La película se basó en una novela de Judith Rossner que se publicó dos años después del suceso y conmocionó a los lectores casi tanto como el crimen en sí, porque era el producto de una gran investigación y porque ponía en cuestión cómo la ligereza en los intercambios sexuales puede derivar en temeridad. Rosseann se convirtió en todo un símbolo. La chica de Massachussetts que padece complejos y ansiedades generados por una educación ultracatólica. Afectada desde niña por una parálisis, criada de una manera tan rígida como sobreprotectora, calmaba de adulta sus pulsiones entregándose a hombres que sabía podían hacerle daño.
Pero aunque en este país los crímenes reales se convierten en ficción y leyenda a una velocidad que sorprende al extranjero (ahí está, por ejemplo, la serie «Ley y Orden» que se nutre de las páginas de sucesos), el All State tiene en su haber algo más que historias sórdidas. Sus dueños se jactan de haber sido el verdadero modelo del bar de «Cheers», aunque la serie transcurriera en Boston, y afirman que el personaje de Carla está inspirado en una camarera lenguaraz y algo macarra que durante algunos años se convirtió en uno de los atractivos del pub.
Este hombre que llevo al lado, este Miguel de ahora, estuvo con nosotros una vez en el All State, él y Arturo, un verano en el que vivieron en Brooklyn con sendas familias. Nosotros les preguntábamos con gran curiosidad sobre esta vida nueva, pero profesaban entonces la religión de la adolescencia y nos contestaban con monosílabos, o se quedaban callados largo rato, mientras Antonio y yo, sintiéndonos algo imbéciles por dentro, procurábamos sacar adelante la comida y la conversación. De pronto, dejaban caer algo que nos provocaba aún más interés. Arturo vivía en casa de una familia que brillaba por su ausencia; de vez en cuando, el padre, un dentista haitiano, le comentaba cosas bizarras, como que la otra estudiante hospedada en la casa, una chica italiana, estaba muy buena. Arturo no sabía cómo reaccionar a las pretensiones de coleguismo guarro de un padre de familia. El ambiente de la casa de Miguel era completamente opuesto: la dueña de la casa era bombera y vivía con un niño chico, que había tenido a destiempo, y con su padre y su hermano, los dos jubilados. El salón estaba presidido por una foto enorme del crío vestido con el enorme traje de bombera de su madre. Eran buena gente, desastrosa, le pedían para comer lo que él quisiera a los restaurantes de abajo y se dejaban la tele encendida por la noche.
Toda esta información nos llegaba con cuentagotas, como si nos hicieran una concesión o como si la hubieran dejado escapar en un momento de descuido. Comían las enormes patatas del All State, las notables patatas fritas que no se parecen a las de ningún otro restaurante de Nueva York (¡las mejores patatas de la ciudad!), como el koala come las hojas del eucalipto, con los ojos semicerrados y absortos en la masticación. Nuestra pretensión de vivir de manera delegada la experiencia adolescente neoyorquina se dio de bruces contra su opacidad.
Pero ahora son grandes, aunque nosotros los recordemos como niños cuando llevamos tiempo sin verlos, y podemos ir hablando así, por la calle, cogido él de mi brazo, contándole yo la historia de la chica asesinada que me contó Barbara, una vecina del Upper West a la que conocí en un centro cultural. Él ya no se refugia en un silencio espeso, como si estuviera siempre a punto de bostezar, sino que escucha e interviene y comparte conmigo, con nosotros, esa pasión por los lugares de barrio que resumen el ir y venir de los días, que albergan encuentros vecinales, detienen un poco el tiempo y nos protegen de la vida a la intemperie.
De esto vamos hablando, los dos alegres, disfrutando del aire tan benévolo de la tarde, parando un rato en el Urban Outfitters de la calle 72, ese zoco genial de ropa y objetos que apasiona a todos los jóvenes de los que soy madre o tía o madrina o hada madrina. Nueva York ha sido para mí un baño de juventud. La gente de mi edad está en la cima de su actividad y no tiene tiempo que perder, la gente mayor no tiene ganas de perder el tiempo en la calle; sólo la gente más joven que yo saca de donde no hay un rato para tomar una copa o para brujulear sin destino. Me doy cuenta de que no cuadro con aquellos que han alcanzado una posición en la vida, pero también me pregunto si zascandilear tan a menudo con amigos más jóvenes no me hace sentir inútilmente mayor de lo que en realidad soy. Por fortuna, tengo a mi lado a un hombre cuya curiosidad es como la del niño que desea echarse a andar o soltarse a hablar.
Hablo con mi hijo, apoyada en él, mucho más baja que él, disfrutamos ambos de la compañía del otro. Yo más, claro. Su mente está agitada por cosas que están más allá de este encuentro con su madre. Mis conexiones neuronales andan fabricando felicidad en estado sólido, como hubiera dicho Salinger.
Aún colean restos de la conversación sobre la maestra asesinada, «Cheers», Carla o las tremendas patatas fritas que el All State anuncia en el pizarrín donde cada día un camarero escribe el menú, cuando vemos que nuestro pub está cerrado a cal y canto. Cerrado y para siempre. En venta. Otro lugar al vertedero de la memoria. La comida insulsa con los niños que vivieron un verano en Brooklyn queda detenida tras el precinto hasta que otro comerciante pueda hacer frente a un alquiler abusivo. El All State ha muerto de éxito. Como el Florent, como murió el Second Avenue Deli o como aquel Le Café des Artistes decorado con unos frescos de los años treinta que mostraban a nínfulas medio desnudas jugueteando entre ellas en un bosque. Los frescos han sobrevivido a la reforma de los nuevos dueños pero se ha perdido el encanto de aquel bistro alfombrado, de paredes forradas de madera, del que los exquisitos de la cocina decían que la comida no ofrecía nada nuevo. Nada nuevo. Esta importancia desmedida a la novedad en la cocina se está cargando lugares que además del confit de pato, foie o sopa de cebolla, ofrecían sillones mullidos y rincones tranquilos para charlar. Me irritan esos fanáticos de la gastronomía que acuden a un restaurante como si fueran microbiólogos, que diseccionan más que cortan la comida, que parecen estar usurpando el papel de los enólogos o los críticos culinarios. Le Café des Artistes sería convencional pero más lo es el restaurante impersonal que aun respetando a las nínfulas las ha rodeado de una frialdad que desprotege con paredes blancas su antaño misteriosa desnudez entre maderas nobles. Una vulgaridad que nada tiene que ver con aquel lugar de carácter en el que una mañana de domingo me cedió el paso ese caballero llamado Harry Belafonte.
¿Cómo escribir un libro sobre una ciudad que se pierde cada día? Las figuras icónicas están ahí, la del Empire State recortada en el azul del cielo, el puente de Brooklyn, el de Queensborough, el de Williamsbourg, el edificio de la Chrysler, el Metropolitan, el Rockefeller Center, lugares que están al alcance de cualquiera que venga armado con una guía turística o que, simplemente, eche a andar. Nueva York es una ciudad abierta, que tanto el turista como el habitante se construye a su manera. Pero, qué ocurre cuando esos pequeños centros de referencia, que no son tan emblemáticos como para ser preservados o defendidos, mueren víctimas de la codicia y de la especulación. No sé si el libro debería llamarse, le digo a Miguel, «Lugares que ya no puedo compartir con nadie».
Ya pasaron. Sus días en Nueva York ya pasaron. Le he ayudado a cerrar la maleta, repleta de recuerdos que ha ido atesorando, como cuando era niño. Ahora no son palos o piedras, como entonces, pero casi: servilletas con logotipos curiosos, papeles arrancados de las farolas, programas de música, posavasos. Sus cosas y su mundo. Le he insistido para que se llevara un bocadillo. Aquel 11 de septiembre en que volvieron los tres chicos solos a España les llené la mochila de comida: sándwiches, fruta y una tarta de queso. Como si eso consiguiera aliviar mi preocupación al dejarlos solos en un momento en que todo el mundo tenía miedo a volar.
Antes de entrar en el ascensor se ha abrazado a Antonio. Le ha besado de nuevo en la frente, como anticipando un futuro en el que el padrastro será más vulnerable que él. Y yo le he acompañado hasta la calle. Nos hemos besado, dos, tres, cuatro veces antes de que entrara en el taxi. «En dos meses te veo, madre», me ha dicho para consolarme. Me ha dicho «madre», como han rebautizado los jóvenes a las que fueron mamis de los ochenta. Espero a que el taxi emprenda su marcha Broadway arriba, camino del puente de Triboro. Ahí va mi corazón. Le he mandado un beso cuando ya no podía verme. Y luego me he sentado un rato en unos escalones para aliviarme el desconsuelo antes de subir. Escucho un mensaje que ilumina la pantalla del móvil: los del seguro del edificio, que si tengo algo que declarar. Parece imposible que logre que me dejen olvidarme un solo día de que me duelen las rodillas. Al entrar en casa, Antonio respira la melancolía que traigo de la calle, y me dice, venga, vámonos, vámonos a cenar donde te apetezca.
De un tiempo a esta parte bebemos sake. Sake seco y frío, en una de esas garrafillas tan delicadas que los camareros japoneses hunden en hielo. Nos lo bebemos en vasitos diminutos, que apenas caben los labios, y a sorbitos pequeños. Como el sake es transparente y está fresco y no quema la garganta de la misma forma que lo haría un licor blanco occidental lo bebemos como si no importara. Y sí que importa. Cuando salimos del Gari, el japonés de la avenida Columbus, en el que estamos ahora, siempre vuelvo a casa sorprendida por una ebriedad que sólo se descubre una vez que te pones en pie.
El Gari y el Aki, en el West Village, son los japoneses más delicados que conozco. El Aki es diminuto, como una salilla de espera, y está dirigido por una japonesa madura de modales exquisitos, que logra contagiar a la clientela. Ni una palabra más alta que otra. Todos estamos sentados demasiado cerca y se impone el respeto. El Aki es un restaurante, pero a veces parece un pequeño salón de recogimiento. Cuando el jueves o el viernes por la noche las calles del Village vibran con esos grupos de chicas que se suben a los tacones llueva o nieve y beben hasta animarse a levantarse el jersey y enseñar las tetas, la vida parece detenerse en este local de sushi que, de tan encajonado como está por otros negocios, pasa desapercibido.
Nada que ver con la otra cara del Japón, el Riki, una tabernaza nocturna que se encuentra en Midtown y que alberga a ejecutivos japoneses que beben sin límite y gritan y ríen tan estruendosamente que interrumpen la conversación de occidentales amantes de la discreción nipona como nosotros. Pero tiene su gracia, como un mesón de Madrid en el que los camareros, en vez de calamares fritos o patatas bravas, te dejaran caer en la mesa una tempura o un spicy tuna roll. Hay una camarerita feúcha que me conoce. Una vez y otra le pregunto su nombre porque siempre se me olvida, como ahora, que también lo he olvidado, y ella me lo recuerda siempre con una sonrisa, y de nuevo me dice lo que significa, algo así como «rica en belleza», y luego hace una ligera inclinación de cabeza como si se disculpara por estar en la vida con un nombre que no le corresponde. Ella es la pieza más delicada que tiene este local abigarrado y ruidoso al que me gusta acudir con amigos y meterme sin zapatos en uno de sus reservados para refugiarme un poco de las escandalosas melopeas japonesas.
Los restaurantes japoneses en Nueva York defienden con éxito sorprendente su dieta liviana en el país de los platos rebosantes. De cualquier manera, ya no se puede decir que sus platos no formen parte de esta cultura: los restaurantes orientales llevan asentados en las ciudades americanas tanto tiempo como para que los viejos de hoy recuerden haber comido desde la infancia comida india, china o japonesa. Pero algo que hace de los platos exóticos algo realmente casero es que cada noche, de cada uno de esos restaurantes orientales de barrio, sale un repartidor para llevar la cena a muchas casas. Las escaleras de los edificios de Nueva York, a partir de las cinco de la tarde, si no antes, huelen a glutamato y a soja, a curry, a bovril, a salsas agridulces.
Lo oriental no es en absoluto una opción cara, aunque este Gari del que salimos siempre pensando que estamos sobrios cuando no lo estamos, se distingue por exquisitez y precio de casi cualquier restaurante de nuestro Upper West. Es caro. Aunque no tanto como el Nobu que apadrina Robert De Niro en el que no vale el dinero de cualquiera, porque sólo los elegidos logran conseguir mesa. Hace tiempo que tomé la decisión de no ir a un restaurante en el que tuviera que pedir mesa con dos meses de ante lación. Qué disparate. ¡Por cenar! Si cené una noche en Babbo, uno de los restaurantes del pope de la cocina italiana en Nueva York, Mario Batalli, fue porque un funcionario de la Comunidad de Madrid me sorprendió haciéndome la reserva desde España. Andaba entonces la Comunidad en no sé qué negocios con este empresario de los fogones y, enterado el madrileño de que no reservo con tanta antelación porque no soy capaz de saber si de aquí a dos meses seré capaz de mantener mi entusiasmo, me consiguió una mesa para la misma semana. Lo dicho, hay que ser alguien. Y los restaurantes en los que hay que ser alguien me aburren. Resulta cómico que además de tener que pagar un buen dinero te exijan que seas una celebridad o que estés al cargo de alguna institución.
Alcanzado un nivel de sofisticación la comida en los restaurantes se parece más de lo que sus dueños desearían.
Nuestra ambición gastronómica se ve colmada en este Gari al que, como acudimos con cierta frecuencia, nos reservan siempre una mesa de dos al lado de la ventana. A veces nos quedamos mirando en silencio a la gente que pasa. O disfrutando de la quietud que la avenida Columbus respira una noche de diario. De pronto, Antonio me señala con el dedo hacia el semáforo: «¡Mira, mira eso!» La calle está vacía y mis ojos sólo reparan en el luminoso «Walk» que da paso a los peatones. «¡No, no, ahí, en el suelo!»