Lujuria de vivir (21 page)

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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Drama

BOOK: Lujuria de vivir
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Vincent llevaba un traje que había sido de Theo y que le quedaba mal; además lo tenía lleno de pintura.

—Sus tíos tienen suficiente dinero como para vestir a toda la población de Holanda —prosiguió Weissenbruch—. ¿Acaso no le ayudan?


¿
Y por qué lo harían? Comparten con usted la opinión de que los artistas deben morirse de hambre.

—Si no tienen confianza en usted deben tener razón. Los Van Gogh huelen un artista a cien kilómetros a la redonda. Usted, probablemente, no vale nada.

—¡Váyase al diablo! —exclamó furioso Vincent dándole la espalda.

Pero Weissenbruch lo retuvo del brazo, y sonriendo satisfecho, dijo:

—¡Bravo! ¡Quería saber hasta cuándo aguantaría. Continúe siendo valiente, muchacho, y llegará a algo!

Mauve era muy jocoso cuando quería y le agradaba divertir a sus invitados. A pesar de ser hijo de un pastor, en su vida no había más lugar que para una religión: la pintura. Mientras Jet pasaba las tazas de té y las masas, él se entretenía en hablar de la barca pescadora de San Pedro. ¿Cómo había llegado a poseer San Pedro esa barca? ¿La había heredado? ¿La había comprado a mensualidades, o bien —¡horrible cosa!— la había robado? Los pintores llenaban la habitación con su risa y el humo de sus cigarros, mientras engullían con extraordinaria rapidez todos los alimentos que se les presentaban.

—Mauve ha cambiado —se decía Vincent para sí.

No sabía que su primo estaba experimentando la metamorfosis del artista creador. Empezaba su tela apáticamente, casi sin interés. Poco a poco sus energías aumentaban a medida que las ideas le venían. Trabajaba un poco más cada día mientras crecía su agitación. Nada que no fuese su trabajo le preocupaba, ni su familia, ni sus amigos, ni su casa. No comía, ni dormía, y a medida que sus fuerzas le abandonaban, aumentaba su excitación. Y cuanto más cansado estaba, más trabajaba. La pasión nerviosa que se apoderaba de él aumentaba sin cesar y le ayudaba a concluir su tela. Parecía como si un ejército de demonios lo persiguieran y le obligaran a trabajar sin descansar un segundo. Su agitación rayaba en la demencia, y no podía soportar a nadie a su lado.

Cuando la tela estaba por fin lista, toda su agitación se desvanecía como por encanto, dejándolo aniquilado, sin fuerzas, enfermo y delirante. Jet lo cuidaba con cariño durante días enteros, hasta devolverle la salud y la normalidad. Su agotamiento era tal que no podía aguantar ni el olor ni la vista de la pintura. Lenta, muy lentamente, volvía a la normalidad. Empezaba por entrar en su Estudio y mirar a su alrededor como extrañado; limpiaba sus pinceles y sus cosas maquinalmente. Hacía largos paseos en el campo observando a su alrededor como si no viera nada, hasta que por fin alguna escena le llamaba la atención. Entonces comenzaba de nuevo todo el ciclo.

Cuando Vincent había llegado a La Haya, Mauve acababa de comenzar su tela de Scheeveningen, pero ahora su pulso aumentaba día a día, y pronto, el más magnífico y devastador de todos los delirios, el de la creación artística, se apoderaría de él.

EL HOMBRE NECESITA A LA MUJER

Varias noches más tarde, Cristina llamó a la puerta de Vincent. Estaba vestida con una pollera negra y un camisolín azul y llevaba sobre la cabeza un gorro negro. Su boca estaba entreabierta, como siempre que se hallaba cansada, y las marcas de viruela de su rostro parecían más profundas que otras veces.

—Hola, Vincent —dijo— He venido a ver dónde vivías.

—Eres la primera mujer que me visita, Cristina. Bienvenida seas.

La mujer tomó asiento cerca del fuego y miró a su alrededor.

—No se está mal aquí —dijo— pero está vacío.

—Sí no tengo dinero para comprar muebles.

—Bah, tienes lo que te hace falta.

—Me disponía a preparar la cena. ¿Aceptas comer conmigo Cristina?

—¿Por qué no me llamas Sien? Así me llaman todos.

—Muy bien, Sien.

—¿Qué tienes para cenar?

—Papas y té.

—Hoy gané dos francos. Iré a comprar un poco de carne. —Toma, aquí tengo dinero. Mi hermano acaba de mandármelo. ¿Cuánto quieres?

—Creo que con cincuenta céntimos bastará. Regresó a los pocos momentos con un trozo de carne. Vincent lo tomó pero ella le dijo:

—No; deja eso. Siéntate allí. Tú no sabes cocinar. Yo soy mujer.

Empezó a preparar las cosas inclinada sobre el fuego que le daba un resplandor rojizo al semblante y casi la hacía parecer bonita. Vincent se sentía satisfecho. Estaba en su casa, y una mujer cariñosa le preparaba la comida. ¡Cuántas veces había soñado con esa escena teniendo a Kay por compañera! Sien le echó una mirada y viendo que la silla en la que estaba sentado se hallaba en equilibrio sobre dos patas exclamó:

—Vamos, tonto, siéntate derecho. ¿Quieres romperte la cabeza?

Vincent sonrió. Todas las mujeres que había conocido —su madre, sus hermanas, sus tías y primas—, todas le habían dicho: —Vincent siéntate derecho sobre esa silla. Te romperás la cabeza.

—Bien, bien —dijo—. Te obedeceré.

Pero en cuanto la mujer se volvió, inclinó de nuevo su silla contra el muro y siguió fumando feliz y contento.

Sien puso la mesa y sirvió la comida. Había traído dos panecillos y una vez que terminaron de comer la carne y las papas, recogieron el jugo con el pan.

—Apuesto que no sabes cocinar así —dijo Sien satisfecha.

—Es verdad. Cuando cocino yo, nunca sé lo que como, si es pescado, carne o ave. Todo tiene el mismo sabor.

Después que hubieron tomado el té Sien encendió uno de sus cigarros negros, fumándolo mientras charlaban cordialmente. Vincent se sentía más a gusto con ella que con Mauve o De Bock. Existía entre ellos cierta fraternidad que no pretendía comprender. Hablaban de cosas sencillas, sin pretensiones. Cuando Vincent hablaba, ella lo escuchaba, sin afanarse por hablar a su vez de sí misma. Ni el uno ni el otro tenían deseos de impresionarse mutuamente. Cuando Sien narraba su vida dura y triste, Vincent creía escuchar su propia historia. Sus silencios carecían de afectación y sus palabras de desafío. Eran dos almas al natural que se encontraban y que se entendían.

Vincent se puso de pie.

—¿Dónde vas? —inquirió la mujer.

—A lavar los platos.

—Siéntate. Tú no sabes hacerlo. Eso me toca a mí.

Volvió a sentarse y llenó su pipa de nuevo mientras Cristina se afanaba sobre el lebrillo. Le agradaba verle las manos llenas de espuma blanca, y tomando un papel y lápiz, la dibujó. Una vez que todo estuvo en orden, la mujer dijo:

—Estaríamos muy bien si sólo tuviéramos un poco de ginebra ...

Pasaron la velada bebiendo, mientras Vincent se divertía en hacer croquis tras croquis de la joven. Ella parecía feliz de encontrarse al calor de la estufa, sentada, descansando. El resplandor de la lumbre y el placer de hablar con alguien que la e le daba vivacidad y belleza.

—¿Cuándo me dijiste que terminabas tu trabajo de lavado? —inquirió Vincent.

—Mañana. Y es una suerte, pues no podría aguantar mucho más.

—¿Has estado sintiéndote enferma últimamente?

—No. Pero la criatura me molesta cada vez más... El momento se acerca.

—¿Entonces podrás empezar a posar para mí la semana próxima?

—Sí. ¿No tendré otra cosa que hacer que quedarme sentada?

—Sí. A veces tendrás que estar de pie, o posar desnuda.

—Magnífico. ¡Tú harás el trabajo y yo cobraré!

Miró hacia la ventana. Afuera estaba nevando.

—Quisiera estar en casa —dijo—. Hace frío y no tengo más que mi chal. Tengo mucho que caminar.

—Mañana temprano tienes que volver por aquí, ¿verdad?

—Sí, a las seis. A esa hora aún no ha aclarado.

—Si quieres puedes quedarte, Sien.

—¿No te molestaré?

—De ningún modo. La cama es amplia.

—¿Podemos dormir dos en ella?

—Fácilmente.

—Entonces me quedo.

—Bien.

—Has sido bueno en pedírmelo, Vincent.

—Y tú en aceptar.

A la mañana, antes de retirarse, preparó el café, tendió la cama y barrió el Estudio.

Luego partió para el lavadero. Cuando se hubo ido, la habitación pareció de pronto vacía.

DEBES DARTE PRISA Y COMENZAR A VENDER TUS CUADROS

Tersteeg volvió aquella tarde. Sus ojos estaban brillantes y sus mejillas enrojecidas por el aire frío del exterior.

—¿Cómo te va, Vincent?

—Muy bien, Mijnherr. Es usted muy amable de haber vuelto tan pronto.

—¿Tienes algo interesante que enseñarme? A eso vine.

—Sí, tengo algunos dibujos nuevos. ¿No desea tomar asiento?

Terstecg echó un vistazo a la silla y la iba a sacudir con su pañuelo pero se detuvo a tiempo, pensando que sería una falta de educación. Tomó asiento y Vincent le trajo tres o cuatro acuarelas. Terstecg las ojeó rápidamente y luego volvió a observar la primera.

—No está mal, no está mal —murmuró tras un momento—. Estas no sirven, son demasiado toscas, pero haces progresos. En breve tienes que hacer algo que pueda comprarte, Vincent.

—Sí, Mijnherr.

—Debes pensar en ganarte la vida, muchacho. No está bien que vivas del dinero ajeno.

Vincent miró sus acuarelas. Tal vez fuesen toscas, pero, como todo artista, no lograba ver la imperfección en su propio trabajo.

—Ese es mi gran deseo, Mijnherr.

—Entonces debes trabajar más aún. Quisiera poder comprarte algo. De todos modos, me alegra verte feliz y trabajando. Theo me pidió que te vigile... Trata de hacer buen trabajo, Vincent.

—Eso es lo que trato de hacer, pero mi mano no siempre obedece a mi cerebro. Sin embargo, Mauve me cumplimentó por una de estas pinturas.

—¿Qué dijo?

—Dijo: «Casi parece una acuarela».

Tersteeg comenzó a reír. Enrolló su bufanda alrededor de su cuello y se puso de pie.

—Sigue trabajando, Vincent, sigue trabajando. Así llegarás.

El joven había escrito a su tío Cor que se hallaba en La Haya, pidiéndole que lo visitara cuando viniera a la ciudad. El tío Cor acostumbraba a venir a La Haya para comprar cuadros para su negocio de obras de arte, que era uno de los más importantes de Amsterdam. Un domingo a la tarde, Vincent había reunido a varios niños de la calle a fin de dibujarlos. Les había comprado un paquete de caramelos para tenerlos entretenidos, y mientras hacía sus croquis les contaba cuentos. De pronto oyó que llamaban a su puerta y que alguien hablaba con voz potente. Su tío Cor acababa de llegar.

Cornélius Marinus Van Gogh era un hombre muy conocido y de sólida fortuna. A pesar de ello, en sus grandes ojos oscuros notábase un dejo de melancolía. Sus labios no eran tan llenos como los de los otros Van Gogh, pero tenía la misma cabeza prominente y las mismas características de la familia.

El comerciante observó disimuladamente hasta el más recóndito rincón de la habitación. Era probablemente el hombre que había visitado más estudios de artistas en Holanda.

Vincent entregó a los niños los caramelos que quedaban y los despachó.

—¿Quieres aceptar una taza de té
,
tío Cor? —dijo—, debe hacer mucho frío afuera.

—Gracias, Vincent.

El joven preparó el té y lo sirvió, admirándose de la elegancia con que su tío sostenía la taza entre las manos mientras charlaba de las noticias del día.

—Así que piensas ser artista, Vincent —dijo—. Es hora de que tengamos uno en la familia. Hein, Vincent y yo hemos estado comprando telas a extraños desde hace treinta años... ¡Ahora un poco de nuestro dinero quedará en la familia!

Vincent sonrió.

—Comienzo bajo buenos auspicios, con tres tíos y un hermano en el negocio de pinturas. ¿Desea usted un poco de pan y queso, tío Cor?

El caballero sabía que el peor insulto que podía hacerse a un artista pobre era rehusar su comida.

—Sí, muchas gracias. Almorcé temprano —dijo.

Vincent cortó unas rebanadas de pan negro y las colocó sobre un plato con un poco de queso que guardaba en un papel. Cornélius hizo un esfuerzo para comer lo que le presentaban.

—Tersteeg me dice que Theo te envía mensualmente cien francos.

—Así es.

—Tu hermano es joven y debería ahorrar. Tienes que comenzar a ganarte el pan.

Vincent, que aún se hallaba bajo la impresión de las palabras de Tersteeg del día anterior, contestó vivamente y sin pensar:

—¿Ganarme el pan? ¿Qué quiere usted decir? ¿Ganarme el pan o... merecerlo? No merecer el pan que uno come es un crimen, pero no ganárselo a pesar de merecerlo es una verdadera desgracia. Si usted me dice: «Vincent, no mereces el pan que comes», usted me insulta, pero si simplemente comprueba que no lo gano... tiene razón. Pero ¿de qué sirve comprobarlo si no puede hacer nada para remediarlo?

El tío Cornélius no insistió sobre el tema. Continuaron charlando tranquilamente hasta que por casualidad el joven mencionó el nombre de De Groux.

—¿Pero no sabes que De Groux tiene mala reputación en su vida privada?

El joven no pudo contenerse. Parecía que estaba destinado a discutir cada vez que se encontraba ante un Van Gogh.

—Siempre he opinado, tío Cor, que cuando un artista presenta su obra al público, tiene el derecho de guardar para sí su vida privada, la cual está directa y fatalmente ligada con las dificultades de dar a luz su producción.

—A pesar de ello —repuso Cornélius— el hecho que un hombre trabaje con pinturas y un pincel en lugar de arar o de vender libros, no le da derecho a vivir licenciosamente. Nadie debería comprar los cuadros de los artistas que no viven decentemente.

—Pues yo considero completamente fuera de lugar ocuparse de la vida privada de un hombre si su obra es perfecta. El trabajo de un artista y su vida privada pueden compararse a la mujer que está de parto y su hijo. Puede mirarse a la criatura, pero no a la madre ensangrentada. Sería falta de delicadeza.

Cornélius, que acababa de llevarse un pedacito de queso a la boca, tosió varias veces y murmuró:

—¡Vaya, vaya, vaya!

Por un instante el joven temió que su tío se enojase, pero no fue así. Fue en busca de su carpeta de pequeños dibujos y se los enseñó a Cornélius. Entre ellos había varios croquis de la ciudad.

—No están mal —dijo el caballero estudiándolos—. ¿Podrías hacerme algunos croquis más de la ciudad?

—Sí. Aquí tengo otros. Aquí está el Vleersteeg... el Geest... el mercado de pescados...

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