fecha en cuestión; pero el tiempo contiene esa trampa, que pasa sin que uno lo sienta, y aquí está el dichoso día.
Me miro al espejo. No sabe una qué ponerse. Y no hablo de ropa. Si sólo fuera la ropa, ¡ja! Hablo de la cara que has de ponerte para acudir a un acto literario. Tengo la impresión de que aquí en Nueva York vivimos asalvajados. Antonio vive en zapatillorras de deporte, unos pantalones chinos y, en invierno, un sombrero de ala negro o un gorro con orejeras si aprieta el frío; lleva siempre a cuestas una mochila para transportar los libros que lee en el metro, pero también porque sueña con encontrar alguna rareza por los parques. Sé que se siente ligero, poco observado, libre al fin en esa tendencia suya a cierto desaliño, a la informalidad. Así, con ese aspecto que para mí es el que más le define de todos los que le he conocido, más que cuando tiene que vestir un traje, más que cuando tiene que poner la cara de hablar en público, así, da clase. Ése es el profesor al que quieren sus alumnos, el que trata de contagiarles su vieja pasión por la literatura y de no desalentarles en su sueño por vivir algún día de este oficio raro. Y ése, ese Antonio que anda como flotando sobre unas deportivas con cámara de aire y plantillas, es el mismo que toma notas mirando al Hudson porque espera sentarse un día a escribir un libro dedicado exclusivamente a este río. El mismo que alguna vez, en contadas ocasiones, se calza los zapatos: no por una mesa redonda, no por una feria del libro, sino por mí, porque vamos a comer o a cenar a un buen restaurante y le gusta marcar la diferencia.
Yo vivo disfrutando a fondo de mi extravagancia. Siempre ha estado ahí, pero en mi país a veces la confunden con frivolidad y es muy cansado. Me gustan los gorros y los sombreros fantasiosos. Cada día, un disfraz, según el estado de ánimo. Tengo una torerilla de plumas colgando en la percha del dormitorio y cuando el tiempo lo permite me la pongo para ir a un restaurante elegante en el que la gente pide cócteles antes del vino y va y vuelve del baño completamente pedo. El señor que sólo viste zapatos para las grandes ocasiones y la señora de las plumas van de vez en cuando al Four Seasons, a cenar al salón de la piscina luminosa que hace temblar la luz tenue convirtiendo en íntimo un espacio enorme. También van, el calzado y la emplumada, a tomar un sándwich club con un martini al hotel Carlyle, no al salón donde toca, entre otros, Woody Allen, sino al bar, al bar más especial en el que he estado en mi vida. No son los cócteles lo que merece el dinero que se paga, tampoco el sándwich, a pesar de que está delicioso, son los murales con los que Ludwig Bemelmans, un dibujante de origen tirolés muy célebre en los cuarenta por sus libros infantiles, cubrió las paredes de este pequeño salón. Se trata de pequeñas y caprichosas escenas de aire infantil protagonizadas por animales y situadas en Central Park. El estilo del trazo es tan encantador como el de Sempé y aporta frescura a un espacio que de otra manera tal vez sería algo agobiante. El trío de músicos que habitualmente toca, con el pianista y cantante a la cabeza, es probablemente mejor que muchos de los que actúan en el otro salón, en el woodyallenesco, pero nada se puede hacer contra la pasión que despierta un mito, aunque éste toque de manera mediocre un jazz dixie que es el abc de cualquier criatura que se críe en Nueva Orleans.
Los clientes del bar de Bemmelmans charlan sin atender demasiado a la música, aplauden sin entusiasmo, componen, para los cazadores de ambientes como nosotros, una escena con la que habíamos soñado y de la que nunca pensábamos que formaríamos parte. Hemos llegado una década tarde, eso sí, para escuchar a quien fuera el alma del Carlyle durante muchos años: Bobby Short, un negro con voz dulce, aguda, elogiado por su perfecto fraseo, con aires de cantante antiguo, elegante, sentimental, tierno y amanerado. Su retrato adorna hoy el hall. Un lugar de honor que comparte con Kennedy y Jackie bajando de un taxi para entrar a este hotel del que se llegó a decir que tenía subterráneos por los que el fogoso presidente accedía a los apartamentos donde le esperaban sus conquistas.
Frente a frente los rostros de dos mundos: el del músico negro de cabaret que comenzó su carrera musical en la calle y se convirtió en una institución después de entretener durante años a la clientela, y los rostros de esa distinguida clientela, un John que no sobreviviría más que un año a la foto, y una Jackeline que se convertiría en breve en Jackie O., la rica mundana del Upper East, camuflada siempre, en las fotos que le hiciera el inefable paparazzi Ron Galella, tras unas gafas enormes que tal vez ella popularizó y que ahora son seña de identidad de las mujeres de este barrio, a las que a partir de los cuarenta se les pone cara de viudas. Lo sean por defunción del marido, por abandono, o porque es simplemente la cara del dinero.
Es eso, Nueva York te asalvaja, en el sentido de que aligera tus condicionantes culturales y, como alguna vez ha dicho Antonio, te hace sentir que aún tienes vida por delante como para cambiar el destino que, a cierta edad, ya parece inamovible. Te desacostumbra a las convenciones, que las hay, de los actos literarios. La única relación que mantiene él con la literatura son esos jóvenes que en torno a una mesa en NYU comparten en clase sus escritos, a menudo más valiosos que los de escritores con un nombre, o el mismo acto cotidiano y privado de leer. O el mismo acto diario y privado de escribir, en el que a veces nos encontramos por compartir dudas o entusiasmos.
La literatura vuelve aquí a moverse en un terreno casi íntimo; de tal manera que hoy, mientras nos arreglamos para asistir a la feria del libro, andamos preguntándonos qué cara es la que solíamos ponernos para asistir a una mesa redonda, en los tiempos en los que asistíamos a una de esas estériles mesas redondas, en las que nadie se prepara nada y todo el mundo desea hablar en último lugar para recoger las migajas de los que hablaron antes y hacer con ellas una bola que lanzarles a la cara. Las mesas redondas de la ocurrencia, de la gracieta, de los amiguetes, de las anecdotillas. Las mesas redondas en las que mientras unos buscan hacerse con el premio a la originalidad, otros pelean por arrancar un aplauso y los terceros por llevarse el galardón al que es capaz de soltar más citas en diez minutos. Competitividad soterrada de la que el público, a menudo, parece no enterarse.