Cuando salimos del Jacob Jarvits Center resulta que ha llegado el verano. En tres horas, desde que llegamos esta mañana hasta esta hora española de comer, las dos y media, la estación ha cambiado, la luz, la temperatura, el aire con que la gente camina por la calle, menos tensa, más suelta, menos impaciente. Ya digo, en las mesas redondas se pierde mucho tiempo. Incluso la vida se puede perder.
Estamos agotados, como se agota una criatura en su primer día de escuela, aún desacostumbrada a asumir una disciplina colectiva. Hablar en público agota, hablar en público en inglés más, hablar en público en inglés tratando de expresar una idea sensata sobre un tema obtuso destroza. Ser simple agota.
Un acto social desequilibra un día de trabajo. Escribir es un oficio rutinario salvo para aquellos escritores o periodistas que fueron o son célebres gentes de acción y escribían y escriben hasta en las servilletas de los bares. Pero en el caso que nos ocupa, el del hombre que camina como si flotara y la mujer que camina como si zapateara, nos encontramos con dos seres algo debiluchos que acusan siempre el cansancio que provoca la vida cultural: la reserva de energía no les da para hablar en mesas redondas y escribir en un mismo día. Por tanto, ya que la jornada de hoy está definitivamente perdida hay que darse un consuelo radical. El consuelo de esta pareja siempre está en los restaurantes. O en los supermercados. El consuelo está en la comida. No todos los restaurantes consuelan. Decidimos ir caminando a uno de esos que te protegen del mundo exterior, un restaurante de los que cobijan al cliente con una cualidad espacial de cueva y en los que uno desea, mientras come, que ahí afuera esté tronando, lloviendo a mares y volviendo los paraguas del revés. O que esté calentando las cabezas uno de esos primeros calores que agotan más que los de pleno verano porque no se tiene aún el cuerpo acostumbrado.
Keen’s, así se llama el refugio salvador. Está en una de las zonas más feas de Nueva York, en la calle 36 con la Quinta, escondido bajo un andamio que se debieron de dejar olvidado los obreros tras una remodelación porque lleva aquí, o a mí me lo parece, un número insensato de años. No es una zona turística, tampoco tiene carácter, pero posee cierto atractivo, o yo se lo quiero ver. Mi especialidad son los barrios feúchos, algo que debe de estar provocado por una fidelidad indestructible al barrio de mi adolescencia. Siempre encuentro algo en ellos que me los enternece. En estas calles tan ariscas al paseo se mostraban y se escondían los grandes negocios textiles, tejidos y costura, aún hoy existen esos misteriosos locales de venta al por mayor que siempre me provocan curiosidad por formar parte de un entramado de la ciudad al que sólo tiene acceso quien está en el negocio. ¡Ya, ya sé lo que me conmueve: el comercio! El comercio como expresión humana: de la tienda de Alí Babá de los pueblos españoles que olía a rancio y a papel de estraza a estas tiendas de telas en las que una desearía saber hacer algo con las manos para llevarse a casa un rollo al hombro. Cuando leí que el guionista de Billy Wilder, I. A. L. Diamond, decía que no era capaz de largarse del pueblo más remoto sin entrar en la tienda más miserable a comprarse algo, porque sin comprar no entendía el sentido de un viaje, me sentí un alma gemela de ese señor al que, por otra parte, admiraba tanto.
Bajo este andamio que algún día habrá de desaparecer es donde se esconde este tesoro, Keen’s, y digo se esconde porque se han de bajar unas escalerillas nada más abrir la puerta de la calle, como si se penetrara en la cueva o en el refugio atómico de un potentado. Keen’s abrió sus puertas a finales del siglo
XIX
y la impresión es que por allí, salvo los sistemas de electricidad y el equipaje culinario, nada ha sido modificado. El mobiliario y las paredes, de madera oscura; los manteles blancos, brillando impolutos en un espacio grande y en penumbra, y encima de las cabezas de la clientela un techo no muy alto, decorado con la mayor colección de pipas antiguas que uno pueda contemplar: un homenaje a esos viejos hoteles ingleses en los que los clientes de confianza dejaban su pipa a buen recaudo en su casilla para que no se les extraviara o se les rompiera.
Era en principio un club de hombres, y se hizo tremendamente popular por permitir que los cómicos varones tomaran un bocado y un respiro entre función y función; sólo cuando la bella Lillie Langtry, actriz inglesa y amante entre otros del rey Eduardo VII de Inglaterra, llevó a juicio al dueño y ganó el pulso legal las mujeres pudieron frecuentar este club que finalmente abrió sus puertas a todo el mundo. En estos salones se sentaron comensales ilustres y tan dispares como el millonario J. P. Morgan, Albert Einstein o Búfalo Bill y hoy es un milagro a celebrar que un lugar con tan jugosa historia permanezca abierto. Muchas veces hemos hablado de venir únicamente a tomar unas cervezas porque la barra en sí, la zona del bar, es una de las más señoriales y auténticas de Nueva York.
Es sorprendente que este restaurante cálido, sólido, elegante no sea frecuentado por los turistas ni tampoco se encuentre entre los steak houses más populares. No es tan renombrado como The Palm, Old Homestead Steak House o Peter Luger pero para mí es el más secreto, el más bonito, el que tiene más encanto. Y, por supuesto, la carne es deliciosa.
El entorno invita a no elevar el tono de voz y el halo de otros tiempos aún se respira otorgándole al lugar un aire masculino y sobrio. Los camareros son expertos, van pulcramente uniformados y entienden la amabilidad como una actitud cálida pero distante.
Las mesas redondas de la literatura en las que se divaga más que se diserta sobre conceptos abstractos, las mesas redondas tan distintas a esta mesa en la que ahora estudiamos el menú que conocemos de sobra, dan un hambre canina, así que pedimos, con la boca salivante sólo de leer el enunciado de los platos, unas costillas guisadas con caldillo y zanahoria, un cuenco de puré de patata del que se prensa a mano, otro de crema de espinacas y los obligados tomates de New Jersey que tienen una textura espesa de tomate antiguo. La carne se deshace sólo con posar el cuchillo sobre ella y a cada bocado de costilla de esta vaca para nosotros sagrada, y a cada vaso de vino de Long Island (que no está nada mal), se desvanece el descontento mañanero y comienza el camino de vuelta, consistente en reconocer que uno está algo asalvajado y que tampoco pasa nada por cumplir con un compromiso estéril pero que no cuesta tanto trabajo.
Antes de irnos, mientras Antonio se ausenta para ir al baño, me doy una vuelta por los salones de arriba. Me siento literalmente en los tiempos de Lillie Langtry. Mis pasos hacen el mismo ruido en el suelo que harían los de ella avanzando hacia el sofá Chester del fondo. La bellísima Lillie se recostaría sobre el reposabrazos, que entonces tal vez estuviera tapizado en tela, y recibiría a sus admiradores. Un poco más tímida que Lillie, menos dueña de mí misma, me siento en el borde del asiento. Una tentación feroz de acostarme me sube desde el estómago, que empieza a batirse ya con las costillas de vaca, hasta el cerebro, donde el vino ha golpeado algunas neuronas. La vuelta a casa, setenta calles al norte, se me hace imposible. Lo único que desearía es cerrar los ojos y hundirme en un sueño. La primera visión que tendrían mis ojos al despertar sería una enorme cabeza de ciervo que adorna la pared. Hasta hace bien poco las cabezas disecadas irrumpiendo impúdicas en los salones habrían sido calificadas por los expertos de interiores como una muestra de caduco pintoresquismo; hoy, las astas caprichosas de ciervos, cervatillos, venados o gamos han vuelto a reinar en los restaurantes neo-countries. Lo kitsch convertido en símbolo de autenticidad. Y aunque los cuernos no desentonan en este templo del Nueva York carnívoro, mi empecinada fidelidad a Bambi me impide tener un sueño dulce bajo su cabeza cortada de cuajo.
Estamos sentados en el sofá de casa como si estuviéramos en una sala de espera. Estamos en una sala de espera: a estas horas Miguel debe de haber aterrizado en el JFK y puede que, incluso, si no ha tenido problemas en la aduana, esté ya en un taxi hacia este nuestro Riverside Drive.
Le pregunto a Antonio cómo se imagina a los niños (¡niños!) cuando lleva tiempo sin verlos, en qué momento de su crecimiento, y me dice que en su recuerdo los niños (¡niños!) siempre aparecen entre los ocho y los catorce años. De la misma manera que la imagen más poderosa de nuestros padres es aquella que corresponde a su madurez, cuando reinaban en nuestras vidas y dependíamos de su cariño y su voluntad, los hijos son en nuestra memoria esas criaturas que eran más nuestras que ahora. Por eso me inquieta imaginar que el niño de nueve, diez o doce años que fue esté cruzando el norte de Manhattan solo en un taxi.
Con la misma inquietud que si estuviéramos en la sala de espera del dentista hojeamos las revistas que hay apiladas sobre la mesa. «¿En qué se diferencia un dentista de un torturador? En que el dentista tiene las revistas atrasadas.» Uno de los chistes de «Seinfeld» que se te vienen a la cabeza observando ese montón de papel de periódico que va acumulándose por la imposibilidad de llevar al día la lectura del prolijo
New York Times
. Seinfeld tiene un chiste adecuado para cualquier momento de la vida. Y si, como nosotros, llevas años disfrutando de las reposiciones de la serie y viendo una y otra vez los mismos capítulos, los comentarios de Seinfeld o de su colega George Costanza salpican nuestra conversación constantemente, porque Jerry y George tienen frases para todo. Es curioso que nunca me haya hecho una foto bajo el letrero de Tom’s Restaurant, la cafetería en la que se reúne el cuarteto de «Seinfeld». De vez en cuando veo a algún americano haciéndose la foto de rigor en esa esquina. Los turistas no llegan hasta aquí, aunque esto sea el territorio «Seinfeld», es decir, la quintaesencia de Nueva York, de su carácter, de las manías y las neurosis compartidas, del progresismo empollón, de los delis con solera y los restaurantes de medio pelo. El erial gastronómico. Abundante, eso sí, en ferreterías, lo cual dice mucho de la solidez del barrio.
Por fingir que soy una madre deshumanizada y no me altera el ánimo lo más mínimo que un niño de edad indefinida esté recorriendo solito la ciudad mecánica en un coche manejado por un taxista salvaje, saco un reportaje sobre el suicidio que tengo guardado debajo de la pila de revistas por si algún día me salva de un vacío de inspiración. Le resumo el contenido a fin de entablar una conversación que me distraiga.
—En realidad, suicidas, lo que se dice suicidas-suicidas, hay pocos.
—¿Y qué es un suicida-suicida? —me pregunta, no sé discernir si con interés real.
—Pues un individuo que planea su muerte, que la maquina, la sopesa, que no quiere tener fallos de última hora, que escribe una carta a sus allegados para explicar su decisión y que se asegura de que nadie va a volver a casa a tiempo para impedirle que logre su objetivo.
—Los otros, ¿qué son entonces?, ¿suicidas sin fundamento?
—No te interesa el tema.
—Me interesa muchísimo.
Y aunque encajo mal la ironía cuando estoy nerviosa, sigo, sigo.
—El estudio viene a decir que las personas que se tiran por un puente suelen responder a un impulso, ¿vale? Pero si se da el caso de que el puente presenta algún tipo de dificultad, una valla demasiado alta o una pantalla como la que se puso en el Viaducto de Madrid en tiempos de Álvarez del Manzano, se evitan las muertes de aquellos que no tienen un plan preestablecido. Es más, un porcentaje altísimo de los suicidas encuestados en este estudio.
—Ex suicidas. O sea, no suicidas-suicidas.
—Vale, bien —digo, ignorando el cachondeo—, un porcentaje altísimo de los individuos que sobrevivieron a un impulso de quitarse la vida no volvió jamás a intentarlo, y ahora se sienten como seres renacidos, que han de vivir lo que les queda de vida con agradecimiento.
—Vaya —dice, después de quedarse pensando unos segundos—, yo escribí un artículo contra la mampara de Álvarez del Manzano. Me acuerdo que después de hablar del disparate estético decía algo así como que el que se quiere suicidar salta lo que sea, una mampara, o se vale de una pértiga, si es preciso.
—Para que veas —le digo—, así de veleidosa es la opinión de los que escribimos en el periódico. Escribe uno un artículo furioso en contra de las mamparas, condicionado en gran parte por un alcalde que decoró Madrid como un escenario de zarzuela, con chirimbolos y estatuas ridículas, y de pronto, años más tarde, en el sagrado
New York Times
, te encuentras un estudio científico en el que se afirma que la mayoría de los suicidas se guían más por un impulso atolondrado que por un deseo verdadero de morir, y que se tiran por un puente sólo si el puente no presenta dificultades de acceso al vacío.
—Pues sí, pero qué puedo hacer ahora, ¿escribir una carta al director?
—Ah, no, no, ya el mal está hecho.
—Pero las mamparas son feas.
—Eso sí.
—Pues entonces.
Se hace un silencio. Un silencio largo para una mujer que no quita los ojos de la puerta esperando que el niño desvalido la abra de una vez.
—Acuérdate de cuando los porteros de la Tercera Avenida nos pusieron rejas en el piso 27. Nosotros queríamos rejas, por algo sería.
—Ah, yo no. Yo nunca me suicidaría tirándome desde un piso 27. No respondo al suicida impulsivo. Yo, en el caso hipotético de que me suicidara, lo haría menos violentamente y con una planificación.