Tersteeg partió con una expresión de desconcierto en el semblante. Fue Weissenbruch quien pocos días después debía asestar a Vincent el primer rudo golpe del mundo exterior. Una tarde, llegó con el propósito de cerciorarse si Vincent estaba aún con vida.
—Hola —exclamó—, veo que has sobrevivido a pesar de no haber conseguido esos veinticinco francos.
—Así es —repuso secamente el joven.
—Supongo que estarás contento ahora de que no te haya cedido...
—Creo que una de las primeras palabras que te dije la noche en que te conocí en lo de Mauve fue: ¡Vete al diablo!, ¡pues ahora te repito lo mismo!
—Si sigues así, creo que alcanzarás a ser un segundo Weissenbruch —dijo sonriendo el artista—. Estás hecho de buena pasta. ¿Por qué no me presentas a tu amante? Aún no he tenido ese honor.
—Hostígame todo lo que quieras Weissenbruch, pero a ella déjala en paz.
Cristina acunaba a su hijito; comprendía que Weissenbruch la estaba poniendo en ridículo, y elevó su mirada triste hacia Vincent. El joven se acercó a la madre y al niño como para protegerlos. Weissenbruch miró al grupo y luego al cuadro de Rembrandt, y con ironía exclamó:
—Forman ustedes un grupo magnífico..., lo llamaría
«La sagrada familia».
Vincent se abalanzó hacia Weissenbruch con un juramento, pero éste consiguió trasponer la puerta sin tropiezos. El joven regresó al lado de su familia. En el muro, al lado del cuadro de Rembrandt había colgado un espejo, y Vincent vio reflejado en él el grupo que formaban. En un instante la lucidez, vio por los ojos de Weissenbruch..., al bastardo, a la prostituta y a su propia figura.
—¿Cómo nos llamó? —inquirió Cristina.
—La Sagrada Familia.
—¿Y qué quiere decir?
—Es el nombre de un cuadro que representa a María, Jesús y José.
Los ojos de Cristina se anegaron en lágrimas y ocultó su cabeza entre la ropita del bebé. Vincent se arrodilló a su lado para consolarla. La tarde estaba cayendo y la penumbra invadía la habitación. Otra vez le pareció a Vincent ver el cuadro que formaban, como si fuese una persona de afuera, pero esta vez vio con los ojos de su corazón.
—No llores, Sien —dijo suavemente—. No llores, querida. Levanta tu cabeza y enjuga tus lágrimas. Weissenbruch tiene razón
.
THEO VIENE A LA HAYA
Vincent descubrió la belleza de Scheveningen y la maravilla de la pintura al óleo casi al mismo tiempo. Scheveningen era un pintoresco pueblito de pescadores situado entre dunas de arena sobre el mar. Sobre la playa alineábanse las barcas con un solo mástil y velas multicolores. Las redes de los pescadores se extendían al sol, listas para la tarea. Pequeños carritos pintados de azul con ruedas rojas transportaban el pescado al pueblo. Las mujeres de los pescadores llevaban gorros de impermeables blancos sujetos al frente con gruesas alfileres doradas, y a la hora del regreso de las barcas, todas se reunían en la playa para darles la bienvenida. También había un casino, para diversión de los turistas que gustaban del sabor salado del mar sobre los labios mientras se divertían.
Vincent que había dibujado y pintado a la acuarela tantas escenas callejeras, tuvo una fuerte impresión ante el colorido de las escenas de la playa. Pero el acuarela carecía de fuerza y carácter para expresar lo que necesitaba decir. Anhelaba pintar al óleo, pero temía iniciarse con esa pintura, pues había oído decir que muchos artistas se habían malogrado por empezar el óleo antes de saber dibujar.
Fue en esos días que llegó Theo a La Haya.
Theo Van Gogh tenía en ese entonces veintiséis años y era un próspero comerciante en pinturas. Viajaba a menudo para la casa en la cual trabajaba, y era conocido como uno de los mejores hombres jóvenes de negocio. Goupil y Cía. habían vendido su negocio en París a Boussod y Valadon (conocidos como
les Messieurs)
y a pesar de que habían conservado a Theo en su empleo, la Casa no era lo que había sido bajo la dirección de Goupil y del Tío Vincent. Ahora, los cuadros se vendían a los mayores precios posibles, sin preocuparse del mérito real que tuviesen, y sólo triunfaban los pintores que estaban bien patrocinados. El Tío Vincent, Tersteeg y Goupil siempre habían considerado como deber primordial de un comerciante en obras de arte, de descubrir y estimular a los talentos jóvenes, pero ahora sólo se solicitaban las obras de los artistas consagrados. Los recién llegados en el campo de las artes, tales como Manet, Monet, Pissarro, Sisley Renoir, Berthe Morisot, Cézanne, Degas, Guillaumin, y otros aún más jóvenes como Toulouse-Lautrec, Gauguin, Seurat y Signac, que trataban de expresar algo completamente distinto de lo expresado hasta entonces por Bougereau y los académicos, no eran escuchados por nadie. Ninguno de estos revolucionarios del arte de la pintura había logrado exponer una sola de sus telas bajo el techo de
les Messieurs.
Theo simpatizaba enormemente con la obra de los jóvenes innovadores, considerándolos los maestros del futuro, y trataba de persuadir a
les Messieurs
que permitieran la exhibición de esa pintura de nueva tendencia a fin de educar poco a poco el gusto del público, pero éstos se resistían, considerando locos a los jóvenes pintores y carentes en absoluto de técnica.
Cristina permaneció arriba en el dormitorio mientras los dos hermanos cambiaban los primeros saludos.
—Aunque he venido también por negocios —dijo Theo—, confieso que el propósito primordial de mi viaje a La Haya es disuadirte de ligarte definitivamente con esa mujer. Ante todo, ¿qué tal es?
—¿Recuerdas a Leen Verman, nuestra antigua nodriza de Zundert ?
—Sí.
—Sien pertenece a esa clase de personas. Es una mujer del pueblo, no obstante tiene algo de sublime. Amar y ser amado por una persona sencilla como ella brinda verdadera felicidad, sean cuales sean los sinsabores de la vida. Fue el sentimiento de serle útil que me ha hecho revivir. Yo no la buscaba, pero cuando llegó no la rechacé. Sien acepta y comparte gustosa las penurias de la vida de un pintor, y posa con tanta buena voluntad que creo que a su lado me convertiré en un artista mejor que lo hubiera hecho al lado de Kay.
Theo caminaba de un lado para otro por el estudio. Se detuvo ante una acuarela y mientras la miraba dijo:
—Lo que no puedo comprender es cómo te has podido enamorar de esta mujer mientras estabas tan perdidamente enamorado de Kay.
—No me enamoré inmediatamente, Theo. Pero, ¿acaso podían extinguirse todos mis sentimientos por el hecho de que Kay me hubiese rechazado? Si no me encuentras desalentado y triste, sino al contrario feliz en este hogar lleno de nueva vida, se lo debo a esa mujer.
—Bien sabes, Vincent, que jamás hice hincapié en la diferencia de clases, pero no te parece que...
—No, Theo, no creo que me haya rebajado ni deshonrado —le interrumpió su hermano—. Mi trabajo está en el corazón del pueblo y debo permanecer en íntimo contacto con él para poder realizarlo en debida forma.
—No lo discuto —repuso Theo acercándose a su hermano, y colocándole una mano sobre el hombro añadió: —Pero, ¿te parece necesario casarte con ella?
—Sí, pues se lo he prometido. No quiero que la consideres como a una amante o como a una mujer con quien mantengo relaciones sin consecuencias. Esa promesa es doble, primeramente implica el casamiento civil en cuanto las circunstancias lo permitan, y luego la obligación de ayudarnos y querernos mutuamente como si ya fuésemos marido y mujer, compartiendo todo juntos.
—Pero, ¿por qué no esperas un poco antes de realizar la ceremonia civil?
—Así lo haré, Theo, si tú me lo pides. Esperaré hasta que pueda ganar ciento cincuenta francos mensuales con el producto de mi trabajo y que no necesite más de tu ayuda. Te prometo que no me casaré con ella hasta que mi dibujo me haya hecho independiente. En cuanto empiece a ganar un poco de dinero, no necesitarás mandarme Íntegros los cientos cincuenta francos, y paulatinamente me mandarás menos cada mes, hasta que no necesitaré más de tu dinero. Entonces volveremos a hablar del casamiento civil.
—Eso me parece muy acertado.
—Aquí viene, Theo. Te pido que por mí trates de ver en ella sólo a una esposa y a una madre. Pues en realidad eso es lo que verdaderamente es.
Cristina bajó las escaleras y entró en el estudio. Llevaba un sencillo traje negro y su cabello prolijamente peinado hacia atrás. El rostro levemente sonrosado, hacíala parecer casi bonita. El cariño de Vincent le había conferido una confianza y bienestar que la embellecía. Tendió su mano a Theo y le pidió que aceptara una taza de té y luego insistió para que se quedara a cenar. Sentóse luego cerca de la ventana con una costura entre las manos y meciendo de vez en cuando la cunita de su hijo. Vincent, excitadísimo, iba de un lado para otro, enseñando sus dibujos y pinturas a su hermano, deseoso de que éste constatara sus progresos.
Theo tenía confianza de que algún día su hermano sería un gran pintor, pero..., aún no estaba seguro de que le agradaba lo que hacía por el momento. El joven era un perito experto y seguro, sin embargo no conseguía calificar el trabajo de Vincent. Para él, estaba en camino de convertirse en un buen artista, pero aún no lo había logrado.
—Si sientes la necesidad de trabajar con óleo —díjole después que Vincent le hubo enseñado todo su trabajo—¿por qué no empiezas? ¿qué esperas?
—La seguridad de que mi dibujo sea bueno. Mauve y Tersteeg dicen que no sé...
—.. .y Weissenbruch dice que sabes dibujar. Tú debes ser tu propio juez. Si te parece que necesitas expresarte en colores más profundos, no vaciles.
—Pero Theo..., ¿y el gasto? ¡Esos tubos valen su peso en oro!
—Ven a buscarme al hotel mañana por la mañana a las diez. Cuanto antes comiences a vender óleos, más pronto recuperare el dinero que invierto en este asunto — dijo sonriendo.
Durante la cena, Theo y Cristina charlaron animadamente, y cuando aquél se retiraba, dijo a su hermano que lo había ido a acompañar hasta la puerta:
—¿Sabes? Es simpática..., muy simpática. ¡No tenía la menor idea de que así fuese!
A la mañana siguiente, los dos hermanos, caminando por la Wagenstraat hacían un extraño contraste. El más joven, bien vertido y elegante, con su traje recién planchado, su camisa inmaculada, su corbata impecable, sus botas relucientes, su sombrero de última moda y su barba prolija y bien cuidada, caminaba con tranquilidad y pasos iguales, mientras que el otro con sus botas gastadas, sus pantalones remendados, y su saco disparejo, sin corbata, con un gorro de campesino sobre la cabeza y la barba roja crecida, lo seguía con agitación, meneando los brazos mientras andaba y haciendo toda clase de gestos mientras hablaba.
Ni uno ni otro se percataba del extraño cuadro que formaban.
Theo condujo a su hermano a lo de Goupil a fin de comprar los tubos de pinturas, las telas y los pinceles necesarios. Tersteeg respetaba y admiraba a Theo y hubiera deseado apreciar y comprender a Vincent. Cuando supo a lo que habían venido, insistió en buscar él mismo todo lo que hacía falta al joven, aconsejándole acerca de las distintas cualidades de los distintos pigmentos.
Luego Theo y Vincent siguieron caminando hasta la playa de Scheveningen que distaba seis kilómetros. Cuando llegaron, estaba entrando una de las barcas.
El colorido de la escena entusiasmó al artista.
—¡Esto es lo que deseo reproducir con mis nuevas pinturas! —exclamó.
—Bien —repuso su hermano —. Y en cuanto tengas algunas telas de las cuales te sientas satisfecho, envíamelas. Tal vez logre venderlas en París.
—Oh, Theo... ¡Sí, te lo ruego! ¡Trata de venderlas! ¡Debes comenzar cuanto antes a vender mis cuadros!
LOS PADRES SON EXTRAÑOS
En cuanto Theo partió, Vincent comenzó a experimentar con sus nuevos colores. Hizo tres estudios; uno representaba una hilera de sauces detrás del puente de Geest, otro un sendero solitario en medio del campo y el tercero una huerta de Meerdervoort en el cual se divisaba a un hombre vestido de azul que recolectaba papas. Cuando volvió a mirar su pintura en su estudio se sintió transportado de alegría. ¡Nadie creería que aquellos eran sus primeros esfuerzos al óleo! El dibujo era bueno y todo el esqueleto soportaba bien la pintura, dando la sensación de vida. Su sorpresa fue grande, pues siempre había supuesto que sus primeros ensayos serían rotundos fracasos.
Un día estaba pintando en los bosques tapizados de hojas de hayas que daban al suelo un espléndido colorido de todas las gamas de marrón sin contar los distintos tintes producidos por las sombras de los árboles. Mientras pintaba entusiasmado aquel magnífico conjunto, se percató por primera vez cuánta luz había aún en aquella oscuridad del atardecer. Debía conservar aquella claridad al mismo tiempo que la riqueza del colorido. En el cuadro que pintaba veíase también unos campesinos recogiendo ramas secas y en primer plano algunos árboles. La luz menguaba rápidamente y tenía que trabajar de prisa. Pintó las figuras con trazos enérgicos y seguros, y le llamó la atención lo firmes que parecían estar arraigados en el suelo los árboles del primer plano. Quiso reproducir aquello con sus pinceles, pero no lo logró. Trató una y otra vez de hacerlo, pero sin conseguirlo, y la luz se hacía cada vez más débil. Se creyó vencido: ningún pincel conseguiría lo que él quería expresar. Con ciega intuición, arrojó el pincel al suelo, y tomando el tubo de pintura lo apretó sobre la tela misma, y con ayuda de otro pincel la extendió a su gusto.
—¡Por fin! —exclamó satisfecho! , ¡ahora está bien! ¡Parece como si estuviesen allí plantados! ¡Así es como los veo! Esa misma noche vino Weissenbruch a visitarlo.
—Acompáñame a lo de
Pulchri
—dijo—. Van a representar algunos cuadros y charadas.
Vincent, que no se había olvidado de su última visita, le repuso:
—No, gracias, no deseo dejar a mi esposa.
Weissenbruch se
acercó
a Cristina, le besó la mano, le pregunta por su salud y jugó un instante con el bebé. Evidentemente no recordaba cómo los había tratado la última vez que había estado allí.
—Déjame ver algunos de tus nuevos dibujos, Vincent —dijo por fin.
El joven no se hizo rogar, trayéndole sus pinturas y dibujos. Del montón, Weissenbruch apartó uno que representaba el mercado, otro el público que esperaba su plato de sopa ante la cocina popular, otro tres hombres del asilo de dementes, otro a un barco pesquero en la playa de Schevcningen y otro que Vincent había hecho durante una lluvia torrencial, sobre sus rodillas, en medio del barro de las dunas.