La hija del reverendo acudió al llamado, pero a la vista del joven huyó despavorida. Apareció entonces el Reverendo Pietersen, y después de mirar un momento a Vincent sin reconocerlo, se dibujó en su semblante una afectuosa sonrisa:
—¡Vincent, hijo mío! —exclamó—. Cuánto me alegro de volverlo a ver. Adelante, adelante.
Condujo al joven hacia su estudio y lo hizo sentar en un cómodo sillón. Ahora que había llegado a su destino, Vincent sintió que toda su energía lo abandonaba y que los ochenta kilómetros que había caminado en esos dos días alimentándose sólo con un poco de pan y queso, lo habían agotado.
—Un amigo mío tiene un cuarto desocupado a poca distancia de aquí — dijo el reverendo afectuosamente—. ¿No quisiera usted descansar un poco después de su viaje?
—Sí. No me había dado cuenta de que estaba tan cansado.
Pietersen tomó su sombrero y acompañó al joven, sin preocuparse de las miradas extrañadas de sus vecinos.
—Probablemente usted querrá descansar esta noche —dijo—, pero ¿quiere aceptar almorzar con nosotros mañana a las doce? Tenemos muchos que hablar.
Vincent se lavó lo mejor que pudo, y aunque sólo eran las seis de la tarde se acostó, teniéndose con ambas manos su pobre estómago vacío. No abrió los ojos hasta las diez de la mañana siguiente, y eso debido a que el hambre lo atenazaba implacablemente. El dueño de la pieza le prestó una navaja de afeitar, un peine y un cepillo para la ropa, y el joven trató de hacer su figura más o menos presentable. Lo peor eran los zapatos, que no tenían arreglo.
Durante el almuerzo, el reverendo Pietersen charlaba amablemente de las novedades de la ciudad, mientras Vincent, sin falsa vergüenza, devoraba todo lo que le presentaban. Después de comer, ambos se dirigieron al estudio.
—¡Oh! —exclamó Vincent—, usted ha estado trabajando mucho. Todos esos estudios son nuevos.
—Sí —repuso Pietersen—. Comienzo a encontrar más placer en la pintura que en la prédica.
—¿Y su conciencia no le atormenta por substraer tanto tiempo de su trabajo real? — inquirió Vincent sonriendo.
Pietersen dejó oír una carcajada.
—¿Conoce usted la anécdota de Rubens? estaba al servicio de Holanda como embajador en España, y acostumbraba pasar sus tardes en el jardín real frente a su caballete. Un día, un cortesano español, pasando a su lado, observó: Veo que el diplomático se divierte a veces con la pintura, a lo que Rubens replicó:¡No señor; es el pintor que se divierte a veces con la diplomacia!".
Ambos se pusieron a reír, y Vincent abrió su paquete diciendo:
—Estuve dibujando algo estos tiempos y traje tres de mis bosquejos para que usted los viera. ¿Quisiera usted decirme lo que piensa de ellos?
Pietersen sabía cuán ingrato resultaba criticar la obra de un principiante. No obstante, colocó los tres estudios sobre el caballete y los observó durante largo rato. Vincent, a su lado, pareció notar por vez primera cuán deficientes eran sus dibujos.
—Mi primera impresión, —dijo el reverendo después de un tiempo— es que usted debe estar trabajando muy cerca de sus modelos. ¿No es así?
—En efecto. La mayoría de mi trabajo lo hago en las chozas de los mineros y éstas son muy pequeñas.
—Comprendo. Eso explica su falta de perspectiva. ¿No podría encontrar un lugar donde pudiera estar más alejado del modelo? Estoy seguro que mejoraría mucho.
—Hay algunas chozas más grandes. Podría alquilar una durante algún tiempo e instalar una especie de estudio.
—Es una idea excelente.
Permaneció silencioso de nuevo y luego, haciendo un esfuerzo preguntó:
—¿Estudió usted dibujo? ¿Toma usted medidas?
Vincent se sonrojó. —No sé nada de todo eso —dijo—. Nunca he tomado una sola lección. Creía que no había más que dibujar.
—No —repuso Pietersen meneando la cabeza—. Hay que aprender la técnica elemental primero, y luego el dibujo viene paulatinamente. Fíjese, le indicaré qué es lo que está mal en este dibujo de mujer.
Tomó la regla, encuadró la cabeza y el cuerpo de la figura, y enseñó al joven la falta de proporción que existía entre uno y otra. Durante una hora estuvo explicándole la técnica elemental, mientras volvía a reproducir la figura sobre otro papel.
—Bien —dijo por fin— ahora hemos dibujado esa mujer correctamente. Ambos observaron detenidamente el dibujo. En efecto, la figura estaba dibujada con toda corrección, pero ya no era más una mujer del Borinage recogiendo carbón, frente a su cocina, sino una mujer cualquiera encorvada. Sin decir una palabra Vincent colocó al lado del dibujo reconstruido, el suyo propio.
—Hum... —dijo el reverendo Pictersen—. Sí... le he dado proporción a mi figura, pero le he quitado carácter...
Largo rato estuvieron ambos observando el dibujo, hasta que casi involuntariamente Pietersen dijo:
— Esa figura suya no está mal, Vincent, no está nada mal. El dibujo es pésimo, los valores equivocados... en cuanto al rostro, no tiene ninguno. Pero ese bosquejo tiene algo, algo que usted ha sabido captar. ¿Qué es Vincent?
—No sé... Yo sólo la dibujé tal como la vi.
Pietersen tomó el dibujo hecho por él, y arrugándolo lo arrojó al canasto de papeles, y luego siguió mirando al de Vincent.
—Admito que su dibujo me gusta. Y sin embargo en el primer momento lo encontré horrible. Es algo que no comprendo, a pesar de que el dibujo está mal, de que las proporciones no son exactas, esa figura dice algo, casi podría jurar que he visto antes a esa mujer.
—Tal vez la haya visto en el Borinage —repuso Vincent con sencillez.
Pietersen lo miró vivamente para cerciorarse si se chanceaba y luego le dijo:
—Creo que usted tiene razón. Esa mujer no es nadie en particular, es simplemente una mujer del Borinage. Ese algo que usted ha sabido captar, es el espíritu de la mujer del minero, y eso, Vincent, es mil veces más importante que el dibujo correcto. Sí, su bosquejo me gusta.
Vincent lo escuchaba turbado. Pietersen era un artista experimentado, un profesional y sus palabras tenían gran valor.
—¿Me la podría dar, Vincent? Me agradaría tenerla, colgarla aquí en mi estudio.
APARECE THEO
Cuando Vincent decidió regresar a Petit Wasmes, el reverendo Pietersen le dio un par de zapatos suyos, y le pagó el boleto de regreso al Borinage. Vincent lo aceptó con toda sencillez, como muestra de amistad, y convencido de que la diferencia entre dar y recibir es puramente temporal.
En el tren empezó a pensar en el recibimiento que le había dispensado el Reverendo y por primera vez se percató de que ni una sola vez se había referido a su fracaso como evangelista, tratándolo como a un compañero artista. Y su dibujo le había agradado suficientemente como para desear poseerlo.
—Si a él le agrada mi trabajo, a otra gente también le agradará —se dijo Vincent.
Cuando llegó a lo de Denis encontró que habían llegado «Les Travaux des Champs» que había pedido a su hermano, aunque sin ninguna carta que los acompañara. Su entrevista con Pietersen le había hecho bien, y se enfrascó con entusiasmo en los dibujos de Millet. Acompañaban los dibujos varias hojas de buen papel blanco que Theo le había mandado y en pocos días Vincent terminó de copiar las diez páginas del primer volumen de las obras de Millet. Sentía que necesitaba trabajar el desnudo y como estaba seguro de que nadie en el Borinage posaría para él en esa forma, escribió a su viejo amigo Tersteeg, el gerente de las Galerías Goupil de La Haya, pidiéndole que le prestara los "Exercises au Fusain» de Bargue.
Recordando los consejos de Pietersen, alquiló una choza en la calle principal de Wasmes, por nueve francos mensuales. Esta vez buscó la mejor choza que pudo encontrar y no la peor. Tenía un tosco piso de madera, dos grandes ventanas por las cuales entraba buena luz, una cama, una mesa, una silla y una cocina estufa. Era suficientemente amplia para que Vincent colocara su modelo en un extremo y él se instalara en el otro teniendo una buena perspectiva. Como Vincent había sido tan bondadoso con los mineros y los había ayudado tanto, nadie se negó a venir a posar para él en la choza. Los domingos, grupos de mineros iban a visitarlo y les divertía que el joven hiciera rápidos croquis de ellos.
Los «Exercises au Fusain» llegaron de La Haya, y Vincent, trabajando desde la mañana hasta la noche, copió los sesenta estudios en dos semanas. Tersteeg también le había enviado el "Curso de Dibujo» de Bargue que lo llenó de alegría.
Ya no se acordaba de sus cinco fracasos anteriores. Ni siquiera cuando servía a Dios había sentido tal éxtasis, tanta satisfacción como la que le procuraba su arte creador. A veces pasaba días y días sin un céntimo, y solo comía el pan que le fiaba la señora de Denis, pero nunca se quejaba. ¿Qué importaba el hambre de su estómago cuando su espíritu estaba tan bien alimentado?
Durante una semana fue todas las mañanas a las dos y media a dibujar a los mineros y a sus mujeres que entraban a la mina. En segundo plano veíanse las construcciones de la Compañía, y las pirámides de terril que se destacaban contra el cielo. Hizo una copia de aquel estudio y se lo envió a Theo en una carta.
Así transcurrieron dos meses; dibujaba desde el amanecer hasta que oscurecía y luego copiaba su trabajo a la luz de la lámpara. Nuevamente le invadió el deseo de ver y hablar con algún artista y cerciorarse si había hecho algún progreso. Pero esta vez quería la opinión de un maestro, alguien que pudiera protegerlo, enseñarle lentamente los rudimentos de su arte. En cambio de tal favor, se sentía dispuesto a hacer cualquier trabajo para ese hombre, hasta los más humildes y serviles.
Sabía que Jules Breton, cuyo trabajo había admirado siempre, vivía en Courrieres, a ciento setenta kilómetros de distancia, y decidió ir a verlo. Mientras tuvo dinero, viajó en tren, pero luego se vio obligado a seguir a pie. Caminó cinco días seguidos, durmiendo en las parvas de heno y comiendo el pan que le daban en cambio de uno o dos dibujos. Cuando llegó a Courrieres y vio el hermoso estudio que Breton acababa de hacerse construir, su valor lo abandonó. Durante dos días anduvo por la ciudad de un lado a otro sin atreverse a entrar en aquel edificio de apariencia inhospitalaria. Cansado, hambriento, sin un céntimo en el bolsillo y con los zapatos del reverendo que comenzaban a agujerearse peligrosamente, emprendió el regreso de los ciento setenta kilómetros que lo separaban de Borinage.
Llegó a su choza enfermo y desalentado, y no encontró ni carta ni dinero que lo esperara. Se acostó, y las mujeres de los mineros vinieron a cuidarlo y a traerle la poca comida que podían.
Durante su viaje había perdido muchos kilos de peso; sus mejillas estaban hundidas y sus ojos brillaban otra vez por la fiebre A pesar de estar tan enfermo, su cerebro conservaba la lucidez y comprendía que había llegado a un punto en que era necesario tomar una decisión.
¿Qué haría con su vida? ¿Sería maestro de escuela, vendedor, comerciante? ¿Dónde viviría? ¿En Etten con sus padres, en París con Theo o en Amsterdam con su tíos?
Un día, cuando ya se sentía con un poco más de fuerza, estaba sentado al borde de su cama copiando «El Horno en las Landes», de Théodore Rousseau, y preguntándose cuánto tiempo le sería permitido divertirse con sus dibujos, cuando de pronto se abrió la puerta y entró alguien.
Era su hermano Theo.
EL MOLINO VIEJO DE RYSWYK
El transcurso de los años habían mejorado a Theo. A pesar de tener solo veintitrés años, ya era un floreciente comerciante en obras de arte en París, respetado por sus colegas y su familia. Se vestía con elegancia y sus modales y conversación eran agradables. Llevaba un buen gabán de paño negro, cruzado sobre el pecho y con solapas de raso; alto cuello duro y una enorme corbata blanca.
Tenía la frente prominente de los Van Gogh; su cabello era castaño oscuro y sus facciones delicadas, casi femeninas. Tenía una expresión suave y bondadosa en la mirada.
Theo se apoyó contra la puerta y permaneció horrorizado mirando a su hermano. Hacía pocas horas que había dejado París, donde poseía un departamento precioso, amueblado al estilo Luis Felipe, con alfombras, cortinados suaves y lámparas, y todo el confort moderno. Vincent, barbudo y sin peinar estaba recostado sobre un colchón sucio, sin sábana y cubierto apenas con una vieja manta. Las paredes y el piso eran de madera tosca, y los únicos muebles lo constituían una mesa y una silla.
—Hola, Theo —dijo Vincent.
El joven se acercó vivamente a la cama.
—Vincent, en nombre del Cielo, ¿qué sucede? ¿Qué has hecho?
—Nada. Estuve enfermo, pero ahora estoy bien.
—Pero este antro... Con seguridad esta no es tu casa, no vives aquí.
—Sí. ¿Qué tiene? Es también mi estudio.
—¡Oh Vincent! —exclamó emocionado el joven acariciando el pelo enmarañado de su hermano.
—Cuánto bien me hace verte aquí, Theo.
—Vincent, por favor, ¿qué te has Hecho? ¿Por qué te enfermaste?
El joven le contó su viaje a Courrieres.
—Te has agotado... ¿Has comido bien desde tu regreso? ¿Te has cuidado?
—Las mujeres de los mineros me cuidan.
—Sí, pero ¿comes bien? ¿Dónde están tus provisiones? —inquirió mirando a su alrededor.
—Las mujeres me traen lo que pueden... Un poco de pan, de café, y a veces queso o conejo.
—¡Pero querido! ¡No puedes reponerte comiendo sólo pan y café ¿Por qué no compras huevos, verdura y carne?
—Todo eso cuesta dinero, Theo.
El joven se sentó al borde del lecho.
—Vincent, hermano mío,! perdóname por el amor de Dios! ¡No sabía! ¡No comprendí!
—No te aflijas. Has hecho lo que has podido. Dentro de pocos días estaré bien de nuevo.
Theo se pasó la mano por la frente, como queriendo disipar una nube que le impedía comprender con claridad.
—No, no comprendí —volvió a repetir—. Creí que tú... ¡No comprendí!
—Vamos, no te preocupes —repuso su hermano—. ¿Cómo andan tus cosas en París? ¿Estuviste en Etten?
Theo pareció despertar. —¿Dónde están los negocios en este maldito pueblo? — preguntó—. ¿Dónde puedo comprar algo?
—Tendrás que ir a Wasmes —repuso Vincent— pero siéntate, acerca esa silla, quiero hablarte. ¿No sabes que hace casi dos años que no nos vemos?
—Ante todo te traeré de comer lo mejor que encuentre. Has estado muriéndote de hambre. Eso es lo que te pasa, Vincent. Y luego te daré un remedio para esa fiebre y dormirás sobre una almohada blanda. ¡Qué suerte que he venido hasta aquí! Ah, si hubiera tenido la menor idea... ¡No te muevas hasta que regrese!