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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Drama

Lujuria de vivir (3 page)

BOOK: Lujuria de vivir
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—¿Algo anda mal, Vincent? —preguntó después de cenar—. No pareces estar muy bien.

El joven echó una mirada a sus tres hermanas Ana, Elizabeth y Willemien que se hallaban sentadas en derredor de la mesa y que eran completamente extrañas para él.

—No —contestó brevemente.

—¿Te agrada Londres? —preguntó su padre—. Si no te agrada, hablaré a tu tío Vincent. Estoy seguro que podría transferirte a París.

Vincent se agitó. —¡No, no! No hagas nada de eso. No quiero dejar a Londres...

—Como gustes —repuso Theodorus.

—Esa muchacha debe tener la culpa —se dijo su madre para sus adentros.

El pueblito de Zundert estaba rodeado de bosques de pinos y robles y de hermosa campiña. Vincent pasaba sus días caminando solo por los campos, y únicamente parecía encontrar placer en dibujar. Bosquejó al jardín desde todos sus ángulos; la plaza del mercado tal como se veía desde la ventana de la rectoría; la puerta de entrada de la misma. Era la única forma en que lograba alejar a Ursula de su pensamiento.

Theodorus siempre había lamentado de que su hijo mayor no hubiese seguido la carrera religiosa como él. Un día en que habían ido ambos a visitar a un campesino enfermo, mientras caminaban a través del campo iluminado por los últimos rayos solares, el rector dijo a su hijo:

—Mi padre también fue rector, Vincent, y yo siempre había esperado que tú seguirías la misma carrera.

—¿Y qué te hace suponer que no la seguiré?

—Ya sabes... que si te decides, podrías ir a vivir con tu Tío Jan en Amsterdam mientras cursas los estudios en la Universidad. El Reverendo Stricker se ha ofrecido para dirigir tu educación.

—¿Me aconsejas que deje las Galerías Goupil?

—No, de ningún modo. Pero si no te sientes feliz allí... tal vez...

—Lo sé. Pero por el momento no tengo intención de dejar mi empleo.

El día que emprendió viaje de regreso a Londres, su padre y su madre lo acompañaron hasta Brenda. —¿Debemos seguir escribiéndote a la misma dirección? — preguntó Ana Cornelia.

—No; voy a mudarme.

—Me alegro que dejes a los Loyer —dijo su padre—. Esa familia nunca me gustó.

Tenía demasiado secretos.

Vincent se irguió, sin contestar. Su madre le colocó una mano afectuosa sobre el brazo y procurando de que su marido no la oyese le dijo:

—No te sientas desgraciado, hijo mío. Algún día encontrarás una buena muchacha holandesa. Esa Ursula no hubiese sido conveniente para ti. Créeme.

El joven se quedó pensativo. ¿Cómo había adivinado su madre?

¡USTED ES UN CAMPESINO TOSCO!

De regreso a Londres, Vincent alquiló una pieza amueblada en Kensington New Road. La dueña de la pensión era una señora anciana que se acostaba regularmente a las ocho. La casa era muy tranquila, y todas las noches el joven tenía que hacer grandes esfuerzos para no correr a casa de los Loyer. Cerraba la puerta de su dormitorio, proponiéndose firmemente acostarse, pero a los pocos minutos, una fuerza misteriosa lo hacía salir a la calle y dirigirse a lo de Ursula.

Permanecía largo rato mirando las ventanas detrás de las cuales se hallaba su amor y, si bien sufría mucho al sentirla tan cerca y tan lejos al mismo tiempo, sufría aún más si permanecía en su pieza.

Su sufrimiento lo hacía muy sensible al sufrimiento de los demás, y lo tornaba intolerante con todo lo que fuese ordinario. Sus ventas eran casi nulas en la Galería, y cuando los clientes le pedían su opinión sobre los cuadros que habían decidido comprar, no se privaba de decirles lo horrible que los encontraba, y como es de suponer, la gente partía sin comprar. Los únicos cuadros que le agradaban eran aquellos en que se expresaba el sufrimiento.

Durante el mes de octubre, Vincent tuvo que atender a una imponente matrona con cuello de encaje, tapado de piel y sombrero de terciopelo con plumas que le pidió le enseñase algunos cuadros para su nueva residencia en la ciudad.

—Quiero lo mejor que tienen ustedes en el negocio —dijo—. No se preocupe por el gasto... Aquí tiene las dimensiones de las habitaciones. En el comedor hay dos paneles de cincuenta pies... Luego, en la gran sala...

Durante la mayor parte de la tarde estuvo tratando de venderle algunos grabados de Rembrandt, una excelente reproducción de los canales de Venecia de Turner, algunas litografías de cuadros de Thys Maris, y otras de Corot y Daubigny, La señora demostraba pésimo gusto y desechaba todo lo que se le presentaba de valor. A medida que pasaban las horas, Vincent se exasperaba más y más considerando a esa mujer como el prototipo de la ordinariez.

—Bien —exclamó por fin la señora satisfecha—. Creo que hice una magnífica elección.

—Si usted hubiera elegido con los ojos cerrados, posiblemente 10 hubiera podido elegir peor —dijo Vincent sin poder contenerse.

La mujer se puso de pie ofendida y mirándolo de arriba abajo exclamó:

—Usted... ¡usted no es más que un tosco campesino!

Y salió como si le hubiesen infligido el peor de los ultrajes.

El señor Obach estaba desesperado. —¡Pero Vincent! —exclamó—. ¿Qué le pasa a usted? arruinó la mejor venta de la semana e insultó a esa mujer!

—Señor Obach —repuso el joven—
¿
quiere contestarme a una pregunta?

—¿Y bien? Pregúnteme lo que quiera... Yo también tengo algunas cosas que preguntarle.

Vincent señaló los cuadros elegidos por la clienta.

—Pues bien... ¿Cómo puede justificarse un hombre que pierde su única vida vendiendo cuadros horribles a gente estúpida ?

Obach no trató siquiera de contestar. —Si sigue así —dijo— tendré que escribirle a su tío que lo transfiera a otro lado. No puedo permitirle que arruine mi negocio.

—¿Cómo es posible ganar tanto dinero vendiendo cosas tan feas, señor Obach? Y ¿por qué solamente la gente que no sabe reconocer una tela auténtica de un mamarracho tiene dinero para comprar? ¿Será porque su dinero los ha tornado insensibles a la belleza? ¿Y por qué los pobres que son capaces de apreciar una obra de arte ni siquiera poseen un centavo para comprarse una reproducción?

Obach elevó la vista extrañado.

—¿Eso es socialismo? ¿O qué es?

Cuando el joven llegó a su cuarto, cogió un volumen de Renán que se hallaba sobre su mesa y lo abrió a la página señalada: «Para obrar de acuerdo a este mundo —leyó— hay que morir dentro de uno mismo». El hombre no está en este mundo para ser feliz ni honrado, está en él para realizar grandes cosas para la humanidad, para alcanzar la nobleza y sobreponerse a la vulgaridad del ambiente en que se desarrolló la existencia de la mayoría de los individuos.

Una semana antes de Nochebuena, los Loyer colocaron un lindo arbolito de Navidad en la ventana de la salita. Dos noches más tarde, Vincent al pasar delante de la casa iluminada, vio que había mucha gente adentro y oyó las risas de los invitados. Los Loyer ofrecían su fiesta de Navidad. El joven corrió a su casa, se afeitó apresuradamente, se vistió con esmero y regresó lo más pronto que pudo a Clapham.

Era Nochebuena. En el aire flotaba el espíritu de bondad y el perdón. Subir las escaleras y llamó a la puerta. Oyó los pasos tan familiares que se acercaban y la puerta se abrió. La luz de la lámpara le iluminaba el rostro en pleno. Miró a Ursula que vestía una chaqueta verde sin mangas y de la que se escapaban muchos encajes. Nunca la había visto tan hermosa.

—Ursula —dijo.

La expresión que se reflejó en el rostro de la joven pareció repetirle todas las cosas que le había dicho aquella noche en el jardín.

—¡Váyase! —murmuró por fin, y cerró la puerta de golpe.

Al día siguiente se embarcó para Holanda.

La época de Navidad era el momento de mayor trabajo en las Galerías Goupil, y el señor Obach escribió al Tío Vincent diciéndole que su sobrino había partido de vacaciones sin siquiera dejar unas líneas de explicación. A raíz de ello, el Tío Vincent decidió trasladar a su sobrino a la Casa Central de las Galerías Goupil, en París, pero Vincent anunció con tranquilidad que estaba harto del comercio, lo que hirió y asombró profundamente a su Tío. Este declaró que no se ocuparía nunca más de su sobrino, no obstante, al poco tiempo le consiguió un empleo en la librería de Blussé y Braam en Dordrecht. Esta fue la última relación que tuvieron tío y sobrino entre sí.

En Dordrecht permaneció casi cuatro meses. No estaba ni contento ni descontento; todo lo dejaba indiferente. Un sábado a la noche, tomó el último tren de Dordrecht a Oudenbosch y de allí caminó hasta Zundert. Hacía una noche espléndida, y a pesar de la oscuridad podía distinguir a lo lejos los grandes y perfumados bosques de pinos. El paisaje le recordaba un cuadro de Bodmer que su padre tenía colgado en su estudio. Entre las nubes que cubrían el cielo, percibíanse algunas estrellas. Cuando llegó a Zundert apenas amanecía y las alondras cantaban a lo lejos en los campos de trigo.

Sus padres comprendieron que atravesaba por un momento difícil. Después del verano, la familia se trasladó a Etten, pueblito a pocos kilómetros de distancia donde Theodorus había sido nombrado rector. Ese pueblo tenía una linda plaza con olmos, y además un ferrocarril lo unía a la importante ciudad de Breda. Para el rector significaba un leve ascenso.

A principios de otoño fue necesario pensar en tomar una decisión. Ursula aún no estaba casada.

—El comercio no te conviene, Vincent —le dijo su padre—. Tu corazón te conduce hacia el servicio de Dios.

—Lo sé, padre.

—¿Y entonces por qué no vas a estudiar a Amsterdam? —Me agradaría, pero...

—¿Vacilas aún?

—Sí... Me resulta difícil explicarme. Dame un poco más de tiempo.

En esos días, su tío Jan vino de paso a Etten. —En Amsterdam tengo una pieza que te espera, Vincent —díjole.

—El reverendo Stricker ha escrito que puede conseguirte buenos maestros —añadió su madre.

Sabía que sería muy provechoso para él estudiar en la Universidad de Amsterdam. Las familias de Van Gogh y Stricker estaban dispuestas a ayudarlo tanto pecuniariamente como con libros, consejos y simpatía. Pero no lograba decidirse. Ursula estaba en Inglaterra, soltera aún. En Holanda había perdido completo contacto con ella. Hizo venir unos periódicos de Inglaterra y contestó a varios avisos, hasta que finalmente obtuvo un puesto de preceptor en Ramsgate, pequeño puerto a cuatro horas y media de tren de Londres.

RAMSGATE E ISLEWORTH

La escuela de Mr. Stokes estaba ubicada en medio de un terreno cercado de barrotes de hierro. Tenía veinticuatro alumnos entre diez y catorce años. Vincent debía enseñarles francés, alemán y flamenco, además de vigilar a los niños durante sus recreos y ocuparse de su aseo. En pago recibía casa y comida, pero ningún sueldo.

Ramsgate era un lugar melancólico pero se avenía a su estado de ánimo. Inconscientemente había llegado a amar su dolor como si fuese un compañero querido. Gracias a él, Ursula estaba constantemente a su lado. Si no podía estar con la muchacha, no le importaba donde estaba. Todo lo que pedía era que nadie se entrometiese entre él y la pesada saciedad con que Ursula embotaba su mente y su cuerpo.

—¿No podría usted pagarme aunque fuese una suma pequeña, Mr. Stokes? — preguntó Vincent—. Aunque fuese sólo para tabaco y pequeños gastos?

—De ningún modo —repuso Stokes—. Puedo tener maestros a montones por sólo casa y comida.

Cuando llegó el sábado, Vincent partió muy temprano para Londres. Era una caminata larga, y el día se mantuvo caluroso hasta la noche. Por fin llegó a Canterbury; descansó a la sombra de los grandes árboles que rodean la catedral, y luego prosiguió su ruta. Algo más lejos volvió a encontrar un grupo de árboles cerca de un lago, y se instaló debajo de ellos durmiendo hasta las cuatro de la madrugada, hora en que el canto de los pájaros lo despertó. Por la tarde llegó a Chatham y a pesar de su cansancio se dirigió directamente a casa de los Loyer.

No podía aquietar los precipitados latidos de su corazón. Apoyado contra un árbol, con un dolor indescriptible en su interior, permaneció allí mirando la casa de su amada. Al fin, se apagó la lámpara que brillaba en la ventana de la salita de Ursula, y poco después la de su dormitorio, quedando la casa en tinieblas. Haciendo un esfuerzo Vincent se alejó por el camino de Clapham, y cuando ya no pudo distinguir más la casa del ser que tanto amaba, le pareció que la volvía a perder.

Cuando se imaginaba su casamiento con Ursula, ya no pensaba más en ella como la esposa de un floreciente comerciante de obras de arte, la veía como la fiel compañera de un evangelista, ayudando a servir a los pobres.

Casi todos los fines de semana partía para Londres, pero le resultaba difícil estar de regreso para las clases del lunes. A veces caminaba toda la noche del viernes y del sábado con el solo objeto de ver a Ursula salir de su casa y dirigirse a la Iglesia el domingo a la mañana. No tenía dinero para comer ni para pagarse una cama, y al llegar el invierno, tuvo que sufrir mucho por el frío. El lunes por la mañana, cuando regresaba a Ramsgate, estaba exhausto, hambriento y helado, y necesitaba toda la semana para reponerse.

Después de algunos meses consiguió un puesto mejor en la escuela metodista de Mr. Jones en Isleworth. Mr. Jones era pastor de una importante parroquia. Tomó a Vincent como maestro pero pronto lo transformó en una especie de cura de campo.

Otra vez tuvo Vincent que cambiar todo el cuadro que se había forjado en su mente. Ursula ya no era la esposa de un evangelista, sino la de un párroco campesino que ayudaba a su marido en la parroquia tal como su madre hacía con su padre. Le parecía que Ursula lo miraba con aprobación, feliz de que hubiese abandonado la estrecha vida comercial y se hubiese dedicado a servir a la humanidad. Ni siquiera por un instante pensaba que el día de la boda de Ursula se aproximaba cada vez más. Para él, aquel otro hombre no existía. Siempre se decía que la negativa de Ursula se debía a alguna falta suya que debía reparar. ¿Y cómo repararla mejor que sirviendo a Dios?

Los alumnos de la escuela de Mr. Jones eran de Londres, y Vincent fue encargado de ir a la capital a cobrar las mensualidades. Como la escuela era sencilla, los niños pertenecían al barrio pobre de Whitechapel. Vincent fue de familia en familia escuchando el relato de sus miserias. Había bendecido aquel viaje a Londres que le permitiría pasar delante de la casa de Ursula a su regreso, pero el relato de las tristezas de los habitantes de Whitechapel lo conmovieron tanto que le hicieron olvidar regresar por Clapham. Volvió a Isleworth sin un céntimo para Mr. Jones.

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