—No tengo la menor intención de ir a verte —repuso Mauve sin miramientos.
—¿Has perdido por completo la fe en mí?
—Sí. Tienes un carácter depravado.
—Si me dices lo que he hecho de depravado trataré de enmendarme.
—Ha dejado de interesarme lo que haces.
—No hice otra cosa más que comer, dormir y trabajar como un artista,.. ¿Llamas a eso depravado?
—¿Quieres decir que te consideras artista? —Sí.
—¡Qué absurdo! Nunca vendiste un solo cuadro en tu vida.
—¿Te parece que ser artista significa... vender? Creí que significaba alguien que siempre busca sin encontrar... Creí que quería decir lo contrario de: «Yo sé, he encontrado». Cuando digo que soy artista, solo quiero decir: «Estoy buscando, estoy luchando con todo mi corazón».
—Así y todo, tienes un carácter depravado.
—Sospechas de algo, Mauve... ¿De qué se trata? Háblame con franqueza. Algo hay en el aire que no sé lo que puede ser.
Mauve no contestó, volvió a tomar su pincel, y Vincent se alejó lentamente por la arena.
En efecto, «algo había en el aire». Toda La Haya conocía sus relaciones con Cristina. De Bock fue quien le habló primero del asunto, con un aire picaresco. Cristina estaba posando en ese momento, y por eso le habló en inglés.
—Vaya, vaya, Van Gogh —díjole encendiendo uno de sus largos cigarrillos— toda la ciudad sabe que tienes una amante. Me lo dijeron Weissenbruch, Mauve y Tersteeg. Ha producido un verdadero revuelo en La Haya.
—Ah —contestó el joven—, entonces se trata de eso...
—Hubieras debido ser más discreto, viejo. ¿Quién es ella? ¿Alguna modelo de la ciudad? Creí que yo conocía todas las que valen la pena.
Vincent echó una mirada a Cristina que se hallaba tejiendo cerca de la estufa, como una sencilla ama de casa. De Bock, sorprendido dejó caer su cigarrillo.
—¡Cielos! —exclamó—. ¡No querrás decir que esa es tu amante!
—No tengo amante, De Bock. Pero presumo que esa es la mujer de quien se habla.
De Bock hizo además de secarse el sudor de la frente y miró con detenimiento a Cristina.
—¿Cómo puedes tener el coraje de dormir con ella? —preguntó.
—¿Por qué me dices eso, De Bock?
—¡Pero viejo... si es una bruja! ¡La más ordinaria de las brujas! ¿En qué estás pensando? No me extraña de que Tersteeg esté horrorizado. Si quieres una amante, por qué no elijes alguna de las lindas modelitos que andan por ahí... No faltan, te lo aseguro.
—Ya te dije, De Bock que esta mujer no es mi amante.
—¿Entonces qué?...
—¡Es mi mujer! ¡Mi esposa!
—¡Tu mujer!
—Sí. Pienso casarme con ella.
—¡Cielos!
De Bock echó una última mirada de horror y repulsión hacia Cristina y salió como si alguien lo corriera.
—¿Qué estaban diciendo de mí? —inquirió Cristina.
Vincent la miró por un momento y luego le dijo, con calma:
—Le estaba diciendo a De Bock que quiero que seas mi esposa.
La mujer permaneció largo rato silenciosa, mientras continuaba tejiendo. Tenía la boca entreabierta y de vez en cuando su lengua humedecía sus labios resecos.
—¿Quieres realmente casarte conmigo, Vincent? ¿Y por qué?
—Si no me casara contigo, hubiera sido mejor para ti que te dejara tranquila. Quiero conocer las alegrías y las penas de la vida conyugal a fin de poder pintarlas de acuerdo a mi propia experiencia. Una vez estuve enamorado de una mujer, Cristina, pero en su casa me dijeron que le repugnaba. Mi amor era verdadero, honrado e intenso, pero lo mataron. Después de toda muerte viene la resurrección, Cristina, y tú eres esa resurrección.
—¡Pero no puedes casarte conmigo! ¿Y los niños? ¿Y si tu hermano deja de enviarte el dinero?
—Respeto a una mujer que es madre, Cristina. Guardaremos al niño por nacer y a Herman con nosotros, y los demás se quedarán con tu madre. En cuanto a Theo... sí... tal vez quiera abandonarme. Pero en cuanto le escriba contándole toda la verdad no creo que lo haga.
Sentóse sobre el suelo a los pies de la mujer. Cristina estaba mucho mejor que cuando recién se conocieron. En sus melancólicos ojos castaños brillaba un destello de felicidad. Un nuevo espíritu de vida había invadido toda su personalidad. Había tenido que empeñarse mucho para posar, pues al principio era torpe, pero poco a poco sus modales y todo su ser se habían serenado. Había encontrado nueva salud y nueva vida al lado de Vincent. El joven permaneció mirando su rostro marcado por la viruela en el cual se reflejaba ahora un poco de dulzura, y recordó la frase de Michelet:
Comment se fait-il qu il y ait sur la terre une femme seule désespérée?
—Sien... vamos a tratar de ahorrar lo más posible. Temo de que llegue el día en que me encuentre completamente sin recursos. Podré ayudarte hasta que vayas a Leyden, pero cuando regreses, no sé cómo me encontrarás y si tendré pan. Pero tenga lo que tenga, lo compartiré contigo y con el niño.
Cristina se deslizó suavemente de la silla y sentándose en el suelo a su lado apoyó la cabeza sobre su hombro.
—Déjame permanecer a tu lado, Vincent. Es lo único que te pido. No me quejaré aunque no tengas otra cosa que pan y café. Te amo, Vincent. Eres el único hombre que ha sido bueno conmigo. No te cases conmigo si no quieres. Posaré para ti y haré todo lo que me digas. Lo único que te pido es que me dejes estar a tu lado. Es la primera vez que he sido feliz, Vincent... déjame compartir tu vida y ser feliz.
El joven le acarició lentamente el rostro y el cabello negro.
—¿Me amas, Cristina?
—Sí, Vincent.
—Hace bien sentirse amado. Que el mundo piense lo que quiera.
—¡Al diablo con el mundo! —repuso Cristina simplemente.
—Viviré como un trabajador; me agrada. Tú yo nos comprendemos y no nos importa lo que dirán los demás. No pretendo conservar una posición social. La clase a la cual pertenezco hace tiempo ha renegado de mí. Prefiero comer pan duro en tu compañía que vivir sin casarme contigo.
Largo rato permanecieron sentados en el suelo abrazados, a la luz de la lumbre. Fue el cartero que rompió el encanto. Entregó a Vincent una carta de Amsterdam que decía así:
«Vincent: Acabo de enterarme de tu conducta desastrosa. Te ruego canceles mi pedido de seis dibujos. No quiero interesarme más en tu trabajo».
C. M. Van Gogh.
La única esperanza que ahora le quedaba era Theo. Al menos que consiguiera hacerle comprender la verdadera naturaleza de sus relaciones con Cristina, probablemente se consideraría justificado cortándole el envío de los cien francos mensuales. Podía pasarse sin Mauve, su maestro, de Tersteeg, el crítico y comerciante, de su familia, amigos y colegas, siempre que tuviese su trabajo y Cristina, de lo que no podía prescindir era de los cien francos aquellos.
Escribió unas cartas largas y apasionadas a su hermano, rogándole que lo comprendiera y no lo abandonara. Vivía unos días de terrible ansiedad, temiendo lo peor. No se atrevía a comprar ni papel ni acuarelas, en fin, nada que no fuese estrictamente necesario.
Theo hizo serias objeciones, pero sin condenarlo irremisiblemente. Le dio algunos consejos, pero sin decir que le cortaría los víveres si no los seguía fielmente, a pesar de que no aprobaba su conducta, le aseguró que continuaría ayudándolo como hasta entonces.
Corrían los primeros días de mayo, y el médico de Leyden había anunciado a Cristina que daría a luz en el mes de junio. Vincent decidió que sería mejor que la joven viniera a vivir definitivamente con él, después del acontecimiento, pues esperaba para ese entonces, poder alquilar la casa contigua en la calle Schenkwceg
.
Cristina pasaba la mayoría de su tiempo en el estudio, pero tenía sus cosas aún en lo de su madre. Pensaban casarse después de que ella se hubiera repuesto.
Vincent acompañó a Cristina a Leyden, cuando llegó el momento. La mujer tuvo un parto muy penoso y debieron quitarle la criatura con el forceps, pero en cuanto vio a Vincent se olvidó de todos sus dolores.
—Pronto empezaremos a dibujar de nuevo —dijo con una pálida sonrisa.
El joven la miraba con lágrimas en los ojos. No importaba que el niño fuese de otro hombre. Aquella era su mujer y el niño, su hijo, y se sentía feliz de tenerlos.
Cuando regresó a Schenkweg, su propietario, que también lo era de la casa vecina, le estaba esperando.
—Y bien, Mijnherr Van Gogh, ¿piensa usted alquilar la casa contigua? Sólo cuesta ocho francos semanales. Pienso hacerla pintar y empapelar, y quisiera que usted eligiera el papel que más le agrade.
—Un momento, un momento —repuso Vincent—. Quisiera poder tener la casa nueva para cuando regrese mi esposa, pero antes debo escribir a mi hermano.
—Bien, bien, pero de todos modos, elija usted el papel, y si no se decide después a alquilar la casa, no importa.
Ya hacía varios meses que le había escrito a Theo respecto a la casa contigua y a las comodidades que poseía. Tenía un estudio mucho más grande, un living-room, una cocina, una alcoba y un dormitorio en el desván. Costaba cuatro francos más por semana, pero con Cristina, Herman y el bebé, era absolutamente necesario mayor espacio. Theo contestó que como acababan de aumentarle de nuevo el sueldo, su hermano podía contar con una suma mensual de ciento cincuenta francos. Vincent alquiló inmediatamente la casa, pues Cristina debía regresar dentro de ocho días y quería que encontrara todo listo a su regreso. Con ayuda de dos hombres llevó sus muebles a su nuevo hogar, y la madre de Cristina vino para arreglar todo.
LA SAGRADA FAMILIA
El nuevo estudio estaba magnífico, con su papel grisáceo, su suelo de tablas bien lavadas, sus dibujos colgando de los muros y dos caballetes, uno a cada extremo del salón. La madre de Cristina colocó cortinas de muselina a las ventanas, dándole un aspecto más confortable. Adyacente al estudio estaba una alcoba donde Vincent guardaba sus cartones para dibujar, sus carpetas con estudios, sus libros, sus colores y sus lápices. En el livingroom había una mesa, algunas sillas de cocina, una estufa de kerosene y una cómoda hamaca de paja para Cristina cerca de la ventana. Al lado de la hamaca colocó una cunita de hierro y encima de ella, colgó sobre el muro el dibujo de Rembrandt que representaba a dos mujeres cerca de una cuna, una de ellas leyendo la Biblia a la luz de una vela.
Compró todo lo necesario para la cocina, a fin de que cuando Cristina viniera, pudiera preparar la cena en diez minutos. También compró un juego de cubiertos de más, destinados a Theo cuando viniese a visitarlos. En el cuarto del desván puso una cama matrimonial para él y su mujer, conservando la que tenía antes para Herman.
Cuando Cristina abandonó el hospital, el doctor que la había atendido así como la enfermera, y la enfermera jefa, vinieron a saludarla, y Vincent se sintió reconfortado de que personas serias como esas le tuviesen simpatía y afecto.
—Nunca ha estado entre gente buena ni ha sabido lo que es el bien y el mal. ¿Cómo podía ella ser buena? —se dijo.
Herman y su abuela esperaban en la casa de Schenkweg para darle la bienvenida. Todo fue una grata sorpresa para la joven, pues Vincent no le había dicho nada de sus preparativos. Corría de un lado a otro, tocando y admirando todo, sintiéndose contenta y feliz.
El dormitorio era un poco exiguo y se parecía un poco al camarote de un barco, y Vincent debía subir todas las noches la cuna de hierro y bajarla de nuevo al día siguiente. También tenía que ocuparse del trabajo de la casa, pues Cristina se hallaba aún demasiado débil para hacerlo. Tendía las camas, encendía el fuego, barría y lavaba. Le parecía que desde siempre había compartido su vida con Cristina y los niños, y comprendía que ese era su verdadero elemento.
El joven reanudó su trabajo con nuevos bríos. Era hermoso poseer un hogar propio y oír el bullicio de la vida a su alrededor. Estaba convencido de que si Theo no lo abandonaba, llegaría a ser un buen pintor.
En el Bonnage había trabajado para Dios. Ahora su dios era de naturaleza más tangible, y su religión podía expresarse en una sola frase: La figura de un labrador, o un campo arado, o una extensión de arena, de mar o de cielo eran cosas tan bellas aunque difíciles de rendir, que valía la pena consagrarles la vida entera para conseguir expresar toda la poesía oculta en ellas.
Una tarde, al regresar de las dunas, se encontró con Tersteeg frente a su casa.
—Estoy contento de verte, Vincent —dijo el crítico—. Venía a ver cómo te encontrabas.
El joven se estremeció pensando en la tormenta que se avecinaba y que estallaría en cuanto Tersteeg supiera lo de Cristina.
Cuando entraron en la casa, Cristina estaba amamantando al niño, sentada en la hamaca mientras Herman jugaba en el suelo cerca de la estufa. Tersteeg miró largo rato la escena, y luego, volviéndose hacia Vincent y hablando en inglés preguntó:
—¿Qué significa esta mujer y este niño?
—Cristina es mi esposa, y el niño es nuestro.
—¡Te has casado con ella!
—Aún no se ha realizado la ceremonia, si eso es lo que quiere saber.
—¿Cómo puedes pensar en vivir con una mujer... y niños que...
—Los hombres acostumbran a casarse, ¿no es así?
—¡Pero tú no tienes dinero! ¡Es tu hermano quien te mantiene!
—De ningún modo. Theo me paga un sueldo. Todo mi trabajo le pertenece. Algún día recuperará su dinero.
—¿Te has vuelto loco, Vincent? Esas ideas sólo pueden germinar en una mente extraviada.
—La conducta humana, Mijnherr, se parece mucho al dibujo. Toda la perspectiva cambia según el punto de vista desde donde se mire.
—Escribiré a tu padre, Vincent Le escribiré contándole todo el asunto.
—¿No le parece que sería ridículo si recibiera una carta suya indignada y poco después una mía pidiéndoles que venga a visitarme aquí?
—¿Piensas escribir tú mismo?
—Por supuesto. Pero admitirá que ahora no es el momento. Mi padre acaba de ser trasladado a Nuenen y están en plena instalación, y mi mujer se halla aún delicada y no puedo darle ningún recargo de trabajo u ocasionarle emoción alguna.
—Bien, no escribiré, pero deja que te diga que eres tan loco como el hombre que insiste en ahogarse. Sólo trataba de salvarte.
—No dudo de sus buenas intenciones, Mijnherr, y es por eso que trato de no enojarme de sus palabras. Pero créame que esta conversación es muy desagradable para mí.