Como si fuera un peatón responsable un bicho cruza la calle. Mucho más grande que una rata, algo más pequeño que un perro mediano. Su lomo curvado desemboca en una cola fina por detrás y en un morro puntiagudo por delante. ¿Qué es eso? Va hacia Central Park, está claro. El animalillo ha debido de salir del parque sin querer y ahora está tratando de encontrar el camino de vuelta. O tal vez viene del Riverside. He visto la forma de ese bicho dibujada, en documentales, en dibujos animados, pero no recuerdo el nombre, maldita sea. Seguimos sus pasos con nuestras caras pegadas al cristal. La presencia de un animal salvaje en el paisaje urbano es una experiencia que deja sin aliento. Y no es la primera vez. Este otoño pasado, al volver de una de nuestras visitas a las galerías de arte de Madison, se nos echó la noche encima en Central Park. No había un alma. Por primera vez desde que vivo en Nueva York y cruzo el parque sentí que estábamos paseando a deshoras. Pero al mismo tiempo la noche se presentaba luminosa, no había viento que recrudeciera el primer frío de la estación y tanto si retrocedíamos hacia el este como si avanzábamos hacia el oeste había que recorrer la misma distancia. Estábamos en el centro del parque, bordeando el lago. De vez en cuando nos adelantaba un corredor valiente. Al pasar por uno de los árboles que bordean el agua nos quedamos paralizados ante una de las escenas más extraordinarias que nos ha brindado esta ciudad: unos cinco mapaches, los célebres racoons, nos miraban atentos desde las ramas. Estaban muy cerca unos de otros, como si les hubiéramos interrumpido una reunión clandestina. Los antifaces de pelo negro que bordeaban sus ojos resaltaban la fiereza de su mirada y su aspecto de malhechores de tebeo. Pasamos a su lado casi de puntillas y no nos atrevimos a mirar atrás para ver si los cinco habían vuelto la cabeza a fin de asegurarse de que nos íbamos y continuar con su noche de secretos, apuestas y vicios ilegales. Los racoons. Agresivos, he leído, y sin embargo, aparentemente tiernos con su disfraz de criminales de dibujos animados. Creo que, dejando a un lado el zoo de Madrid, jamás he visto tantos animales salvajes en un entorno urbano: mapaches, algún águila sobre nuestras cabezas, marmotas, un pájaro carpintero, patos, todo tipo de aves a las que muchos americanos sí saben ponerles nombre, y este animalillo de esqueleto extravagante que anda perdido buscando en la noche el abrigo de la naturaleza.
Unos meses más tarde, en Montevideo, descubrí, grabada en una moneda, la silueta del bicho del Gari, el bicho de lomo combado que cruzó la avenida Columbus por el paso de peatones. Le pregunté a un camarero y me dijo que era una «mulita». Muchas mulitas deben de correr por el suelo uruguayo para aparecer en una moneda como símbolo de la naturaleza nacional.
Al cabo del rato, caímos en la cuenta: ¡era un armadillo! Armadillo en español y también en inglés. Habrá quien piense que fue una visión provocada por los extraños efectos de un alcohol que golpea el cerebro más de lo que uno está dispuesto a reconocer. Pero yo juro que lo que vimos era un armadillo.
De Queens a Manhattan. En metro. Trato de concentrarme en la lectura pero son muchas las ideas que se agitan en mi mente. Me he despedido del doctor hasta el próximo invierno, cuando vengamos para la próxima temporada invernal, de enero a mayo, ese semestre que en la universidad se empeñan en llamar «de primavera».
Pienso en el espíritu delicado de Gasca. Hay una mezcla en él de la dulzura y la precisión del castellano de Colombia y el respeto hacia la peculiaridad humana tan propio de esta ciudad que los años y el trabajo han hecho suya. Gasca no se presenta ante sus pacientes con la informalidad propia de un terapeuta que recibe en casa; él es un doctor que dirige la planta de psiquiatría de un gran hospital y su aspecto es siempre elegante y pulido. Recibe de traje y corbata. Al mismo tiempo que yo he ido ganando en confianza y las plantas de mis zapatos han logrado tocar, por fin, el suelo, este doctor de origen colombiano ha comenzado a recurrir a la ironía en sus observaciones y he descubierto en él a un fino humorista. A veces me he reído a carcajadas, como aquel día en que me dijo que tenía que preparar respuestas tipo para preguntas incómodas que me repetían una y otra y otra vez en las entrevistas. A la pregunta de: «¿Le ayuda su marido en la escritura de sus libros?» —aunque parezca mentira a veces tengo que escuchar esta pregunta y en ocasiones las que preguntan son mujeres—, el doctor Gasca me proponía contestar: «Nunca estaré suficientemente agradecida a la vida por haber puesto en mi camino a una persona de tan alta categoría moral y personal que ha sido fundamental en el desarrollo de mi trabajo.» El doctor Gasca me aleccionaba a que me la aprendiera de memoria y la soltara sin dudarlo y muy rápido, para hacerle ver al interlocutor que, de alguna manera, daba por zanjado el asunto. Lo recuerdo y me da la risa.
Pero no sé si volveré a la consulta o me podrá la vergüenza: hoy me ha dicho que ha leído un artículo mío. No cualquier artículo sino uno de esos artículos en los que te ofreces al lector para que te adore o te sacrifique. Se llamaba «No te contesto», y era en respuesta a un individuo que dedicó una columna entera a denigrarnos a Antonio y a mí. Nah, lo de siempre: que vivir en Nueva York es una pijería, que una escribe del Carnegie Hall por esnobismo y el otro se lo llevó crudo en el Instituto Cervantes Comentarios que nacen del desprecio y de la mala hostia. Podría pensarse también que de la ignorancia, pero es inaudito que una persona a la que se supone algo cultivada no sepa que un escritor reconocido como Antonio no acepta un cargo como el de la dirección de un Cervantes para hacerse rico. Basta con preguntarle a cualquiera que ocupe ese cargo.
Creo que hay una desconfianza muy española hacia el que se va. Una desconfianza que se transforma en burla socarrona. El que se queda presume de ser más auténtico. Naturalmente, al ser Antonio y yo dos personas públicas, esos comentarios mezquinos parecen dedicados exclusivamente a nosotros, pero no hay que ponerse paranoico. Al hablar con amigos de la pequeña colonia española en Nueva York te das cuenta de que al científico, la periodista, a la médico, al profesor o al digital manager les expresan el mismo resquemor cara a cara cuando vuelven de vacaciones al pueblo o al barrio. El doctor Gasca no lo entiende. Y así me lo dice: «No lo entiendo.» Y yo entiendo que no lo entienda, porque él es uno de tantos que vino desde Latinoamérica a buscarse la vida en esta ciudad, que ha acabado teniendo una posición relevante como médico y que se ejercita a diario por comprender a pacientes procedentes de cien países diferentes, necesita a menudo un traductor y se codea en los congresos internacionales con psiquiatras venidos de aquí y de allá.
Pero lo que me provoca sonrojo no es el tema del artículo en sí sino que él se haya decidido a conocer a la persona pública, que no es (del todo) la que se ha sentado aquí algunos martes. Me he sentido cómoda presentándome como una absoluta desconocida, tratando de explicar, sin mediación alguna, las claves de mi nerviosismo o mi ansiedad. Y ahora lo que escribo entra en juego. Ese otro yo que a veces me delata y me retrata de manera más transparente de lo que desearía.
Le he dicho: «No sé si se hace bien contestando a quien te ataca. Hay quien me ha dicho que responder es rebajarse.»
Me ha dicho: «Quien tiene que decidir es quien ha sido atacado, ¿no?»
Le he dicho: «Pero puede parecer que me importa demasiado. Y eso es verdad que es una victoria para el que te agrede.»
Me ha dicho: «¿Y a ti te hace daño que hablen mal de ti?»
Le he dicho: «Sí. Yo quisiera que no me importara, pero me duele. Porque no lo entiendo.»
Me ha dicho: «Entonces has hecho bien en defenderte.»
Le he dicho: «Ya, pero también me da miedo defenderme. Defenderme de la gente agresiva me atemoriza.»
Me ha dicho: «Pero lo haces.»
Le dicho: «Siempre me ha costado defenderme, me da miedo provocar una reacción aún más violenta. Actúo como una persona valiente pero soy cobarde. No sé si me explico. Tampoco me gusta estar tontamente en la boca de la gente.»
Me ha dicho: «Pero eso es imposible, dedicándote a lo que te dedicas.»
Le he dicho: «Ya. Me gustaría escribir y no ser juzgada por cómo vivo.»
El doctor Gasca ha dicho que eso es imposible. Y que más vale no sufrir por aquello que no se puede cambiar. Y que además a mí me gusta mi vida. Qué importa si a personas que no conozco les desagrada. Qué importa. También ha dicho que defenderse es un buen síntoma. Y que el que actúa de manera valiente es porque lo es, aunque le sea imposible acallar las continuas advertencias del cobarde.
Acaricio esa idea. Defenderse es un buen síntoma, sí. Y un buen síntoma es algo a tener en cuenta en una cabeza como la mía plagada de pequeños síntomas que amenazan mi irreductible optimismo. Disfruto de la vida, desde luego. A veces de cosas tan simples como este ir ahora, en metro, recordando la cena de anoche en casa del padre Jay, con quien hemos consolidado nuestra amistad después de dos años de aquella noche en que, vestidos de manera formal y con una botella de Rioja en la mano, llamamos al apartamento que comparte con José en el último piso del templo. Tras aquella primera cena escribí un artículo titulado «El cura y el ángel», para describir a estas dos personas tan extraordinarias, que sólo en ciudades como ésta pueden concederse el humilde deseo de elegir una vida sin trampas ni mentiras. Jay mudó su fe de católica a episcopaliana para poder vivir su sexualidad abiertamente y encontró a este José, neoyorquino, hijo de una puertorriqueña bellísima cuya imagen en blanco y negro en este apartamento del Broadway teatral la hace parecer, aún más, una actriz de cine.
Nunca pensé que mi artículo llegara a sus manos. He vivido estos años escribiendo sobre Nueva York con una sensación de libertad ilimitada, ironizando sobre usos, costumbres y manías como no me atrevería a hacer en mi otra ciudad, Madrid, porque sé que al lector siempre le brota una suerte de orgullo local y no consiente demasiadas bromas sobre su paisaje cotidiano. Pero he descubierto lo que ha empeñecido el mundo. Las palabras sobre el Barney Greengrass llegaron a los dueños; las que escribí en
Marie Claire
acerca de mi querida panadería, Levain Bakery, se reprodujeron traducidas en su página web, y éstas, por ejemplo, las que dediqué a esta extraña y querida pareja, llegaron a manos de José Vidal, a través de esa comunidad gay latina en la que es tan activo, y él se las leyó a Jay en inglés.
Cuando distinguí, entre el correo diario, una carta del padre Jay, me eché a temblar: pensé que tal vez pudiera haberle ofendido haciendo pública una cena que era, sin lugar a dudas, privada. No tengo por costumbre airear cenas íntimas y detesto a quien practica esas tácticas capotianas consistentes en abusar de un ambiente relajado para sonsacar secretos y ponerlos luego en circulación, pero el hecho de vivir tan lejos de donde se publican mis crónicas me ha dado estos años una especie de insensata libertad. De cualquier manera, he percibido que los neoyorquinos, al menos los que yo conozco, reaccionan de manera alegre cuando se ven reseñados en la prensa y aceptan la ironía si ésta es cariñosa.
El padre Jay no se enfadó, al contrario. Nos animó a que le preparáramos esa paella que les habíamos prometido. ¡La mejor paella de Nueva York!, aseguró Antonio. Y resultó ser la peor paella de Nueva York, porque el arroz es misterioso y traicionero y te la juega en las grandes ocasiones: nuestros dos amigos masticaron con fruición aquellos granos duros, pero eso sí, dijeron, con un gran sabor.
Anoche volvimos a Saint Mary the Virgin, la iglesia situada en el corazón de Broadway, escondida entre luminosos, neones, anuncios en movimiento y carteles a la vieja usanza de musicales. Hace unos meses vinimos una noche de frío a escuchar la
Misa del Papa Marcelo
de Palestrina. Es una iglesia con un gran programa musical, lo cual tiene gracia estando rodeada como está de tantos artistas. Pero lo que sin duda fue extraordinario es que tras esa hora y media de recogimiento escuchando al coro desde el altillo en el que habitualmente canta el coro cuando acompaña una misa, subimos a tomar un vino al apartamento de la pareja y a ver una exposición casera, montada por José, de arte latino gay. Íbamos de un cuadro a otro, con la copa en la mano, como se estila en las inauguraciones, atentos a la explicación del buen José, viendo aquellas fotos de sexo explícito y aquellos dibujos chocantes sin saber muy bien qué decir, salvo celebrar en silencio la posibilidad de conocer a un cura que no te juzga ni acepta ser juzgado por una intimidad que a nadie hace daño, y al hombre que vive con él en una zona en la que jamás pensamos que pudiera vivir nadie en su sano juicio.
Jay es siempre sorprendente. Ayer nos dijo que estaba disfrutando mucho leyendo las novelas del detective Carvalho de Manuel Vázquez Montalbán. Hablaba con familiaridad del detective gastrónomo, de Charo, su novia de siempre, y de cómo le gustaban los detalles de la vida cotidiana española que daban colorido a la trama. Los escritores reviven donde menos se les espera y me dio por pensar en la sonrisa que se le dibujaría a Vázquez Montalbán observando a este lector apasionado, cuando antes de sentarse en la butaca para leerle dejara a un lado el alzacuellos para sentirse más cómodo. Su curiosidad, la nuestra, hace que los temas se solapen sin que haya vacíos incómodos en la conversación, y nos preguntamos cosas unos a otros de manera constante, porque disfrutamos del hecho de que nuestras vidas no se parecen en nada. Nos une Nueva York, el interés por los seres humanos, o por el prójimo (como diría el padre Jay), la literatura pero también el cine y el show business y hablar delante de un buen vino, hablar largo rato, sin móviles que suenen, sin esa excitación que parece agitar a tanta gente ahora y le impide estar centrado en los ojos de los que tiene enfrente, en la mesa.