Lujuria de vivir (9 page)

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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Drama

BOOK: Lujuria de vivir
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—Le ruego que compre ropa abrigada para los niños —dijo.

Sabía que su gesto era fútil, ya que había cientos de niños que sufrían del frío en el Borinage.

Se dirigió hacia la casa de los Denis. La gran cocina de la panadería estaba tibia y confortable. La señora de Denis le calentó un poco de agua para que se lavara y le preparó un buen almuerzo con parte de un guiso de conejo que había sobrado de la noche anterior.

Cuando Vincent subió a su cuarto, había entrado en calor y tenía el estómago lleno. Su cama era limpia y confortable, con sus sábanas blancas y blanda su almohada. Sobre las paredes estaban las copias de cuadros de famosos maestros. Abrió su ropero; allí estaban sus camisas, su ropa interior, sus medias, sus dos pares de zapatos y sus dos buenos trajes. ¡El no era más que un mentiroso y un cobarde! Predicaba la pobreza a los mineros pero él vivía con confort y comodidad! ¡No era más que un hipócrita! ¡Su religión no servía para nada y los mineros debían despreciarlo y echarlo del Borinage! Pretendía compartir con ellos su suerte y sin embargo no le faltaba nada. Tenía buena ropa, un lecho cómodo y tibio y comía más en un día que ellos en una semana. Y ni siquiera necesitaba trabajar para obtener todos esos lujos. Le bastaba con decir algunas lindas mentiras y hacerse pasar por hombre bueno. Su vida era un desmentido viviente a sus palabras. ¡Había fracasado de nuevo y más miserablemente que nunca!

Sólo le quedaban dos alternativas, o bien huir del Borinagc antes de que se percataran de sus mentiras, o bien aprovechar la lección recibida ese día y convertirse verdaderamente en un hombre de Dios.

Tomó toda su ropa, trajes y zapatos y los colocó en su valija, así como sus libros y sus cuadros. La cerró y la dejó sobre una silla, y salió apresuradamente de la casa.

Bajó al pueblo y se internó en el bosque donde había algunas chozas diseminadas. Después de mucho preguntar, encontró una que estaba vacía. E1 piso era de tierra, las planchas de las paredes, mal unidas, dejaban filtrar un viento glacial.

—¿A quién pertenece esta choza? —preguntó a la mujer que lo acompañaba.

—A un empleado que vive en Wasmcs.

—¿Sabe cuánto pide por ella?

—Cinco francos, mensuales.

—Muy bien, la alquilo, —¡Pero señor Vincent! ¡Usted no puede vivir aquí!

—¿Y por qué no?

—¡Pero... pero es la choza más destartalada en todo el pueblo!

—Es justamente por eso que la quiero.

Cuando volvió a subir a lo de Denis, lo embargaba un nuevo sentimiento de paz. Durante su ausencia la señora de Denis había subido a su cuarto y había visto la valija empaquetada.

—¡Pero señor Vincent! —exclamó al verlo—. ¿Qué sucede? ¿Por qué regresa usted a Holanda tan de repente?

—No me voy a Holanda, señora, me quedo en el Borinage.

—Entonces... ¿por qué...? —empezó diciendo sin comprender.

Cuando el joven le explicó su propósito, ella le contestó con suavidad.

—Créame, señor Vincent... Usted no puede vivir así. Usted no está acostumbrado a ello. Las cosas han cambiado desde el tiempo de Jesucristo; ahora cada cual debe vivir lo mejor que puede. Todos saben que usted es un buen hombre.

Pero Vincent no se dejó disuadir. Fue a Wasmes, se arreglo con el dueño de la choza, y se mudó en seguida. Cuando llegó su primer sueldo, compró una cama de madera y una cocinita de segunda mano. Después de aquellos gastos, le sobraba apenas dinero suficiente para sus gastos de pan, queso y café durante el mes. Reparó lo mejor que pudo los desperfectos de la choza y tapó con arpillera los agujeros de las paredes. Ahora vivía como los mineros y comía como ellos. ¡Ahora tenía el derecho de llevarles la palabra de Dios!

UNA LECCIÓN SOBRE ECONOMÍA

El gerente de los Charbonnages de Belgique que administraba las cuatro minas vecinas a Wasmes no era un ogro tan terrible como Vincent había esperado encontrar. Tenía una mirada amable y comprensiva, como la de alguien que también ha sufrido.

Después de escuchar atentamente el relato de la miseria de los mineros que Vincent le hizo, le contestó:

—Ya sé, señor Van Gogh, siempre es la misma historia. Los hombres creen que los matamos de hambre a propósito a fin de aumentar nuestros beneficios. Pero créame, señor, eso está muy lejos de ser la verdad. Permítame enseñarle algunos documentos de la Oficina Internacional de Minas de París.

—Mire, señor —dijo enseñándole unas cifras de esos documentos—. Las minas de carbón de Bélgica son las más pobres del mundo. El carbón es tan difícil de extraer que casi resulta imposible venderlo en el mercado con algún beneficio. Nuestros gastos son los mayores de todas las minas de carbón europeas, y nuestros beneficios los menores. Pues, como usted se imaginará, debemos vender nuestro carbón al mismo precio que los de las minas cuyos costos son bajos. Estamos al margen de la bancarrota. ¿Me comprende, señor?

—Sí, comprendo.

—Si pagáramos a los mineros un franco más por día, el costo de nuestra producción se elevaría por encima del precio del carbón en el mercado, y tendríamos que cerrar nuestra empresa. ¡Y entonces sí que se morirían de hambre!

—¿Y no podrían los dueños conformarse con un poco menos de beneficio? Así se podría favorecer algo a los trabajadores.

El gerente meneó tristemente la cabeza.

—No, señor. Esta empresa, como todas las empresas, trabaja con capital, y si ese capital no recibe su interés, lo retirarían para colocarlo en otro lado. Los títulos del Charbonnage de Belgique sólo pagan tres por ciento de dividendo, y si lo reducimos, los dueños no tardarán en buscar otra colocación para su dinero, y si lo hacen, nuestras minas tendrán que cerrar, pues no podemos trabajar sin capital. Como usted ve es un círculo vicioso, y creo que no hay que acusar de ello a nadie más que a Dios.

Vincent hubiera debido indignarse ante semejante blasfemia, pero no fue así. Estaba pensando en lo que acababa de decirle el gerente.

—Pero al menos podrían ustedes reducir en algo las horas de trabajo.

—No, señor, pues eso equivaldría a aumentarles el sueldo, pues extraerían menos carbón y, por consiguiente, el costo de nuestra producción aumentaría.

—Pero al menos podrían ustedes hacer que las condiciones de trabajo no fuesen tan peligrosas.

El gerente volvió a menear la cabeza tristemente.

—No, señor, no podemos. No podemos gastar un solo centavo en mejorar las condiciones de nuestras instalaciones. Es inútil, no se puede hacer nada, nada. Miles de veces he estudiado el problema sin encontrarle solución. Y es esto que me ha convertido de profundo católico que era en amargo ateo. No puedo comprender como Dios puede tolerar que sus hijos sufran semejante miseria, siglo tras siglo.

Vincent no supo qué contestar. Estaba anonadado.

FRÁGIL.

El mes de febrero era el más crudo del invierno. El viento soplaba con tanta violencia que resultaba difícil caminar por las calles. Más que nunca los mineros necesitaban del terril para calentar sus pobres chozas, pero el viento era tan terrible que las mujeres no podían ir a recogerlo.

Día tras día los niños tenían que quedarse en la cama para no morirse de frío, y apenas si había el carbón necesario para calentar un poco de comida. Los hombres salían del interior ardiente de la tierra y sin ninguna transición debían afrontar una temperatura de varios grados bajo cero, y encaminarse a sus chozas en medio del viento glacial.

Todos los días alguien moría de pulmonía, y ese mes Vincent tuvo que celebrar gran cantidad de servicios fúnebres.

Había dejado de enseñar a los niños a leer, y pasaba sus días recogiendo carbón en la montaña de terril, para distribuirlo entre las chozas más necesitadas. Ya no necesitaba fregarse polvo de carbón en su rostro, ahora siempre lo tenía tan sucio como cualquiera de los «hocicos negros».

Un día, después de varias horas de trabajo, había logrado recoger casi media bolsa de combustible. Sus manos estaban amoratadas y lastimadas por las puntas filosas del hielo del suelo. Poco antes de las cuatro, decidió bajar al pueblo a fin de que al menos algunas de las mujeres pudiesen preparar un poco de café caliente para sus maridos. Cuando llegó al Marcasse, los mineros comenzaban a salir. Algunos lo reconocían y lo saludaban, pero la mayoría iban con las manos en los bolsillos, los hombros encogidos por el frío y la mirada fija en el suelo.

El último en salir fue un viejecito que tosía tanto que casi no podía avanzar. Sus rodillas temblaban y a cada ráfaga de viento luchaba para no caer. Se había cubierto los hombros con una arpillera, restos de alguna bolsa proveniente de algún comercio de Wasmes. Vincent notó que tenía algo escrito en grandes letras. Miró con más detenimiento y logró descifrar la palabra: FRÁGIL.

Después de dejar su
terril
en diversas chozas, Vincent fue a la suya y extendió toda su ropa sobre la cama. Tenía cinco camisas, tres juegos de ropa interior, cuatro pares de medias, dos pares de zapatos, dos trajes y un capote de soldado. Dejó sobre la cama una camisa, un par de medias y un juego de ropa interior y lo demás lo puso todo en la valija.

Uno de los trajes lo dejó al hombre que tenía la arpillera que decía FRÁGIL. La ropa interior y las camisas las dejó para que hicieran ropa para los niños. Las medias las distribuyó entre los enfermos que estaban obligados a bajar a las minas a trabajar. Y el capote lo entregó a una mujer encinta cuyo marido había sido muerto víctima de un desmoronamiento pocos días antes, y que debía reemplazarle en su trabajo para poder mantener a sus dos criaturitas de corta edad.

El salón donde Vincent solía hacer sus reuniones hacía tiempo que estaba cerrado, pues el joven no quería gastar terril allí cuando en las chozas tanto lo necesitaban. Cuando iba a visitar a esa pobre gente siempre trataba de hacerles un pequeño sermón, pero pronto ni siquiera tuvo tiempo para eso, pues debía ocuparse en cuidar a los enfermos, lavarlos, limpiarlos y prepararles bebidas calientes. Ahora ni siquiera llevaba su Biblia, pues nunca encontraba un momento para abrirla. La Palabra de Dios era un lujo que los mineros no podían permitirse.

Durante el mes de marzo el frío menguó algo, pero en cambio recrudeció la fiebre. Vincent gastó cuarenta francos de su sueldo de febrero en alimentos y remedios para los mineros, quedándose apenas con lo suficiente para no morirse de hambre. Día a día adelgazaba más y estaba más nervioso, y no tardó en estar afiebrado también. Sus ojos parecían dos grandes carbones encendidos, y su característica cabellera masiva parecía encogerse cada vez más.

El mayorcito de los hijos de Decrucq se enfermó de tifus. Solo había dos camas en la choza, una para los tres niños y la otra para los padres. Si las otras dos criaturas permanecían en la misma cama que el enfermito, con segundad se enfermarían también, y si se los hacía dormir en el suelo morirían de neumonía. Por otra parte, si los padres dormían en el suelo, no podrían trabajar al día siguiente. Vincent no tardó mucho en comprender cuál era su deber.

—Decrucq —dijo al minero cuando regresó de su trabajo—, ¿quiere ayudarme un momento antes de sentarse a cenar?

El pobre hombre estaba cansado y algo enfermo, pero siguió a Vincent sin preguntarle nada, arrastrando tras de sí su pierna enferma. Cuando llegaron a la choza del joven, éste sacó una de las mantas de la cama y dijo: —Ayúdeme a llevar esta cama para su hijo enfermo.

Decrucq lo miró durante largo rato.

—Tenemos tres hijos —dijo por fin—, y si Dios así lo dispone, puede llevarse uno de ellos. Pero sólo tenemos un señor Vincent para cuidarnos y no puedo permitir que se muera por nosotros.

Y salió de la choza. Una vez solo, Vincent desarmó la cama y cargándola sobre sus hombros la llevó a lo de Decrucq, y colocó en ella al niño enfermo. Más tarde, pasó por lo de Denis para pedirles si tendrían un poco de paja que le sirviera de lecho. Cuando la señora de Denis supo lo que había hecho se quedó atónita.

—Señor Vincent —exclamó—, su cuarto está aún desocupado. Venga a vivir con nosotros

—Usted es muy buena, señora, pero no puedo —Si es por el dinero no se preocupe —dijo la buena mujer—. Mi marido y yo nos ganamos bien la vida. Venga a vivir aquí como si fuese hermano nuestro. ¿Acaso no nos repite usted sin cesar que todos los hijos de Dios son hermanos?

Vincent estaba helado y hambriento Hacía varías semanas que se sentía afiebrado y débil por falta de alimento y de sueño. El lecho que le ofrecían era mullido y tibio y la señora de Denis le daría de comer haciendo desaparecer aquella horrible sensación de la boca de su estómago, además lo cuidaría, y desaparecería aquella fiebre persistente y aquel frío intenso que lo calaba hasta los huesos. Se estremeció y casi cayó sobre las rojas baldosas de la panadería. Pero se contuvo a tiempo. Esta era la última prueba de Dios. Si fallaba ahora, todo el trabajo que había hecho hasta entonces resultaría inútil. Ahora que todo el pueblo soportaba los más duros padecimientos y privaciones, ¿podría él ser tan débil y cobarde como para aceptar la primera comodidad que se le ofrecía?

—Dios es testigo de su bondad, señora —dijo—. El la recompensará. Pero usted no debe tratar de alejarme del camino de mi deber. Si no me consigue un poco de paja, tendré que dormir en el suelo. Pero no me traiga otra cosa, pues no podría aceptarlo.

Colocó la paja en un rincón de su choza, sobre el suelo húmedo y se cubrió con la manta. No pudo dormir en toda la noche y a la mañana siguiente amaneció tosiendo, y sus ojos parecían aún más ardientes y hundidos que el día anterior. La fiebre había aumentado y casi no tenía conciencia de sus movimientos. No poseía un solo pedacito de terril, pues no quería privar de el a los mineros. Consiguió comer algunos bocados de pan duro y salió para comenzar su trabajo diario.

EL EGIPTO NEGRO.

Pasó el mes de marzo, y en abril el tiempo mejoré algo. Desaparecieron los vientos y el sol calentó un poco más. La fiebre decreció poco a poco y las mujeres pudieron volver a las pirámides negras en busca de terril
.
Empezaron a arder agradables fuegos en las chozas y los niños ya podían quedarse levantados durante el día. Vincent reabrió su salón y todo el pueblo acudió a su primer sermón. Una ligera sonrisa se reflejaba en el semblante melancólico de los mineros. Decrucq que se ocupaba de la estufa del salón hablaba alegremente al calor del fuego.

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