—Sí, ese mismo, pero ahora habita en La Haya.
—Sí. Era amigo de Vos, y vino varias veces a casa.
Vincent se detuvo de pronto.
¡Vos! ¡Vos! Siempre Vos! ¿Por qué? Hacía más de un año que estaba muerto. Era tiempo que lo olvidara. Ese hombre pertenecía al pasado, como Ursula. ¿Por qué hablaba siempre de Vos? Aún en Amsterdam, Vincent nunca había simpatizado con el marido de Kay.
El otoño se acercaba a grandes pasos, y en el bosque, la alfombra de agujas de pino se hacía cada vez más espesa. Diariamente Kay y Jan acompañaban a Vincent mientras trabajaba en el campo. Aquellos paseos mejoraban a la joven que regresaba de ellos con las mejillas sonrosadas. Llevaba su canasta de costura, y bordaba mientras él dibujaba. Poco a poco salió de su retraimiento, hablando más libremente, de su niñez, de sus lecturas y de las personas interesantes que había conocido en Amsterdam.
La familia Van Gogh los observaba con aprobación. La compañía de Vincent parecía devolver paulatinamente a Kay el interés en la vida, y por otra parte, su presencia convertía a Vincent en un ser mucho más amable. Ana Cornelia y Theodorus agradecían al cielo esas relaciones que trataban de fomentar en lo posible.
Vincent amaba todo en Kay; su grácil figura enfundada en el austero traje negro; el perfume natural de su cuerpo que lo embriagaba cuando se acercaba a él; el gracioso mohín de sus labios; la mirada honrada y profunda de sus ojos azules; el sonido grave y armónico de su voz que lo perseguía cantándole en los oídos hasta después de dormido; la frescura de su cutis en el cual ardía de deseos de hundir sus labios hambrientos.
Sabía ahora que desde hacía muchos años había vivido parcialmente, sin afecto, sin amor. Únicamente se sentía feliz cuando Kay se hallaba a su lado; su presencia lo convertía en otro hombre. Cuando lo acompañaba al campo, trabajaba más y mejor, y cuando ella no estaba, se sentía incapaz de trazar una línea. Durante las veladas, se instalaba frente a ella ante la mesa familiar, y a pesar de que se entretenía en copiar su trabajo del día, el rostro delicado de la joven estaba siempre entre su mirada y el papel Si elevaba los ojos, ella le sonreía suavemente y con melancolía, y el joven tenía que hacer un verdadero esfuerzo para no levantarse y estrecharla en sus brazos, delante de todos, hundiendo sus labios ardientes en la frescura de su boca deliciosa.
No solamente amaba su belleza sino todo en ella; su tranquilo modo de caminar, su actitud digna y serena y la distinción de sus más leves gestos.
Vincent nunca había sospechado siquiera la soledad en que había estado durante los siete largos años en que había perdido a Ursula. En toda su vida no había escuchado una palabra afectuosa de mujer ni recibido una mirada de cariño. Ninguna mujer lo había amado. Eso no era vida, sino muerte. En su adolescencia, cuando había amado a Ursula, sólo había deseado dar. Pero ahora, en este amor maduro, no solamente quería dar, sino también recibir. La vida le sería inaguantable si su cariño irrefrenable no encontraba eco en Kay.
Una noche que leía un libro de Michelet, le llamó la atención la siguiente frase:
«II faut qu'une femme soufle sur toi pour que tu sois homme»
[Es necesario que una mujer sople sobre ti para que seas hombre].
Michelet tenía razón. Hasta ese momento no había sido hombre. A pesar de sus veintiocho años, aún no había nacido. La fragancia de la belleza de Kay y su amor habían soplado sobre él convirtiéndolo por fin en hombre.
Y como hombre, deseaba a Kay. La deseaba con pasión y desesperadamente. Quería a Jan también, pues el niño era parte de la mujer que amaba. Pero odiaba a Vos, lo odiaba con todas sus fuerzas, pues nada de lo que hiciera lograba alejar a ese hombre muerto del pensamiento de Kay. No lamentaba que la joven hubiese estado casada antes, como tampoco lamentaba los sufrimientos que su amor por Ursula le había producido. El y Kay conocían el dolor y por lo tanto su amor sería más puro.
Su cariño era tan intenso y tan ardiente que esperaba, con el presente, hacer olvidar a Kay el pasado. Pronto iría a La Haya a estudiar bajo la dirección de Mauve. Llevaría a Kay allí, e instalarían su hogar. Quería que Kay fuese su esposa, para tenerla siempre a su lado; quería un hogar e hijos, en cuyas facciones vería reproducidas las suyas propias. Ahora era hombre, y había llegado el momento de terminar con los vagabundeos. Necesitaba del amor en su vida, para suavizar y perfeccionar su trabajo. Nunca había sospechado de cómo el amor podía despertar a un ser, pues si lo hubiera sabido, hubiera amado apasionadamente la primera mujer que le hubiera salido al paso. El amor era la sal de la vida, y era necesario para gustar del sabor del mundo.
Estaba contento ahora de que Ursula no lo hubiera amado. ¡Cuán superficial había sido aquel amor, y cuán profundo era el que sentía ahora! Si se hubiera casado con Ursula nunca habría conocido el significado del verdadero amor. ¡Nunca hubiera podido querer a Kay! Por primera vez pensó que Ursula había sido una criatura superficial y hueca. Una hora con Kay valía una vida con Ursula. Su camino había sido arduo, pero lo había llevado hacia Kay y estaba justificado. En el futuro la vida sería buena; trabajaría, amaría y vendería sus dibujos. Serían felices juntos para siempre.
A pesar de su naturaleza impulsiva y su estado mental apasionado, logró controlarse. Cuando se encontraba en el campo solo con Kay, mil veces hubiera deseado exclamar: ¡Dejémonos de fingimientos: te quiero estrechar en mis brazos, y besar tus labios mil y una vez! Quiero que seas mi mujer y que permanezcas siempre a mi lado. Nos pertenecemos el uno al otro, y en nuestra soledad nos necesitamos mutuamente!
Por milagro incomprensible, conseguía retenerse. No era posible que le hablase de pronto de amor pues hubiera sido demasiado brusco. Kay nunca le daba la menor oportunidad, evitando siempre los temas del amor y del matrimonio. ¿Cuándo hablaría? Debía hacerlo pronto, pues se acercaba el invierno y debía partir en breve para La Haya.
Finalmente, un día no pudo resistir más. Habían tomado el camino que conducía a Breda. Vincent había pasado toda la mañana dibujando. Almorzaron cerca de un arroyuelo a la sombra de unos álamos. Jan dormía sobre el pasto y Kay sentada cerca de la canasta, miraba los dibujos que Vincent, arrodillado a su lado, le enseñaba. El joven hablaba rápidamente, sin saber lo que decía, pues la proximidad de su amada lo trastornaba. De pronto dejó caer los dibujos y tomando a Kay la estrechó contra su pecho mientras exclamaba apasionadamente:
—Kay, no puedo resistir más. Quiero que sepas que te amo... que te amo más que a mí mismo. Siempre te amé, desde el primer momento en que te vi, allí en Amsterdam. Necesito tenerte a mi lado para siempre. Dime que me amas un poquito. Iremos a La Haya y viviremos allí solos; tendremos nuestro hogar y seremos felices. ¿Me amas Kay? ¿Te casarás conmigo querida?
La joven no había hecho el menor movimiento para recuperar su libertad. El horror la había paralizado. No oyó las palabras que le decía, pero comprendió su significado, y un indecible terror se apoderó de ella. Mirándolo fijamente con sus profundos ojos azules exclamó horrorizada:
—¡No, no, nunca!
Se arrancó violentamente de sus brazos, alzó a la criatura dormida y echó a correr a través del campo.
Vincent la persiguió, imposibilitado de comprender lo que había sucedido.
—¡Kay! ¡Kay! —exclamó—. No huyas.
Pero sus palabras parecieron prestar aún más velocidad a sus piernas. El joven siguió tras de ella gesticulando con sus brazos. De pronto, su prima tropezó cayendo sobre el pasto y Jan se puso a lloriquear. Vincent la alcanzó y arrodillándose a su lado le tomó la mano.
—Kay ¿por qué huyes de mí si te amo? ¿No comprendes que necesito tenerte. Tú también me amas, Kay. No te asustes, querida, solo te digo que te quiero. Olvidaremos el pasado y comenzaremos una vida nueva.
La mirada de horror de los ojos de Kay se convirtió en odio. Retiró su mano y estrechó a su hijo contra ella. El niño estaba ahora completamente despierto y la expresión apasionada de Vincent y el torrente de palabras que salían de sus labios, lo asustó, y rodeando el cuello de su madre con sus bracitos empezó a llorar desconsoladamente.
—Kay querida ¿no puedes amarme siquiera un poquito?
—¡No, no, nunca!
Nuevamente comenzó a correr por el campo hacia el camino. Vincent permaneció allí completamente anonadado, luego la llamó varias veces inútilmente, y después de largo rato levantó sus dibujos, tomó la canasta y el caballete y tristemente emprendió el regreso a su casa.
Cuando llegó a la rectoría notó en seguida la tensión de! ambiente. Kay se había encerrado en su cuarto con Jan. Su madre y su padre estaban sentados en la salita y en cuanto lo oyeron llegar cesaron de hablar. El joven notó que su padre contenía a duras penas la ira que lo embargaba.
—¡Vincent! ¿Cómo pudiste...? —gimió la madre.
—¿Cómo pude qué? —preguntó el joven no comprendiendo precisamente lo que le querían decir.
—¡Insultar a tu prima de ese modo!
El joven no supo qué contestar. Dejó su caballete en un rincón, y volviéndose hacia su padre que aún estaba demasiado enojado para hablar, preguntó:
—¿Les dijo Kay lo que sucedió exactamente?
El clérigo aflojó un poco su cuello duro que se le incrustaba en la carne y contestó iracundo:
—¡Nos dijo que la tomaste en tus brazos como si estuvieses completamente loco!
—Le dije que la amaba —repuso Vincent con calma—. No creo que eso sea un insulto.
—¿Eso es todo lo que le dijiste? —preguntó su padre.
—No. Le pedí que fuese mi esposa.
—¡Tu esposa!
—Sí. ¿Qué hay de tan extraordinario en eso?
—Oh, Vincent, Vincent —se lamentó su madre—. ¿Cómo pudiste pensar en semejante cosa?
—Creí que tú también pensarías...
—Nunca se me pasó por la idea que te podrías enamorar de ella.
—Vincent —terció su padre—. ¿Te das cuenta de que Kay es tu prima hermana?
—Sí. ¿Y qué hay con ello?
—¡No puedes casarte con tu prima hermana!... Eso sería, sería...
El clérigo no lograba pronunciar la terrible palabra. —¿Qué sería? —¡Incesto!
El joven hizo un esfuerzo para contenerse. ¿Cómo podían hablar de su amor en esa forma?
—Esas son tonterías, padre —dijo——. Me extraña de parte tuya.
—¡Te repito que sería incesto! —gritó Theodorus—. ¡Jamás permitiré esas pecaminosas relaciones en mi familia¡
—El matrimonio entre primos siempre ha sido permitido.
—Oh Vincent querido —intervino su madre—. Si la amabas ¿por qué no esperaste? Hace apenas un año que perdió a su marido, y lo ama aún entrañablemente. Y además, tú no tienes dinero para mantener una mujer.
—Lo que has hecho es absurdo y grosero —dijo su padre.
E! joven sacó su pipa del bolsillo, se la colocó entre los labios y luego volvió a meterla en el bolsillo.
—Padre, te ruego que no menciones esas palabras —dijo—. Mi amor por Kay es lo más bello que jamás me haya sucedido. No quiero que lo califiques de absurdo y grosero.
Tomó su caballete y sus dibujos y subió a su cuarto, donde se sentó tristemente al borde de su cama. ¿Qué había sucedido?
¿Qué había hecho? Había confesado a Kay su amor y ella había huido despavorida.
¿Por qué? ¿No lo quería?
—¡No, no, nunca!
Durante toda la noche se atormentó rememorando la escena, y aquella breve frase le martilleaba el cerebro.
A la mañana siguiente, cuando se decidió a bajar, ya era tarde. La tensión del día anterior se había disipado. Su madre estaba en la cocina y lo besó cariñosamente, acariciándole la mejilla.
—¿Has dormido, querido? —preguntó.
—¿Dónde está Kay?
—Tu padre la acompañó a Breda.
—¿Para qué? —Para tomar el tren. Regresa a Amsterdam. —Comprendo... —Pensó que sería mejor así, Vincent. —¿No dejó dicho nada para mí? —No, querido. ¿Quieres sentarte para desayunar? —¿Ni una palabra? ¿Estaba enojada conmigo? —No; sólo pensó que convenía que regresase junto a sus padres. Ana Cornelia no creyó oportuno repetir las palabras de Kay. —¿A qué hora sale el tren de Breda? —A las diez y veinte. Vincent echó un vistazo al reloj azul de la cocina. —Sale en este momento... No puedo hacer nada. —Siéntate querido —insistió Ana Cornelia— tengo preparado un lindo pedazo de lengua.
—La buena señora pensaba que si su hijo conseguía llenarse el estómago todo marcharía bien de nuevo.
Para agradar a su madre, Vincent engulló todo lo que le servía, pero el sabor del «no, no, nunca» de Kay hacía que cada bocado le pareciera terriblemente amargo.
¡NO, NO, NUNCA!
Vincent amaba su trabajo mucho más de lo que amaba a Kay y si hubiera tenido que elegir entre uno y otro, no hubiese habido la menor duda en su mente. No obstante, de pronto el dibujo pareció perder todo interés para él. Ya no podía trabajar. Sabía que su amor le había ayudado a progresar, y comprendía que necesitaba de él para seguir mejorándolo. Su amor era tan intenso que no aceptaba la resolución de la joven como definitiva. Quería curarla de vivir en el pasado y de los escrúpulos que parecía sentir a la sola idea de un nuevo amor en su vida.
Pasaba largas horas en su cuarto escribiéndole cartas apasionadas e implorantes. Y varias semanas después supo que la joven ni siquiera las leía. También escribía a Theo casi diariamente, confiando en él y fortaleciéndose contra la duda de su corazón y los ataques concentrados de sus padres y del Reverendo Stricker. Sufría amargamente, y no le era posible ocultarlo. Su madre trataba de consolarlo en la medida de sus fuerzas.
—Vincent, querido —decíale— te estrellas contra un dique de piedra. El Tío Stricker dice que la resolución de Kay es definitiva.
—No puedo creer en sus palabras.
—Pero fue ella quien se lo dijo.
—¿Que no me ama?
—Sí, y que jamás cambiará de parecer.
—Eso lo veremos.
—Es inútil, Vincent. Tío Stricker dice que aún si Kay te amara, no consentiría en su matrimonio al menos que tú ganaras mil francos anuales. Y bien sabes cuán lejos estás de eso.
—Madre: quien ama vive, y quien vive trabaja, y quien trabaja tiene pan.
—Es muy bonito todo eso, pero Kay está acostumbrada al lujo.
—Por el momento su lujo no la hace feliz.
—Si ustedes se casaran tendrían que soportar muchas penurias —insistió la madre—. La pobreza, el hambre, el frío y la enfermedad, pues la familia no les ayudaría con un solo céntimo.