Envejecida e inservible, sin embargo no había cumplido aún los veintiséis años.
Al ver entrar a Jacques, Decrucq exclamó:
—¡Qué sorpresa! Hace tiempo que no ha venido usted a mí casa. Estoy encantado de verlo. Sea usted bienvenido así como su amigo.
Decrucq se enorgullecía diciendo que él era el único hombre en el Borinage que las minas no podían matar. —Moriré en mi cama, y de vejez —solía decir—. No pueden matarme! ¡Yo no se los permitiré!
Del lado derecho de su cabeza tenía una gran cicatriz. Era el resultado de una herida que había recibido una vez en que la jaula en !a que descendía a la mina con sus compañeros se había precipitado abajo a unos cien metros de profundidad. Sus veintinueve compañeros murieron, pero él solo se había roto una pierna en cuatro lugares, le había quedado casi inservible y recibido aquella herida en la cabeza. En otra oportunidad se había roto tres costillas, pero seguía con su optimismo. Como tenía la costumbre de hablar en contra de la Compañía, siempre era designado para trabajar en los túneles más peligrosos y donde el trabajo era más pesado. Cuanto más trabajaba, más protestaba contra «ellos», ese enemigo invisible pero siempre presente.
—Señor Van Gogh —dijo—. Usted ha venido a un lugar donde puede ser útil. Aquí, en el Borinage, no solo somos esclavos, sino animales. Bajamos a la Marcasse a las tres de la mañana; nos dan 15 minutos de descanso para comer, y luego seguimos trabajando hasta las cuatro de la tarde. Allí adentro está completamente oscuro y hace un calor espantoso por lo que debemos trabajar desnudos. El aire está lleno de polvo de carbón y de gas y no podemos respirar. Tanto las mujeres como los hombres, empezamos a trabajar allí abajo a los 8 ó 9 años. A los veinte ya tenemos los pulmones atacados. Si no nos morimos antes por un desmoronamiento o por el grisú, podemos llegar a los 40... ¿No es así, Verney?
Hablaba con tal excitación y entremezclando en su vocabulario palabras de dialecto, que resultaba difícil para Vincent, seguir la ilación de su relato.
—Tienes razón, Decrucq —repuso Jacques asintiendo.
—¿Y qué paga recibimos por todo esto, señor? —prosiguió el minero—. Apenas si tenemos una miserable choza para vivir
y
comida para no morirnos de hambre. Nuestro alimento consiste en pan, queso blando y café. Una o dos veces al año, cuanto más, comemos carne. Si sólo nos quitaran cincuenta céntimos diarios de nuestro jornal, nos moriríamos de hambre, y no podríamos extraer el carbón de la mina... ¡Esa es la única razón por la cual no nos pagan menos! Estamos al borde de la muerte, señor. Si nos enfermamos no tenemos un solo franco, y tenemos que morir como perros mientras nuestras esposas e hijos deben ser socorridos por los vecinos. Desde los ocho a los cuarenta años, ¡treinta y dos años en la oscuridad del interior de la tierra! Esa es nuestra vida.
¡TRIUNFO!
Pronto se percató Vincent de que los mineros eran muy ignorantes; la mayoría de ellos no sabían leer, pero, por otra parte, eran inteligentes, valientes y francos, además de poseer un temperamento muy sensible. Estaban delgados y pálidos por la fiebre que los consumía, y parecían siempre cansados. Su cutis amarillento (pues no veían el sol más que los domingos) tenía innumerables puntos negros producidos por el carbón introducido en sus poros. Sus ojos profundos reflejaban la melancolía de los oprimidos que no pueden luchar.
Vincent los encontraba atrayentes. Eran sencillos y buenos, como los campesinos del Brabante, de Zundert y Etten. Ya no encontraba aquel lugar desolado, pues comenzaba a comprender que el Borinage tenía carácter.
A los pocos días de estar allí, el joven realizó su primera reunión religiosa en un rústico cobertizo detrás de la panadería de Denis. Después de limpiarlo lo mejor que pudo, llevó allí algunos bancos para el público y una lámpara de kerosene. Los mineros comenzaron a llegar a las cinco con sus familias, y tomaron asiento sobre los largos bancos, mientras Vincent, con la Biblia abierta, los observaba; estaban todos arropados con sus pobres bufandas alrededor del cuello y parecían helados.
Vicent no sabía qué vercículo elegir como tema para su primer sermón. Finalmente eligió el siguiente: En la noche apareció una visión a Pablo: Un macedonio le tendía la mano diciendo: ¡Ven a Macedonia y ayúdanosl"
–«Nosotros nos representamos a ese macedonio como a un trabajador, amigos míos —dijo Vincent—. Un trabajador en cuyo semblante está reflejada la tristeza y el cansancio. Pero ese hombre no carece de esplendor o de atracción, pues tiene un alma inmortal y necesita del alimento que no perece: de la palabra de Dios. Dios quiere que los hombres, imitando a Jesucristo, vivan humildemente, se adapten a las enseñanzas del evangelio y sean sumisos y mansos, a fin de que, llegado el día elegido, puedan entrar en el Reino de los Cielos y encontrar la paz».
Como había muchos enfermos en el pueblo, todos los días el joven misionero iba a visitarlos, llevándoles, siempre que le era posible, un poco de pan o de leche, o algún par de medias abrigadas o una colcha para su lecho. Esa gente sufría, sobre todo, de una fiebre maligna que ellos llamaban «la fiebre estúpida» y que llegaba hasta producirles delirio.
Todo Petit Wasmcs le llamaba afectuosamente «señor Vincent», aunque aún con un poco de reserva. No había choza en el pueblo donde no hubiese llevado alimento o consuelo, donde no hubiese cuidado a los enfermos o rezado con los desdichados, llevándoles la esperanza de la palabra de Dios. Varios días antes de Navidad, encontró un establo abandonado cerca de Marcasse, con capacidad para unas cien personas. Allí reunió a sus feligreses, y los mineros llenaron el frío y desvencijado local. Escucharon atentamente la narración de la historia de Belén y la esperanza que ella significaba. Hacía sólo seis semanas que estaba entre los "hocicos negros» pero ya había logrado reconfórtales el corazón con la promesa del Reino Celestial.
Sólo había un punto que molestaba profundamente a Vincent, y era que su padre seguía manteniéndolo. Todas las noches pedía a Dios que pronto le fuese dado el medio de ganarse los pocos francos que necesitaba para su vida humilde.
El tiempo se tornaba cada vez más feo. Llovía a torrentes, el pueblo estaba convertido en un barrial y la vida se tornaba aún más difícil para los habitantes de Petit Wasmes.
El día de año nuevo, el señor Denis fue a Wasmes y cuando regresó trajo una carta para Vincent. Cuando el joven leyó el nombre del reverendo Pietersen en uno de los ángulos del sobre, temblando de emoción corrió a su cuarto a leerla.
«Querido Vincent —decía la carta—. El Comité Evangelista ha tenido conocimiento de la espléndida obra que usted está realizando, y por lo tanto le otorga un nombramiento provisorio, por seis meses, a partir del primero del año».
«Si para fin de junio todo marcha bien, su nombramiento será hecho efectivo. Mientras tanto, recibirá un sueldo de 50 francos mensuales».
«Escríbame a menudo y siempre mire hacia adelante. Suyo, Pietersen».
Lleno de exuberante alegría, se arrojó sobre la cama teniendo firmemente la carta entre las manos. ¡Por fin había triunfado! Esa era su verdadera vocación! Los 50 francos que recibiría mensualmente le alcanzarían ampliamente para pagar su pieza y comida, y ya no dependería de nadie.
Se puso de inmediato a escribir una carta triunfante a su padre, diciéndole que ya no necesitaría más de su ayuda y que de hoy en adelante podrían estar orgullosos de él en la familia.
Cuando terminó de escribir, ya casi había oscurecido; llovía torrencialmente; no obstante, bajó las escaleras y salió corriendo afuera.
La señora de Denis corrió tras de él.
—Señor Vincent... ¿dónde va usted? ¡Se ha olvidado de su abrigo y sombrero!
Pero él no se detuvo a contestarle. Subió sobre una planicie desde donde se divisaba la mayor parte del Borinage, con sus chimeneas, sus montículos de carbón, las chozas de los mineros y los hombres que en ese instante comenzaban a salir de la hullera. A la distancia, veíase un oscuro bosque de pinos con pequeñas casas blancas que se destacaban en él y mucho más lejos aún, la torre de una iglesia y un molino. Las nubes oscuras que se acumulaban en el cielo daban al conjunto un fantástico aspecto. Por primera vez desde que estaba en el Borinage, aquello le recordó los cuadros de Michel y de Ruysdael.
TERRIL
Ahora que Vincent era un verdadero evangelista autorizado, Vincent necesitaba un lugar permanente para sus reuniones. Después de mucho buscar, encontró un gran salón adecuado para lo que necesitaba. A fin de hacerlo más agradable, el joven colgó en sus paredes todos los cuadros y grabados que poseía, y todas las tardes, reunía allí a los niños entre cuatro y ocho años y les enseñaba a leer y les contaba sencillos episodios de la Biblia.
—¿Cómo podríamos conseguir carbón para calentar el salón? —preguntó un día el joven a Jacques Verney—. Los niños necesitan calor, y las reuniones nocturnas podrían durar más tiempo si el ambiente fuese agradable.
Jacques permaneció pensativo un momento y luego dijo:
—Venga usted aquí mañana a mediodía y yo le enseñaré a conseguirlo.
Cuando Vincent llegó al salón, encontró allí un grupo de mujeres y niños de los mineros que lo esperaban con bolsas en la mano.
—Señor Vincent, he traído una bolsa para usted —dijo la hija de Verney—. Usted también llenará una.
Todos se dirigieron hacia la pirámide de terril más cercana y comenzaron a escalarla cada cual por un punto distinto.
—Debemos llegar casi al tope antes de encontrar carbón, señor Vincent —díjole la hija de Verney que lo acompañaba—. Hace años que hemos estado sacando el que había en la parte inferior. Venga conmigo, yo le enseñaré cuál es el carbón.
Subía la especie de montaña con la facilidad de una cabra, mientras que Vincent tenía que ayudarse más de una vez con las manos, pues la consistencia fofa de la misma lo hacía resbalar. La señorita Verney era bonita y vivaz; su padre había sido nombrado capataz cuando ella contaba siete años y, por lo tanto, nunca había tenido que bajar a la mina. La joven le enseñó cómo debía escoger los pequeños trozos de carbón, diferenciándolos de las piedras y otros elementos extraños que se encontraban en el terril. Poco era el carbón que escapaba a la Compañía, y lo único que las mujeres de los mineros lograban recoger allí era un combustible que por su calidad no resultaba vendible en el mercado. La tarea de recolección resultaba penosa para Vincent por su falta de costumbre, y apenas había recogido un cuarto de bolsa cuando las mujeres ya tenían las suyas llenas.
Bajaron por fin, y fueron a depositar todas las bolsas al salón, prometiendo concurrir más tarde con sus maridos a la reunión religiosa. La señorita Verney invitó al jeven para que compartiera con ellos la cena, lo que aceptó gusto. La casa de Verney constaba de dos habitaciones. En una estaba la cocina, la mesa y las sillas, y la otra servía de dormitorio. A pesar de que la situación económica de Verney era bastante buena, no había jabón en la casa, pues el jabón resultaba un lujo demasiado costoso para los habitantes del Borinagc.
Vincent trató de lavarse la cara y las manos negras de carbón, lo mejor que pudo con el agua fría que la señorita Vcrnery le echó en una palangana, pero no obtuvo un resultado muy satisfactorio.
Durante la cena, Jacques le dijo:
—Hace casi dos meses que usted está en Petit Wasmes, señor Vincent, sin embargo aún no conoce verdaderamente el Borinagc.
—Es verdad —repuso humildemente el joven—, pero poco a poco comienzo a comprender al pueblo.
—No es eso lo que quiero decir —contestó Verney—. Quiero decir que usted sólo ha visto la vida aquí arriba, y eso no es lo que interesa. Aquí arriba, sólo dormimos, y para comprender nuestra vida, tiene usted que bajar a las minas y ver cómo trabajamos desde las tres de la mañana hasta las cuatro de la tarde.
—Me gustaría muchísimo bajar —dijo Vincent— pero ¿podré obtener permiso de la compañía?
—Ya lo he pedido para usted —contestó Jacques —. Mañana debo bajar al Marcasse para una inspección de seguridad. Espéreme frente a lo de Denis a las tres menos cuarto de la mañana y bajaremos juntos.
Después de cenar, toda la familia lo acompañó al salón. En el camino, Jacques, que parecía estar bien en la tibieza de su hogar, fue atacado por un acceso tan violento de tos que tuvo que regresar.
Cuando llegaron, Henri Decrucq se hallaba ya allí empeñado en encender la estufa.
—Buenas noches, señor Vincent —dijo sonriendo—. Soy el único en Petit Wasmes que entiende esta estufa y le conoce todas las mañas.
El carbón que contenían las bolsas estaba húmedo y en gran parte no servía, no obstante Decrucq pronto consiguió hacer arder un lindo fuego en aquella vieja estufa.
Casi todos los vecinos de Petit Wasmes concurrieron esa noche a escuchar el sermón de Vincent. Todos los bancos estaban repletos de fieles, y el joven, con el corazón reconfortado por la bondad que las mujeres de los mineros habían demostrado aquella tarde, y la satisfacción de predicar en su «iglesia», habló con tanta sinceridad que supo llegar al corazón de su auditorio.
—Es una antigua y saludable creencia —comenzó diciendo a su congregación de «hocicos negros»— que somos forasteros en este mundo. Sin embargo, no estamos solos, pues nuestro Padre se halla con nosotros. Somos peregrinos, y nuestra vida representa el camino que debemos recorrer desde la tierra hasta el Cielo. Para aquellos que creen en Jesucristo, no hay pena que no esté mezclada con esperanza. Padre, te rogamos nos guardes del mal. No nos des ni pobreza ni riqueza, pero aliméntanos con el pan que necesitamos. Amén.
La señora de Decrucq fue la primera en acercarse al predicador. Sus ojos estaban llenos de lágrimas y sus labios temblorosos.
—Señor Vincent —dijo—. Mi vida ha "sido tan dura que había perdido a Dios. Pero usted me ha hecho volver hacia El. Se lo agradezco muchísimo.
Cuando todos hubieron partido, Vincent, cerró con llave el Salón y se dirigió pensativamente a lo de Denis. Había comprendido, por la actitud de sus fieles, que por fin aquellos «hocicos negros» lo habían aceptado sin reservas como ministro de Dios. ¿Cuál había sido la causa del cambio? No podía ser porque tuviese una iglesia nueva, pues esas cosas no interesaban a los mineros. Tampoco sabían lo de su nombramiento, ya que nunca les había dicho que al principio su puesto no era oficial. Es verdad que su sermón había sido bueno, no obstante, había predicado otros tan buenos como ese en otras oportunidades.