Lugares que no quiero compartir con nadie (23 page)

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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Otros, #Viajes

BOOK: Lugares que no quiero compartir con nadie
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Son los últimos días en la ciudad. El verano es para Madrid, cuyo ardor mesetario parece en estos momentos la temperatura del paraíso comparado con este calor acuático. Nos entra la impaciencia de aprovechar estas horas en las que ya no tenemos que trabajar, estamos libres de dar nuestra discutible opinión en los periódicos, de las clases de la universidad y de esos compromisos literarios que quedan aplazados para septiembre. Por fortuna, editores, directores de periódico, de revista, alumnos, organizadores de eventos y toda suerte de acreedores parecen desvanecerse en verano, aunque cuando vuelvan de sus vacaciones lo harán con la fuerza de los cobradores del frac. Como si estuviéramos en una ciudad vacacional nos echamos a andar hacia el restaurante, sin prisa, sabiendo que la noche está como para volver a casa a las dos de la madrugada.

Dice mi amigo Jim White que Nueva York cambia el ritmo en verano y es cierto. La ciudad ralentiza su ritmo y es fácil imaginarse cómo sería aquel otro Nueva York en el que la gente tomaba el fresco en las escalerillas de incendios o en una silla en la puerta de casa. Sigue haciéndolo ahora. La dureza de una temperatura que convierte el asfalto en chicle, de la misma manera que en invierno lo transforma en hielo, no permite demasiadas formalidades, y se respira en los movimientos de los paseantes que te cruzas por la calle una galbana parecida a la que yo vivía en Málaga, en los veranos en que íbamos a visitar a mi abuela. Aun así, Jim, un broker inmobiliario que se pasa la vida enseñando pisos a los exigentes clientes neoyorquinos, dice que el verano se ha convertido en una buena estación para la venta. A veces pienso que sólo se conoce una ciudad si se entabla amistad con aquellas personas que tienen trabajos que penetran en la vida real de los ciudadanos. Un agente inmobiliario, un cura, un decorador, una publicista, camareros, médicos, traductores, periodistas. Unos me han presentado a otros y yo me he dejado llevar en mi afán de no sentirme extranjera. Jim es también un vecino del barrio y es confortador saber que son muchos los domingos en que va a esperar tu llamada para tomar el brunch en uno de los restaurantes de la avenida Columbus. Uno se da cuenta de lo apegado que está a un lugar cuando va aumentando la gente de la que tiene que despedirse. Tendré que despedirme del dulce Jim, tan arreglado y coqueto como un ejecutivo de otra época en que los oficinistas eran más elegantes.

Nueva York en verano es más plácido, aunque el restaurante lo desmiente: el Minetta Tavern, es uno de esos lugares en que la diversión está directamente relacionada con el ruido de ambiente. Escandaloso, alegre, con una barra estupenda donde los clientes se entonan mientras esperan que se quede libre su mesa. Aunque renovada, esta taberna conserva la estructura y la decoración de aquella Minetta de los años treinta, llamada así porque a pocos metros de la calle McDougall donde se encuentra corría un arroyuelo del mismo nombre. Entonces era una tabernaza a la que acudían escritores y aspirantes a actores, hoy acude la bohemia chic y no se encuentra mesa fácilmente, aunque desde que me he abonado a Open Table, una página de Internet que te informa sobre las posibilidades de reserva, la pereza de llamar una y otra vez se evita en gran parte. Pero hay una nostalgia de tiempos más espontáneos. Internet ha salvado de trámites engorrosos a esta urbe de ciudadanos impacientes pero les desentrena en el trato humano y en la espera. Esta Minetta Tavern en la que ahora nos comemos una hamburguesa que me atrevería a calificar como una de las mejores de Nueva York ya no es el lugar en el que recalan las almas perdidas de la noche. Hay que reservar porque está de moda, porque se lleva la bohemia aunque ninguno de los que estemos sentados aquí pertenezcamos en absoluto a ella. A mi lado el cabello rubio, casi blanco, de una mujer joven ilumina el comedor penumbroso como si fuera una bola de luz. Es la actriz Kirsten Dunst. Lleva el pelo recogido en un moño alto y un vestido rojo de gasa algo retro y muy corto. Sin duda parece una estrella, una estrella interpretando en el cine a una chica pobre del Medio Oeste que viene a Nueva York a probar suerte en el teatro. Pasa varias veces delante de nosotros, va a fumar a la calle. Cuando salimos, está apoyada en la pared, fumándose un cigarro. Vive en la mejor ciudad del mundo para los actores. Pueden jugar a ser personas corrientes aunque en absoluto lo sean.

De camino a casa, después de bajarnos en la 103, pasamos, como casi todas las noches, por la puerta del Smoke. El Smoke es ese club de jazz que Antonio siempre soñó tener en el mismo barrio en el que viviera. Ahora lo tiene. Cuando está solo, se baja y ve la actuación tomándose una copa en la barra. Es un local pequeño, oscuro como corresponde a la intimidad que demanda la música, algo abigarrado y con mesas tan juntas que los clientes han de hacer equilibrios para colarse en su sitio. Tocan en él los mejores músicos y siempre tiene un público entendido pero sin pretensiones. Siempre merece la pena ir al Smoke, aunque como yo tengo debilidad por la voz humana de vez en cuando reservamos mesa en el Oak Room del hotel Algonquin, donde más que la leyenda literaria que forjaron en los años treinta los artistas etílicos de su mesa redonda, como Woollcott, Harpo Marx o Dorothy Parker, me atraen las cantantes que con cierta asiduidad actúan en su coqueto restaurante almohadillado de terciopelos rojos. Allí he escuchado a la abuela con más swing del mundo del cabaret, Barbara Cook, o a la angelical Maude Maggart, a la que seguimos la pista desde hace años y que nos impresionó enormemente con un concierto dedicado a canciones de películas de Walt Disney. Fue una suerte de inspiración para que yo incluyera en una novela
When you wish upon a star
, de Pinocho.

Cosas que echaremos de menos: la música, la posibilidad de escuchar música en directo. De la actuación más sofisticada y más cara, a la que tocan un domingo en algún restaurante de nuestro barrio o en el mismo parque de Riverside, en cuanto comienza el buen tiempo. Echaremos de menos el parque. El río. Y esa excusa que se tiene a mano siempre para decir que no a una propuesta: lo siento mucho, no estoy en España. Nuestra vida tranquila está aquí. También donde, por alguna razón misteriosa, uno se vuelve más curioso y tiene afán por visitar lugares que aún no conoce. Tal vez porque en el fondo se sabe, sabemos, que esto tiene fecha de caducidad.

Siempre merece la pena ir al Smoke.

Para el último día reservamos un plan que habíamos tenido en mente hace mucho tiempo: visitar la casa de Louis Armstrong. Salimos de casa pronto en la mañana, como si nos fuéramos de excursión y emprendemos camino hacia Queens. El metro, de pronto, sale de la tierra y se eleva sobre esas calles populares en donde viven los empleados de los habitantes de Manhattan. Camareros, señoras de la limpieza, obreros de la construcción, ascensoristas, cocineros, repartidores, peluqueros, muchos de los que sirven a esa isla que demanda servicios las veinticuatro horas del día se apiñan aquí, en esta comunidad de casas bajas y comercios baratos, aunque también hay algunas zonas a las que están llegando jóvenes alternativos que huyen de los precios abusivos de Manhattan.

Hasta aquí llegó una noche de 1943 Louis Armstrong. Satchmo, «boca de bolsa», jamás había tenido una casa. No sabía lo que significaba volver tras el trabajo a un hogar porque desde que abandonara su vida de niño miserable en Nueva Orleans no había conocido otra rutina que la de las giras y las habitaciones de hoteles pobres. Lucille Wilson, su cuarta esposa, le cambió la vida y, haciendo gala de un carácter imponente, le obligó a adquirir una vivienda. La misma a la que llegamos ahora. Una casita en el barrio de Corona, en una zona de clase trabajadora, ni fea ni bonita, evidentemente de gente modesta. Armstrong volvió en taxi de una gira que acababa de terminar y al ver el que sería su primer y último hogar le dijo al taxista que esperara porque no estaba muy seguro de que alguien fuera a abrirle la puerta. Pero ahí estaba Lucille, dispuesta a guiarle por una casa de dos pisos, que en los primeros años compartieron con la suegra. Nuestro guía, en este caso, es Al, un hombre afable y dispuesto a compartir con nosotros el entusiasmo que le provoca la figura del músico. Es emocionante contemplar cómo sobreviven las pequeñas casas-museo en los Estados Unidos. Todas las que he visitado, la de Jefferson en Charlottesville, la de Twain en Hartford, la de Louise May Alcott en Concorde, ajena imagino a ayudas estatales, parecen estar sostenidas por fondos meramente filantrópicos y toman como guías a personas que parecen tener una conexión emocional con el artista o la figura relevante que habitó el lugar que tienen que mostrar.

Al, nuestro hombre, va vestido con bermudas, se diría que ha salido a comprar el pan y ha entrado a casa de un amigo a hacerle una visita fugaz. Pero en cuanto comienza a hablar, apasionado, articulado, culto, se advierte el conocimiento que tiene sobre el trompetista. Antonio interviene dos o tres veces para añadir alguna información, no en vano por casa andan las memorias de Armstrong,
Satchmo. Mi vida en Nueva Orleans
y la biografía de Terry Teachout,
Pops
, libros ambos que él reseñó, pero yo, siempre atenta a las suspicacias ajenas, le digo en voz baja que no está bien aportar más información que la que aporta el guía que se gana la vida con ello y me hace un gesto muy inocente, como de que no se ha dado cuenta.

Vamos de una habitación a otra con reverencia, sobrecogidos aunque no intercambiemos aún ninguna mirada ni nos digamos nada. La emoción no está provocada por ningún elemento decorativo espectacular sino por todo lo contrario. Estamos en una casita de techos bajos, conservada hasta en las pequeñas figurillas de porcelana que decoran las estanterías. Aquí vivía uno de los músicos más influyentes del siglo
XX
. Miles Davis dijo que cualquier pieza que se tocara a la trompeta había sido ya interpretada por Louis Armstrong. Y es conmovedor observar la sencillez, tan lejana a los lujos que adornaron la vida de las estrellas del rock, con la que el trompetista vivió cuando al fin tuvo un espacio al que llamar hogar. Es, desde luego, un hogar. Se aprecia la mano de una mujer primorosa. En el salón hay una tele antigua delante del sofá. El vecino de Corona que era Armstrong tocaba el claxon al llegar al barrio y ahí estaban los críos de la calle esperándole. Les llamaba mis «ice cream eaters» y tras comprarles un helado les dejaba entrar al salón a que vieran la tele. No tuvo hijos, aunque según se cuenta, le dijo al papa Juan XXIII cuando éste lo recibió en el Vaticano: «Pero entrenamos todo lo que podemos.»

No hay dinero que pague el poder entrar en la cocina de Louis y Lucille. Los muebles, de un chocante azul eléctrico, están equipados con los aparatos más avanzados de los años cuarenta. Éste es el sueño de una pareja modesta que ha prosperado pero que conserva la impronta de su origen humilde. De nuevo, es como si volviera a tantas casas de mi barrio. De nuevo, experimento la cercanía que une a unos seres humanos con otros: el legítimo deseo de establecerse, de tener una vida tranquila, de prosperar.

Alguna vez había visto una célebre foto que se publicó en alguna revista de sociedad de Louis Armstrong en el baño principal de esta casa. Mira a la cámara sonriente, como solía, y está muy elegante vestido con un batín de rayas azules. A veces la fotografía es engañosa y el baño de la imagen, cubierto de espejos del techo al suelo y decorado con una grifería dorada, parece el de un hotel en el que el fotógrafo hubiera colocado a su modelo. Al verlo en la realidad la sensación es cómica: las paredes son de espejo, la grifería dorada, pero es el baño de alguien que ha sido pobre de niño. No es elegante, tampoco hortera, ni ostentoso. Su visión provoca una ternura hiriente.

En el piso de arriba Lucille le puso un despacho. Louis solía decir muerto de risa que jamás se había imaginado que hubiera habitaciones en las casas que sirvieran para otra cosa que para dormir. Pero aquel estudio se convirtió en su cuarto de juegos. Amante de los aparatos y de la tecnología pasaba horas grabando en un enorme magnetofón las cosas más peregrinas: tenía una colección de chistes verdes y escatológicos, y alguna grabación en la que se escucha su trompeta acompañando una sinfonía que suena en un disco.

De vez en cuando, Al, el entusiasta, aprieta un botón de la pared y los visitantes nos quedamos callados para escuchar la voz del artista. Cuando la voz gruesa de Armstrong se apaga sofocada por la lluvia del sonido antiguo, Al comenta las virtudes de este hombre bueno que, aunque toda su vida evitó opinar sobre asuntos políticos, tuvo la dignidad de tildar al presidente Eisenhower de cobarde y de no tener agallas por no enfrentarse a los blancos del sur que impedían la entrada de los estudiantes negros a los institutos. Fue célebre también su negativa a aceptar una gira por la Unión Soviética apadrinada por el Departamento de Estado Americano: «Después de la manera en que tratan a mi gente del sur pueden irse al infierno.»

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