—Esas señoras no poseen carácter, mamá.
—No digas disparates. Todas son buenísimas, tienen un carácter magnífico y nadie puede decir nada contra ellas. —No, ya sé. Lo que quiero decir es que sus vidas están cortadas por el mismo molde, y que todas se parecen.
—Pues te aseguro que yo las distingo perfectamente.
—Sí, pero sus vidas transcurren tan cómodamente que no tienen nada interesante reflejado en su semblante.
—No sé lo que quieres decir. Dibujas todo campesino que encuentras en el campo. ¿Qué provecho te reportará eso? Son pobres y no podrán comprarte nada. En cambio las señoras de la ciudad te pagarían por sus retratos.
Vincent la rodeó afectuosamente con los brazos. Esos ojos azules tan límpidos, tan profundos y tan cariñosos, ¿por que no comprendían?
—Querida —díjole con tranquilidad—. Te ruego tengas un poco de fe en mí. Sé cómo debo trabajar, y si me das tiempo, triunfaré. Si continúo dibujando esas cosas que te parecen inútiles a ti, más adelante lograré vender mis dibujos y ganarme la vida.
Ana Cornelia deseaba comprender con tanta ansia como Vincent deseaba ser comprendido. Besó la mejilla barbuda de su hijo y su pensamiento se dirigió hacia aquel día lejano en la rectoría de Zundert en que había dado a luz a Vincent. Recordó la angustia terrible que la embargaba en aquellos momentos, pues su primer hijo había nacido muerto, y la alegría que la había invadido en medio de sus dolores, al oír el llanto del recién nacido.
—Eres un buen muchacho, Vincent —dijo—, pórtate como quieras; yo sólo quería ayudarte.
En lugar de ir a trabajar en el campo, ese día el joven pidió a Piet Kaufman, el jardinero, que posara para él después de discutir un rato, lo persuadió,
—Bien, después de comer lo esperaré en el jardín —dijo el buen hombre.
Cuando Vincent llegó al jardín a la hora indicada, encontró a Piet cuidadosamente vestido con su traje del domingo, con la cara y las manos bien limpias y sentado con tiesura sobre un banco.
A pesar de sí mismo, el joven largó una carcajada.
—Pero, Piet —exclamó— y ¡no puedo dibujarte con ese traje!
El hombre lo miró asombrado y luego observó su traje.
—¿Qué tiene? —preguntó—. Es nuevito, sólo lo usé unos pocos domingos.
—Es precisamente por eso —explicó Vincent—. Quiero dibujarte en tus ropas de trabajo, ocupado en rastrillar o carpir.
—Mi ropa de trabajo está sucia y remendada, si usted quiere dibujarme tendrá que hacerlo así.
Vincent regresó a los campos y dibujó a los labradores trabajando con la azada, inclinados hacia la tierra. Cuando pasó el verano comprendió que por el momento al menos, había agotado todas las posibilidades de su propia instrucción. De nuevo le acometió el deseo intenso de tratar a algún artista y seguir trabajando en un buen estudio. Sentía imperiosa necesidad de asistir al trabajo de verdaderos artistas, pues así lograría conocer sus fallas y perfeccionarse.
Theo le escribió invitándolo a trasladarse a París, pero a Vincent le pareció que aún no estaba maduro para la gran aventura. Su. trabajo era todavía demasiado tosco, demasiado superficial y se notaba claramente al principiante. Pensó en La Haya para proseguir el aprendizaje de su arte; primeramente quedaba a pocas horas de distancia, luego allí estaba su amigo Mijnheer Tersteeg, gerente de la casa Goupil, y su primo Antón Mauve que podrían ayudarlo. Escribió a Theo pidiéndole consejo, y su hermano le contestó enviándole el importe del viaje de ferrocarril.
Antes de trasladarse definitivamente a La Haya, Vincent quiso cerciorarse si Tersteeg y Mauve lo recibirían amistosamente y si estarían dispuestos a ayudarlo, pues de lo contrario, tendría que ir a otro lado. Envolvió todos sus dibujos cuidadosamente, puso una muda de ropa en su valija, y partió para la capital de su país, meta de todos los jóvenes artistas provincianos de Holanda.
MIJNHEER TERSTEEG
Mijnheer Hermn Gijsbert Tersteeg era el fundador de la escuela de pintura de La Haya y el mis importante comerciante en objetos de arte de Holanda, De todo el país acudían a pedirle consejo los que querían comprar pinturas, y si Mijnheer Tersteeg decía que una tela era buena, su opinión no se discutía.
Cuando MijnheerTersteeg reemplazó al Tío Vincent Van Gogh como gerente de las Galerías Goupil, los jóvenes artistas holandeses se hallaban diseminados por todo el país. Anton Mauve y Josef vivían en Amsterdam, Jacob y Willem Maris estaban en provincia, y Josef Israels, Johannes Bosboom y Blommers no tenían residencia fija. Tersteeg les escribió a cada uno de ellos diciéndoles:
¿Por qué no nos reunimos en La Haya a todas nuestras fuerzas y convirtamos a la ciudad en la capital del arte holandés? Podemos ayudarnos los unos a los otros y enseñarnos mutuamente las cosas, y concertando nuestros esfuerzos lograremos hacer lucir la pintura flamenca con tanto brillo como tuvo en la época de Fnns Hais y Rembrandt".
Los pirkres fueron lerdos en contestar, pero, a medida que pasaron los años, todo joven artista que Tersteeg consideraba de valor, se instalaba en La Haya. Aunque no hubiese ninguna demanda de sus telas, Tersteeg presentía el valor de los jóvenes artistas y compró cuadros de Israels, Mauve y Jacob Maris, seis años antes de que el público se interesara por ellos.
Año tras año compraba pacientemente el trabajo de Bosboom, Maris y Neuhuys, colgándolos en las salas de su negocio. Comprendía que estos jóvenes necesitaban ayuda mientras luchaban para conseguir su perfección, y si el público holandés era tan ciego para no reconocer a sus genios, él, el crítico y comerciante, debía velar porque esos muchachos no se dejaría vencer por el desaliento. Compraba sus telas, criticaba su trabajo, los ponía
,
en competencia entre sí y los estimulaba durante los primeros momentos difíciles. Día tras día luchaba para educar al público holandés, para abrirle los ojos a la belleza y expresión de sus compatriotas.
Cuando Vincent; fue a visitarlo a La Haya, ya habían triunfado, Mauve, Neuhuys, Israels, Jacob y Willeam Maris, Bosboom y Blommers no sólo vendían todo lo que pintaban a altos precios, sino que se hallaban en camino de convertirse en clásicos.
Mijnheer Tersteeg era un hermoso ejemplar de la raza holandesa; tenía rasgos fuertes y prominentes, frente alta, cabello castaño echado para atrás, hermosa barba y ojos claros y cristalinos. Vestía levita negra cruzada, pantalones a rayas, cuello alto y corbata negra anudada.
Tersteeg siempre había sido amable con Vincent, y cuando este último fue transferido a La Haya a la sucursal de Londres de la casa Goupil, le había entregado una calurosa recomendación para el gerente inglés. También habíale enviado al Borinage los «Exercises au Fusain» y el "Curso de Dibujo de Bargue», pues sabía que le serían de utilidad.. Mientras las Galerías Goupil de La Haya pertenecieron al Tío Vincent Van Gogh, Vincent tuvo todas las razones del mundo para creer que Tersteeg simpatizaba con él por sí mismo.
La casa Goupil estaba en el número 20 de Plaats, en el barrio más aristocrático de La Haya, a pocos pasos del Castillo de S'Graven Haghe, con su patio medioeval y su hermoso lago, y no lejos del Mauritshuis donde se hallaban colgadas las obras de Rubens, Hais, Rembrandt y demás maestros flamencos.
Desde la estación Vincent se dirigió directamente al Plaats. Hacía ocho años que había estado en lo de Goupil por última vez. ¡Cuánto había sufrido desde entonces!
Ocho años antes, todos eran amables, y habían estado orgullosos de él. Era el sobrino favorito del Tío Vincent, y todos sabían que no solamente sería el sucesor de su tío sino su heredero también. Hoy, hubiera debido ser un hombre poderoso y rico, respetado y admirado por todo el mundo, y algún día hubiera debido llegar a ser el dueño de la más importante serie de galerías de arte en Europa.
¿Qué le había sucedido?
No se detuvo a contestar esa pregunta; cruzó la Plaats y entró en la Casa Goupil & Cía. No recordaba cuán lujosamente decorado estaba el negocio, y de pronto se sintió cohibido allí adentro con su tosco traje de terciopelo de trabajador. En la planta baja había un enorme salón con colgaduras beige, y subiendo algunos escalones se encontraba otro salón, más pequeño, con cielorraso de vidrio, y algo más arriba aún otro saloncito íntimo de exhibición para los iniciados. Una ancha escalera conducía al segundo piso donde Tersteeg tenía su oficina y sus habitaciones particulares. Las paredes de la escalera estaban cuajadas de cuadros. Por todas partes se advertía opulencia y cultura. Los empleados bien vestidos y cultos, se deshacían en atenciones con los clientes. Las pinturas, con sus marcos valiosos, se destacaban contra las lujosas colgaduras. Gruesas alfombras tapizaban el suelo, y las butacas diseminadas por el salón eran todas piezas de valor. Vincent pensó en sus dibujos, en sus mineros sucios, en sus mujeres recogiendo terril
,
y en sus campesinos del Brabante. ¿Se venderían sus obras algún día en ese magnífico palacio del arte?
No le parecía muy probable.
Se quedó en admiración ante una cabeza de carnero pintada por Mauve, y los empleados, viéndolo tan mal vestido ni se molestaron en preguntarle si deseaba algo. Tersteeg que se hallaba en el saloncito dirigiendo el arreglo para una exposición, bajó los pocos escalones que lo separaban del gran salón y se detuvo mirando a su ex empleado sin que éste lo advirtiera. La rusticidad de Vincent se destacaba cruelmente en medio de la elegancia del negocio.
Y bien, Vincent —dijo por fin Tersteeg acercándose—. Pareces admirar nuestras telas.
El joven se volvió vivamente:
—Son magníficas... ¿Cómo está usted, Mijnheer Tersteeg? Le traigo los saludos de mis padres.
Ambos se estrecharon las manos.
—Parece estar usted muy bien, Mijnheer. Aún mejor que la última vez que lo vi.
—Sí, sí, la vida no me trata mal, Vincent, y no me deja envejecer, ¿Quieres venir a mi oficina?
El joven lo siguió por la ancha escalera, tropezando a cada instante, pues no podía quitar los ojos de las obras de arte colgadas en la pared. Era la primera vez que veía buena pintura desde aquellas breves horas pasadas en Bruselas con Theo.
Tersteeg abrió puerta tras de si; y lo hizo pasar.
—Siéntate, Vincent. el joven que había estado mirando embobado un cuadro de Weissenbruch, tomó asiento pesadamente sobre un sillón y depositó su paquete en el suelo; luego, volviéndola a tomar, se acercó torpemente al lujoso escritorio ante el cual se hallaba sentado Tersteeg.
—Le traigo los libros que usted tuvo la bondad de prestarme, Mijnbeer Tersteeg.
Abrió su paquete, puso a un lado una camisa y un par de medias y tomó el volumen de los «Exercices au Fusain».
—He trabajado mucho con estos dibujos y usted me ha hecho un gran servicio prestándomelos.
—Enséñame tus trabajos —dijo Tersteeg.
Vincent empezó a buscar entre la pila de dibujos que traía y extrajo la primera serie de copias hechas en el Bonnage. Tersteeg las estudió en profundo silencio, y luego Vincent le enseñó las copias que había hecho al llegar a Etten. El crítico sólo emitió un gruñido sordo pero nada más, entonces el joven se apresuró en mostrarle la tercera serie de copias que había terminado poco antes de salir de su casa. Tersteeg pareció interesarse.
—La línea es mejor —dijo sin vacilar—. Y el sombreado me agrada. Casi está bien.
Vincent lo miraba ansioso mientras seguía estudiando los dibujos.
—Sí, Vincent —dijo Tersteeg—. Has progresado algo. No mucho, pero algo. Cuando vi tus primeros dibujos temí que... Pero tu trabajo demuestra que has estado luchando.
—¿Luchando? —repitió el joven—. ¿Le parece que no hay ningún arte en él?
En cuanto terminó de pronunciar la frase se lamentó. No hubiera debido hacer semejante pregunta.
—¿No te parece que aún es demasiado temprano para hablar de arte, Vincent?
—Sí, sí. Le traje también algunos croquis originales. ¿Desea verlos?
Vincent le presentó algunos de sus dibujos de mineros y campesinos. Tersteeg guardó profundo silencio. Un silencio que era famoso en toda Holanda y que presagiaba malas noticias. Tersteeg miró todos los dibujos sin emitir el más leve gruñido. Vincent se sentía desfallecer. Después de un momento el crítico dejó los dibujos sobre la mesa y dirigió su mirada hacia la ventana.
Vincent sabía por experiencia que si él no hablaba primero ese silencio sería eterno.
—¿Usted no nota ningún adelanto en mis dibujos? ¿No cree que los del Brabante son mejores que los del Borinagc?
—Son mejores —contestó Tersteeg mirándolo— pero no son buenos. Hay algo fundamentalmente malo en ellos, pero no puedo decir lo que es. Creo que deberías continuar copiando y dejar el trabajo del natural para más adelante. Debes conseguir más dominio de las bases del dibujo antes de trabajar del natural.
—Quisiera permanecer en La Haya para estudiar. ¿Le parece acertado?
Tersteeg no deseaba asumir responsabilidades con Vincent, pues su situación le parecía extraña.
—La Haya es un lugar agradable —dijo—. Tenemos buenas exposiciones y un núcleo de pintores jóvenes. Pero no puedo asegurarte que para estudiar sea mejor que Amberes, París o Bruselas.
Cuando Vincent partió no estaba del todo desalentado. Tersteeg había notado algún progreso en su trabajo, y su opinión era la más calificada de toda Holanda. Sabía que sus dibujos del natural no eran buenos, pero esperaba vencer todas las dificultades a fuerza de perseverancia en el ti abajo.
ANTON MAUVE
La Haya es posiblemente la ciudad más limpia de toda Europa es sencilla, austera y hermosa. Las calles inmaculadas, están bordeadas de magníficos árboles; las casas construidas de ladrillos rojos, tienen en el frente bien cuidados jardincitos adornados con rosales y geranios.
Muchos años antes, La Haya había adoptado como emblema oficial a la cigüeña, y desde entonces por todos lados se veía allí prosperar a la simpática avecilla.
Vincent esperó al día siguiente para visitar a Mauve que vivía en Uileboomen 198. La suegra de Mauve era hermana de Ana Cornelia, y por lo tanto el pintor recibió afectuosamente al joven pariente suyo.
Mauve era un hombre fuerte de anchas espaldas y pecho robusto. Su cabeza, al igual que la de Tersteeg y la mayoría de la familia Van Gogh, era grande y de rasgos característicos. Tenía ojos luminosos, algo sentimentales, nariz gruesa y recta, frente ancha, y barba grisácea que ocultaba el óvalo perfecto de su rostro.