—¿No ve, señora Denis? Ahora me aceptan. Saben que soy uno de ellos. Antes no me tenían confianza, pero ahora soy un «hocico negro» como ellos. Los mineros dejarán que les traiga la Palabra de Dios.
Poco después del amanecer, los guardianes lo encontraron allí. Estaba murmurando confusas oraciones y repitiendo versículos de la Biblia.
Sus alucinaciones religiosas duraron varios días. Cuando recobró los sentidos, pidió a una de las hermanas que hiciera venir al doctor Peyron.
—Creo que hubiera podido evitar el ataque, doctor —dijo— si no hubiera sido por la histeria religiosa a la cual estoy expuesto.
El médico se encogió de hombros.
—¿Qué le vamos a hacer, Vincent? —dijo—. Todos los inviernos es lo mismo yo no apruebo todo esto pero no puedo remediarlo. En medio de todo las hermanas son muy buenas y hacen buen trabajo.
—Bastante difícil es permanecer cuerdo entre los locos —repuso Vincent— sin verse expuesto además a esta demencia religiosa. La época de mi crisis había pasado.
—No se ilusione, amigo mío, la crisis tenía que venir. Su sistema nervioso se agita hasta que sobreviene el ataque cada tres meses. Si sus alucinaciones no hubieran sido religiosas, hubieran sido de otra naturaleza.
—Le aseguro que si me sobreviene otro ataque, pediré a mi hermano que me saque de aquí.
—Como guste, Vincent.
Llegó el primer día de primavera, y con el volvió a su trabajo en el estudio. Pintó de nuevo la escena que divisaba desde su ventana. Estaban arando la tierra y subrayó los contrastes de los tonos violáceos de la tierra con el amarillo de los rastrojos. Los almendros comenzaban a florecer por doquier y otra vez el cielo tomaba un suave colorido anaranjado al atardecer.
La eterna renovación de la naturaleza no trajo esta vez nueva vida para el artista. Por primera vez desde que se había acostumbrado a sus compañeros, sus ataques comenzaron a incomodarlo y a ponerlo nervioso y excitado.
—Theo —escribía a su hermano— sentiría mucho dejar St. Remy, pues hay mucho trabajo bueno que hacer aquí, pero si sufro otra crisis de naturaleza religiosa, será la culpa del asilo y no de mis nervios. Dos o tres más de esos ataques bastarán para matarme. Ese doctor Gachet de quien me has hablado ¿estaría siempre dispuesto a interesarse por mí?
Theo le contestó que había hablado de nuevo al doctor Gachet y que le había enseñado algunos de los cuadros de Vincent, el médico estaba deseoso de que Vincent fuera a Auvers para pintar.
Es un especialista, no solamente de enfermedades nerviosas, sino en pintores — decía a su hermano—. Estoy convencido de que no podrías estar en mejores manos. Cuando desees venir, no tienes más que avisarme y tomaré el primer tren para St. Remy.
Los días se tornaban cada vez más calurosos. Las cigarras comenzaron a cantar. Vincent pintó el pórtico del jardín de la tercera clase, y luego hizo su retrato mirándose al espejo. Trabajaba con un ojo en la tela y el otro en el calendario. Su próximo ataque debía producirse en mayo.
Le pareció oír voces que le gritaban desde los corredores vados, y él les contestaba con alaridos. Esta vez lo encontraron inconsciente en la capilla. Ya había transcurrido la mitad del mes de mayo cuando se repuso de sus alucinaciones religiosas.
Theo insistía en ir a St. Remy a buscarlo, pero Vincent deseaba hacer solo el viaje, aceptando no obstante que uno de los guardianes lo condujera hasta el tren que pasaba por Tarascón.
Querido Theo:
«No soy inválido ni una bestia peligrosa. Déjame probarte a ti y a mí mismo que soy un ser normal. Si puedo salir de este asilo con mis propias fuerzas y volver a iniciar una vida nueva en Auvers, tal vez pueda sobreponerme a mi enfermedad. Dame otra oportunidad. Lejos de esta casa de locos estoy seguro que volveré a ser de nuevo una persona sensata. Según lo que me escribes, Auvers es un lugar tranquilo y hermoso. Si vivo con cuidado bajo la vigilancia del doctor Gachet, estoy convencido de que dominaré mi enfermedad».
«Te telegrafiaré cuando mi tren salga de Tarascon. Espérame en la estación de Lyon. Quiero salir de aquí el sábado, así podré pasar el domingo en tu casa contigo, Johanna y el pequeñuelo».
AUVERS
PRIMERA EXPOSICIÓN DE UN SOLO ARTISTA
Theo no pudo dormir en toda la noche de ansiedad, y partió para la estación de Lyon dos horas antes de la llegada del tren de Vincent. Johanna tuvo que permanecer en casa con el bebé, pero se pasó el tiempo espiando por el balcón del departamento del cuarto piso que habitaban en la Cité Pigalle, deseosa de ver llegar el coche con su marido y su cuñado.
La distancia entre la estación de Lyon y la casa de Theo era bastante grande, y a Johanna le pareció el tiempo interminable. Comenzó a temer de que hubiera sucedido algo a Vincent; en el tren, pero finalmente divisó un coche abierto que dobló por la esquina de la Rue Pigalle y en el cual dos personas con semblantes alegres la saludaban moviendo las manos.
La Cité Pigalle era una calle cortada y de apariencia respetable. Theo vivía en el No 8; la casa tenía un pequeño jardín al frente y un enorme árbol se hallaba plantado justo delante de la finca sobre la vereda. En pocos segundos el coche se detuvo debajo del gran árbol.
Vincent subió corriendo las escaleras seguido por Theo. Johanna esperaba encontrarse ante un inválido, pero el hombre que le echó los brazos al cuello tenía aspecto sano y su sonrisa expresaba gran resolución.
—Parece perfectamente bien. Diríase que es mucho más fuerte que Theo —fue su primer pensamiento.
Pero no se atrevió a mirarle la oreja.
—Te felicito, Theo —exclamó Vincent conservando aún entre las suyas las manos de Johanna—, has elegido una linda esposa. —Gracias, Vincent —dijo su hermano sonriendo.
Theo había elegido una mujer del tipo de su madre. Johanna tenía los mismos ojos castaños suaves de Ana Cornelia y la misma expresión de simpatía. A pesar de que su criatura sólo contaba pocos meses ya se adivinaba en ella a la futura matrona. Sus rasgos eran tranquilos y llevaba su cabello castaño claro sencillamente echado para atrás reunido en un rodete alto al estilo holandés. Su amor a Theo incluía también a Vincent
Theo condujo a su hermano al dormitorio donde el bebé dormía en su cuna. Los dos hombres contemplaron a la criatura en silencio y con lágrimas en los ojos. Johanna, adivinando que les agradaría estar solos por un momento, se retiró de puntillas. Cuando iba a cerrar la puerta, Vincent se volvió sonriente hacia ella e indicando un gesto la colchita tejida al crochet de la cuna dijo:
—No lo críes entre demasiados encajes, hermanita.
Johanna sonrió y cerró la puerta tras de sí. Su cuñado volvió a mirar a la criatura y sintió la profunda angustia de los hombres estériles que no dejan descendencia detrás de ellos y cuya muerte es muerte eterna.
Theo pareció leer en sus pensamientos.
—Aún tienes tiempo, Vincent —le dijo—. Algún día encontrarás una mujer que amarás y que compartirá contigo las penurias de la vida.
—No, Theo, es demasiado tarde.
—El otro día conocí una mujer que te convendría perfectamente.
—¿De veras? ¿Y quién es?
La joven que sirvió de modelo a Turgenev para su Tierra Virgen. ¿La recuerdas?
—¿Quieres decir aquella que trabaja con los nihilistas y se ocupa en pasar papeles comprometedores a través de la frontera? —Sí. Tu mujer tendría que ser alguien así, alguien que ha conocido las miserias de
la vida...
—¿Acaso gustaría ella de mí? ¿De un hombre con una sola oreja?
El pequeño Vincent se despertó y los miró sonriendo. Theo levantó a la criatura de la cuna y la colocó en brazos de su hermano.
—Qué suave y calentito esta —dijo Vincent estrechando al niño contra su corazón.
—
Vamos, torpe, no tengas a la criatura de ese modo.
—Es que estoy más acostumbrado a sostener un pincel que un bebé...
Theo tomó a la criatura y la apoyó contra su hombro, rozando con su cabeza sus rizos castaños. A Vincent le parecía que estaban esculpidos en la misma materia.
—Y bueno —dijo resignadamente— cada cual su destino. Tú creas en carne viviente... y yo creo pintando.
—Así es, Vincent, así es.
Varios amigos del pintor vinieron a verlo esa noche. El primero en llegar fue Aurier, un hermoso joven con largos rizos y doble barba. Vincent lo condujo hasta el dormitorio donde Theo había colgado un ramo de Monticelli.
—En su artículo, señor Aurier, usted dijo que yo era el único pintor que percibía el cromatismo de las cosas con una calidad metálica semejante al de las piedras preciosas. Mire a este Monticelli. «Fada» lo consiguió muchos años antes de que yo viniera a París.
Al cabo de una hora Vincent desistió de convencer a Aurier, y le regaló uno de sus cuadros de cipreses que había pintado en St. Remy en agradecimiento por su artículo.
Toulouse Lautrec llegó exhausto por la subida de las escaleras, pero risueño y obsceno como siempre.
—Vincent —exclamó mientras le estrechaba las manos a su amigo—. Acabo de cruzarme en las escaleras con un empresario de pompas fúnebres. ¿A quién estaría buscando, a ti o a mí?
—A ti, Lautrec No tendría nada que hacer conmigo.
—Quiero hacerte una apuesta, Vincent. A que tu nombre aparece antes que el mío en su registro.
—Aceptado. ¿Qué apuestas?
Una cena en el café Athens y una velada en la Opera después.
—¿No podrían hacer chistes menos lúgubres? —inquirió Theo con una débil sonrisa.
En ese momento entró un desconocido que miró a Lautrec y se instaló silenciosamente sobre una silla en un rincón. Todos esperaban que Lautrec lo presentara, pero éste siguió hablando sin preocuparse del recién llegado.
—¿No nos vas a presentar a tu amigo? —inquinó Vincent
.
—Ese no es amigo mío. Es mi guardián —repuso Lautrec riendo.
Hubo un momento de penoso silencio.
—¿No lo supiste, Vincent? Estuve un poco «ido» durante unos meses. Dicen que fue el demasiado alcohol, por lo tanto ahora me dedico a beber leche.
Johanna pasó una bandeja con refrescos. Todos hablaban al mismo tiempo y la atmosfera no tardó en ponerse pesada del humo de los cigarros, lo que hizo recordar a
Vincent los antiguos tiempos de París.
—¿Y qué tal está Georges Seurat? —preguntó el artista a Lautrec.
—¡Georges! ¿Acaso no sabes?
—No, Theo no me ha escrito nada de él. ¿Qué le sucede?
—¡Se está muriendo de consunción! El médico dice que no llegará a los treinta y un años.
—¡De consunción! ¡Pero si Georges estaba en perfecta salud!
—Exceso de trabajo, Vincent —dijo Theo—. Hace unos dos años que no lo has visto ¿verdad? Georges trabajó como una bestia. Dormía apenas unas dos o tres horas por día y trabajaba todo el resto del tiempo. Ni siquiera su buena madre pudo salvarlo.
—Entonces el pobre Georges se irá pronto —murmuró Vincent pensativo.
En eso llegó Rousseau trayendo un paquete de masas hechas en casa como regalo para Vincent. Vino también el Père Tanguy, llevando el mismo sombrero de paja de siempre y obsequió a Vincent con una estampa japonesa y un lindo discurso, diciéndole cuán contentos se hallaban todos de volver a tenerlo entre ellos e París.
A eso de las diez Vincent insistió en bajar para comprar aceitunas y obligó a todos sus amigos a comerlas, inclusive al guardián de Lautrec.
—Si ustedes hubieran visto como yo esos huertos de olivos de Provenza, comerían aceitunas durante el resto de sus días.
—Hablando de huertos de olivos, Vincent —dijo Lautrec— ¿cómo encontraste a las arlesianas?
A la mañana siguiente Vincent bajó el cochecito del bebé al jardincito frente a la casa a fin de que la criatura pudiera tomar un peco de sol en compañía de su madre. El artista volvió a subir al departamento y permaneció en mangas de camisa mirando a sus cuadros colgados en los muros. Encima de la chimenea del comedor estaba el cuadro que había denominado «Comiendo papas»; en el living room un «Paisaje de Arles» y una «Vista nocturna del Ródano»; en el dormitorio «Huertos en Flor». Por todos lados veíanse enormes pilas de cuadros provocando la gran desesperación de la criada de Johanna, pues invadían toda la casa.
Al revolver el escritorio de Theo, Vincent encontró un grueso paquete de cartas, y se sorprendió al comprobar que eran todas las cartas que él había escrito a su hermano. Theo había guardado todas las cartas que Vincent le había escrito desde el día que por primera vez partiera de Zundert para emplearse en la Casa Goupil de La Haya. En total había unas setecientas cartas y el artista se preguntaba por qué su hermano las había guardado. En otro lugar del escritorio encontró los dibujos que había enviado a Theo desde hacía diez años. Estaban cuidadosamente ordenados por época; primeramente los mineros y sus mujeres del Borinage, luego los labradores de los campos de Etten; algunos estudios de La Haya; los trabajadores de Geest y los pescadores de Scheveningen. También estaban los tejedores de Neunen, y después escenas en los restaurantes y calles de París y por último los girasoles y huertas floridas de Arles y el jardín de St. Remy.
—¡Voy a hacer una exposición mía únicamente! —exclamó.
Quitó los cuadros de las paredes y comenzó a buscar entre las pilas de pinturas, separándolos por época. Seleccionó entre todos los mejores dibujos y pinturas y comenzó a colgarlos en las paredes. En el pasillo de entrada colgó sus primeros estudios del Borinage, en los cuales se veían a los mineros saliendo de las minas, o reunidos alrededor de las mesas en sus chozas, comiendo frugalmente.
—Esta es la Sala del Carbón —se dijo.
Luego pensó que el cuarto de baño era la habitación menos importante y allí colocó sus estudios de Etten que representaban a los campesinos del Brabante.
—Y ésta, naturalmente, es la Sala del Carbonillo.
Después se dirigió a la cocina y colgó allí sus croquis de La Haya y de Scheveningen. Sala Nº 3: acuarelas.
En el cuarto de costura colgó «Comiendo papas», era su primer óleo de importancia. A su lado puso una docena de estudios de los tejedores de Nuenen, y del cementerio detrás de la iglesia de su padre.
En su dormitorio ubicó los óleos de París, aquellos que había colgado en la casa de la Rue Lepic antes de su partida para Arles. En el living room todos los cuadros que pudo de su época arlesiana y en el dormitorio de Theo las pinturas realizadas en el asilo de St. Remy.