En la mesa. Hoy me han sentado en el lado opuesto de donde estuve la primera vez, es decir, de cara a la pared. Jay le dice a José, con una sonrisa, que me explique por qué. Y José, reticente, acaba contándomelo. Cuando tuvo mi artículo entre las manos lo leyó con el temor de que apareciera en él una pequeña presencia que le había atormentado durante la cena. Un ratón. Un ratoncillo que había cruzado dos veces la zona del comedor. No estaba muy seguro de que yo lo hubiera visto. A José no le importaba que hubiera hablado de su homosexualidad, de su vida con un cura, de sus cuadros eróticos, de sus esculturas porno, de Jay quitándose el alzacuellos cuando entró (como se quita el ejecutivo la corbata al llegar a casa) o de su apartamento en una iglesia. Nada era relevante para él salvo aquel Mickey Mouse que se dejó cazar dócilmente una vez que nos marchamos. No estaba seguro de que yo lo hubiera visto y le daba pena que la presencia de un ratón afeara el retrato que hacía de ellos. Espero que ahora me perdone por haber permitido que el ratoncillo meta el hocico en el recuerdo que les dedico. No he podido evitarlo: define muy bien la inocencia de este hombre guapo de ojos claros.
Después de la cena, hablamos del 11 de septiembre. No sé a cuento de qué viene el asunto. Tal vez porque les contamos que los chicos estaban con nosotros cuando ocurrió todo. Nos preguntan mucho por nuestros hijos. José recordó que estaba en Brooklyn. Vivía entonces cerca de Brooklyn Heights, enfrente justo de la línea del cielo de Manhattan donde se recortaban las Torres Gemelas. Su hermana, que estaba cerca del World Trade Center, le llamó. Él salió a la calle. Vio todo. El humo, el impacto del segundo avión, el desplome de las torres. Colaboró como voluntario en las labores de rescate. Y no puede hablar más porque se le humedecen los ojos y se le quiebra la voz. Se hace un silencio. Es el silencio de los que han visto más de lo que su respeto hacia el dolor ajeno les impide contar.
Llevo en el bolso un condón que nos regaló ayer. Un condón que algún colectivo artístico ha regalado en el día mundial contra el sida. Abro el bolso, lo veo y contengo la risa. Antonio llevará el suyo en la mochila.
Trato de concentrarme de nuevo en la lectura. Me cuesta, porque me despisto fácilmente y me paso de estación. Manhattan es para tontos, dicen. Bien, yo soy esa tonta que al salir del metro tiene que detenerse unos segundos para saber donde está el norte. El metro de Nueva York es viejo y falla, se salta estaciones, pero estando atento no le causa al viajero ningún inconveniente. Pues bien, yo soy esa viajera que toma el coche en sentido contrario o que no atiende a esos cambios repentinos que, cada poco, va anunciando el conductor con la voz distorsionada por unos altavoces lamentables. Así que, por prudencia, leo sin prestarle la atención que se merece un libro que me tiene impresionada,
The Master
, de Colm Tóibín. Hace unos meses leí
Brooklyn
. Me conmovió de tal manera cómo el autor narra la aventura de una joven irlandesa a la que su familia manda a Nueva York para labrarse un futuro digno que hace unos días comencé esta segunda. Una recreación de la vida de Henry James en Inglaterra. Lo leo en inglés. Tuve la tentación de pedirlo en español, pero Antonio, como el pedagogo Settembrini, me afea la conducta, me dice que no sea perezosa, que no sea impaciente, que lo lea en la lengua original. Luego te alegras, dice. Luego me alegro.
Hay una portada del
New Yorker
de Adrien Tomine, «Missed Connections», en la que se ve a un hombre y a una mujer que se sorprenden leyendo el mismo libro en dos vagones que viajan en sentido contrario. Es el dibujo de ese instante. Mi coincidencia tiene un tiempo menos fugaz. A mi lado se sienta una mujer de mi edad que saca del bolso
Brooklyn
. Dos mujeres sentadas una junto a otra disfrutando del mismo autor. Siento la tentación de decirle algo. Le preguntaría simplemente si lo está disfrutando, y tal vez luego, ya metidas en conversación, le preguntaría de dónde vinieron sus padres o sus abuelos; como haría una neoyorquina si estuviera en mi lugar, pero aún no tengo el desparpajo que se gastan en esta ciudad para hablar con los desconocidos.
Siento debilidad por Tóibín. Me gusta la naturalidad con la que aborda las relaciones sentimentales y sexuales entre hombres en sus cuentos. Con un descaro ni grosero ni reivindicativo. También sus retratos de madres algo oscuras, ausentes.
En un libro de ensayos literarios sobre su querido Henry James aparece el rostro de Tóibín en la portada. Es un hombre de mejillas y boca sumidas, de cara larga, de grasa inapropiadamente distribuida. Le digo a una amiga que admiro la valentía con que ha aceptado un primer plano tan rotundo y me dice, desde luego. Ella piensa que me refiero a su falta de atractivo físico. Me malentiende. No hablo de belleza o fealdad, sino del coraje que hay que tener o reunir para mostrar un rostro que ha sido succionado por la lipodistrofia, ese efecto secundario que conlleva la medicación contra el VIH. En las fotos de su juventud sus carrillos aparecen lustrosos, llenos de grasa, y ahora tiene uno de esos cuerpos tocados por los antibióticos feroces que tan frecuentemente reconozco en el barrio de Chelsea. Como si hubiera sido el virus y no la condición sexual lo que les hubiera convertido en miembros de la misma familia. Envidio el aplomo con el que alguien que ha de mostrar su rostro en público con cierta frecuencia se adapta a una nueva cara, la del superviviente.
Guiada por su influjo, el pasado domingo visité la zona de Cobble Hills, en Brooklyn, el lugar al que llega la irlandesa Eilis Lacey para comenzar una nueva vida, cobijada en la casa de huéspedes que le busca un cura irlandés protector de los inmigrantes de Enniscorthy, la pequeña localidad en la que nació el propio Tóibín.
Mi amigo, el periodista David Valenzuela, me vino a buscar a la parada de metro para emprender el paseo. Él también ha leído la novela y me prestó su brazo para que recorriéramos ese barrio al que él se siente muy unido. Nueva York, y en particular Brooklyn, han sido los escenarios de una vida renovada, que, probablemente, no esperaba. De Sabadell, el pueblo-ciudad de David, a Brooklyn, el barrio-ciudad en el que ahora comparte la vida con Richard, hay un océano, pero también unas profundas conexiones que facilitan la adaptación de un chico periférico catalán a la vida neoyorquina. Quien no se hace con un barrio en Nueva York acaba siendo un desgraciado. Es una ciudad demasiado inabarcable como para no tener un bar en la esquina en el que te reconozcan y donde tú vayas poco a poco haciéndote con un álbum mental de caras conocidas.
David venía para poco tiempo, de becario, como tantos otros, pero encontró un amor, la mejor política de integración posible, un piso al que llamar mi casa y un barrio al que regresar a diario. Camina desde Naciones Unidas hasta esa zona encantadora de Prospect Park en la que el
New York Times
asegura que se da la mayor concentración de escritores de todos los Estados Unidos. David es el hombre tranquilo. Tiene una cara carnosa que refleja a la perfección su naturaleza tierna, y representa el fiel reflejo de cómo el apego emocional a la familia se mantiene o se cultiva aún más cuando uno está lejos. Hay en Nueva York un runrún de madres españolas asomadas a diario a la pantalla del ordenador de sus hijos para desearles un buen día o leerles la cartilla. Hay un clásico en el facebook que son las fotos que los hijos hacen a los padres cuando vienen a verles a Nueva York. Padres en el puente de Brooklyn, padres delante de una hamburguesa, padres en lo alto del Empire State: un poco pálidos, asombrados aún de haber emprendido esa aventura, padres, muchos de ellos, que escasamente habían salido de su provincia.
David viene de un barrio de clase trabajadora y se ha hecho ciudadano del barrio más castizo de Nueva York, a pesar de que ahora haya lavado su cara con bares alternativos, restaurantes caros y tenga zonas pobladas por escritores, artistas jóvenes y batallones de madres que aman a sus bebés con amor furioso. Hay una nostalgia del viejo Brooklyn aunque este en el que habitan nuevos habitantes disfrute de mayor seguridad. Pero el paisaje está ahí, en algunos tramos casi intacto, el mismo en el que se apiñaban y se soportaban inmigrantes irlandeses, italianos o judíos la Europa del Este. También un chico de Sabadell se ha criado entre inmigrantes, pero los de su infancia eran de una inmigración de otras provincias españolas, como lo fueron sus padres.
Paseamos por Cobble Hill y por Brooklyn Heights, y aunque entramos por curiosear en un restaurante misterioso y elitista en el que sólo caben a diario unas diez personas y asisten tras el mostrador a lo que los cocineros tengan a bien preparar, nuestro pasado de chicos de barrio nos empujó, sin que apenas nos diéramos cuenta, a detenernos en las pequeñas tiendas aún no reemplazadas por lo alternativo. De pronto nos vimos en Macy’s, en el Macy’s baratuno de Brooklyn, en el que probablemente se inspirara Toíbín para recrear los primeros pasos laborales de su chica irlandesa. Nos sitúa en unos años cincuenta en los que la clientela negra no traspasaba las puertas de ciertos establecimientos. Eilin vive el momento en el que los encargados de los grandes almacenes comienzan a vislumbrar la posibilidad de adaptar ciertos productos al gusto estético de las mujeres negras. La mañana en la que David y yo nos internamos en Macy’s eran fundamentalmente chicas, señoras negras, las que rebuscaban entre montones de zapatos rebajadísimos, suéteres, camisetas, bisutería. Yo le digo: «David, ¿no sientes como que estás en tu casa?», porque era lo más parecido a los almacenes cimarrones de los barrios de los que venimos. También este público que hurgaba, olía, sopesaba, se probaba sin entrar en el probador, y se compraba botas para el invierno que procedían de restos de hace dos temporadas.
Imaginamos al escritor paseando por estas mismas calles, entrando en la iglesia de San Bonifacio en la que se reunían, se protegían, se vigilaban los inmigrantes irlandeses, exportando en ocasiones los cotilleos del nuevo mundo al viejo, contando por carta a sus familiares de Enniscorthy cómo se comportan sus paisanos, qué pecados están cometiendo ahora que se ven libres de la mirada materna.
Esta novela de inmigración, escrita por un irlandés que escuchó de niño a alguna de las emigrantes de su pueblo hablar de Brooklyn más que de Nueva York, y mantuvo ese nombre latente en su memoria sentimental, vino de adulto a reinventar la peripecia de la muchacha que tuvo el coraje y la necesidad de subirse a un barco, sola, sin familia esperándola, y salió adelante en un mundo en el que hasta la misma lengua se hacía desconocida. Imposible conocer a fondo esta ciudad si no se leen novelas de inmigrantes, porque los barrios están construidos sobre esos flujos migratorios y sólo la novela retrata el desamparo y el asombro de los recién llegados. No hay libro de historia o ensayo que sustituya a la monumental
Sombras sobre el Hudson
de Bashevis Singer. Leí no hace mucho un libro de no ficción,
Mamá
, del periodista argentino Jorge Fernández Díaz, que me hizo advertir el paralelismo de estas dos ciudades, Nueva York y Buenos Aires, ricas en inmigración, lugares de acogida para italianos y judíos que influyeron hondamente en la cultura de su nuevo país. Con la diferencia de que los irlandeses buscaron un lugar en el que se hablara su lengua y los españoles los países en los que se hablaba la suya. La protagonista de
Mamá
, Carmina, la madre del escritor, es una chica asturiana a la que también su familia manda en barco sola al nuevo mundo para apartarla de la miseria. Si el buen oído y la sensibilidad de Tóibín nos hacen creer que la historia de su Eilin es real; la de Fernández Díaz se convierte, por obra del lenguaje, en material literario. Dos historias paralelas, de la misma época: dos muchachas provenientes de dos pequeños países católicos que han de adaptarse a la grandiosidad apabullante de la épica americana.
Cuando se aventura uno por el territorio real de una novela o de un escritor, cuando se quiere pisar el lugar en el que las cosas fueron imaginadas antes de que pasaran al papel o a la pantalla del ordenador, hay en realidad una búsqueda de uno mismo, por encima de todo, y aun encubierta por un interés intelectual. Recuerdo haberlo hablado con el hispanista Christopher Maurer, al que conocí en Boston y que tuvo la amabilidad de ser mi guía en una excursión memorable. Me llevó primero a la casa de Louisa May Alcott, la creadora de
Mujercitas
y yo creí ver en aquella casa humilde de techos bajos de Concorde a la audaz escritora que inventó un personaje idéntico a sí misma, Josephine March, maestra en los sueños de independencia y rebeldía de muchas niñas, yo incluida. Creí verla, quise verla, a Alcott, sentada a la pequeña mesita de su habitación, situada de cara a la ventana, inclinada sobre el papel, imaginando la vida de esas cuatro hermanas que tanto se parecían a las suyas, retratando a una madre protectora como la suya, y a un padre ausente como el suyo, aunque las ausencias de su padre no se debieran a la guerra civil americana sino a su extravagante vida de filósofo que impartía doctrina de puerta a puerta. Creí verla a ella, pero me estaba viendo a mí, con nueve años, en un cuartito trasero que había en la casa que mis padres alquilaron en Palma de Mallorca, escribiendo un cuento protagonizado por la joven que yo anhelaba ser y que se parecía en cuerpo y alma a la protagonista del libro que leía una y otra vez,
Mujercitas
.
De la misma forma, cuando visité la peculiar casa de Mark Twain en Hartford, Connecticut, creí verlo a él en aquel ático amueblado con una enorme mesa de billar en el centro, paredes pintadas con pipas y motivos relacionados con el tabaco, y el pequeño escritorio donde escribía un libro que se llamaría
Huckleberry Finn
, en el que reproducía el habla y el humor de los niños pobres del sur entre los que él había crecido. Creí verlo a él, perturbado a veces por las voces y los juegos de sus tres niñas que necesita sentir cerca mientras trabajaba aunque eso le restara concentración. Creí sentir el aura del escritor popular, audaz, extravagante, cuya casa, a medio camino entre casita de juegos infantiles y mansión encantada, era el reflejo de un espíritu original, atusarse el bigote mientras trataba de recordar el acento que adornaba el habla de su infancia. Pero no era a él a quien veía, sino a mí, a mí con doce años leyendo las aventuras de Tom Sawyer; a mí con veintitantos, buscando palabras que ponerle en la boca a Manolito, el personaje que entonces interpretaba en la radio, otorgándole el acento propio de ese Madrid periférico que yo tan bien conocía. A mí ahora, hiperactiva, prolífica, con voluntad para meterme en negocios raros que me enriquezcan una vida que siento que se me va a quedar corta.