A pesar de que no había dicho a nadie que le habían prohibido predicar, nadie le pidió que lo hiciera. No les hablaba a los trabajadores y ellos tampoco le dirigían la palabra. Nunca más volvió a entrar en sus chozas. Parecía como si hubiese un profundo entendimiento entre ellos y que por tácito acuerdo se abstuviesen de pedir explicaciones o de discutir su actitud. Se entendían. Y la vida proseguía en el Borinage.
Supo por una carta de su casa que Vos, el marido de Kay, había fallecido inesperadamente, pero la noticia lo dejó frío.
Transcurrieron varias semanas. Vincent no hacía otra cosa que comer, dormir y quedarse sentado mirando hacia adelante sin pensar en nada.
Poco a poco se repuso de la fiebre pertinaz que lo perseguía y le volvieron las fuerzas, pero sus ojos permanecían indiferentes. Llegó el verano; los campos negros y las pirámides de terril comenzaron a brillar bajo el sol. Vincent comenzó a caminar por el campo, pero no lo hacía por placer, sino porque estaba cansado de estar sentado o acostado.
Al poco tiempo de quedarse sin dinero, recibió una carta de su hermano Theo que se hallaba en París en la que le rogaba no perdiera más tiempo en el Borinage y empleara el dinero que le enviaba en salir de allí y establecerse de nuevo. Pero Vincent entregó todo el dinero a la señora de Denis. No permanecía en el Borinage porque le agradara, sino porque no sabía dónde ir y porque hubiera tenido que hacer un esfuerzo demasiado grande para salir de allí.
Había perdido a Dios y se había perdido a sí mismo, y ahora acababa de perder a la única persona que siempre se había interesado por él y que lo comprendía. Theo abandonó a su hermano. Durante todo el invierno le había escrito una o dos veces por semana, cartas largas, comprensivas, cariñosas y llenas de interés, y de pronto, dejó de hacerlo. Theo también había perdido la fe y la esperanza en él. Vincent estaba solo, completamente solo, sin siquiera su Maestro. Era como un hombre muerto que caminara en un mundo desierto preguntándose por qué estaba aún así.
INCIDENTE DE POCA IMPORTANCIA
Cuando llegó el otoño, Vincent pareció reaccionar un poco. Comenzó a leer sus libros. La lectura había constituido siempre uno de sus mayores placeres, y ahora parecía sentir más profundamente la lucha, el fracaso y el triunfo de los demás.
Cuando el tiempo lo permitía, permanecía todo el día leyendo en el campo, y cuando llovía, o bien se quedaba recostado en la cama con un libro o bien bajo la galería de la señora Denis. Ahora no se decía constantemente: ¡Soy un fracasado! ¡Soy un fracasado!, sino que se preguntaba: ¿ Y qué puedo hacer ahora? ¿De qué sirvo? ¿Cuál será mi verdadero lugar en este mundo? En cada libro que leía trataba de encontrar la respuesta a su pregunta.
Las cartas que recibía de su padre lo reprendían severamente, diciéndole que violaba todas las convenciones sociales decentes, con la vida de perezoso que llevaba. ¿Cuándo buscaría trabajo? ¿Cuándo se ganaría la vida? ¿Cuándo se convertiría en miembro útil de la sociedad?
¡Lo que hubiera dado Vincent por contestar aquellas preguntas!
Llegó un momento en que estaba tan saturado de lectura que le resultó imposible tocar un libro. Durante las primeras semanas de su caída había quedado tan atontado y tan enfermo que era incapaz de sentir emoción alguna. Más tarde, la literatura le había ayudado a recobrar sus sentimientos. Ahora estaba casi bien, pero el torrente de sufrimientos emotivos que habían quedado almacenados durante tanto tiempo, lo inundaba de desesperación y desdicha.
Se encontraba en el momento crucial de su vida, y lo sabía.
Comprendía que había algo de bueno en él, que no era ni un tonto ni un miserable y que debía poder hacer algo en el mundo. Pero ¿qué? No servía para la rutina de los negocios, ¿Estaba destinado a fracasar siempre? ¿Qué podía hacer de utilidad en la vida?
No lograba contestar a sus preguntas, y así transcurrían los días y el invierno se aproximaba. Su padre, enojado, dejaba de enviarle fondos, pero al poco tiempo Theo se compadecía de él y le enviaba dinero, hasta que perdía la paciencia, entonces su padre, recordaba de pronto la responsabilidad que le incumbía y volvía a mandarle dinero.
Así, entre ambos, Vincent conseguía no morirse de hambre.
Un claro día de noviembre, el joven estaba sentado sobre una vieja y herrumbrosa rueda de hierro a cierra distancia de la entrada de Marcasse, cuando vio salir de la mina a uno de los trabajadores. Tenía su gorro sobre los ojos, sus hombros encorvados y sus manos en los bolsillos. Algo le llamó la atención en aquel hombre, e introduciendo la mano en su bolsillo sacó el sobre de una carta que había recibido de su casa y un lápiz, y comenzó a dibujar rápidamente la negra figura que cruzaba el campo. Luego salió otro trabajador, más joven, y Vincent tuvo tiempo de dibujarlo al dorso de la carta de su padre antes que desapareciera entre las chozas del pueblo.
DE ARTISTA A ARTISTA
Cuando regresó a lo de Denis, Vincent encontró varias hojas de papel blanco y un buen lápiz. Colocó sus dos croquis sobre el escritorio y comenzó a copiarlos. Su mano era inhábil y no lograba traspasar al papel lo que tenía en la mente, y usaba mucho más la goma que el lápiz, no obstante no se desanimó. Estaba tan ensimismado con su trabajo que no advirtió que el sol estaba en el ocaso y se sobresaltó cuando la señora de Denis lo llamó para cenar.
—Señor Vincent, la cena está servida —díjole.
—¡La cena! —exclamó el joven—. ¿Es ya tan tarde?
En la mesa charló animadamente con los Denis, y éstos cruzaron entre ellos una mirada significativa. Después de comer, Vincent volvió a subir inmediatamente a su cuarto, encendió su lámpara y colgó sus dos croquis en la pared, mirándolos desde cierta distancia.
—Están mal, muy mal —se dijo haciendo una mueca—. Pero tal vez mañana pueda hacerlos mejor.
Se acostó y colocó la lámpara de kerosene al lado de su cama. Miró a sus dos croquis y luego a los demás cuadros que tenía colgados. Era la primera vez que los veía desde aquel día, siete meses antes, en que los había traído del Salón. De pronto le entró un profundo deseo de volver a ver obras de arte. Antes había sabido reconocer y apreciar un Rembrandt, un Millet, un Jules Dupré, un Delacroix y un Maris. Recordó todos los hermosos cuadros que había tenido y todos los que había enviado a Theo y a sus padres. Le vinieron a la memoria las magníficas obras que había admirado en los museos de Londres y de Amsterdam, y se olvidó de su desdicha, quedándose profundamente dormido.
A la mañana siguiente se despertó a los dos y media completamente descansado. Se levantó vivamente, se vistió y tomando papel, lápiz y un cartón que encontró en la panadería, fue a instalarse en la misma rueda herrumbrosa del día anterior, esperando que los mineros comenzaran a aparecer.
Diseñaba rápidamente, como si quisiera solamente estampar su primera impresión de cada personaje. Una hora más tarde, cuando todos los mineros habían bajado, tenía cinco figuras sin rostros. Cruzó el campo, llevó una taza de café a su cuarto y en cuanto comenzó a amanecer copió sus bosquejos.
Sabía que su dibujo era pésimo, que sus proporciones estaban mal, pero a pesar de ello, las figuras que dibujaba pertenecían al Borinage y no podían confundirse. Vincent, divertido por su propia inhabilidad, rompió los croquis, y se sentó al borde del lecho, frente a un cuadro de Allebc que representaba a una mujer en una calle, y trató de copiarlo. Consiguió copiar la mujer, pero no lograba ubicarla adecuadamente en la calle. Arrugó el papel y lo arrojó a un rincón del cuarto y se instaló delante de un estudio de Bosboom que representaba un árbol contra un cielo nublado. Todo parecía muy sencillo, pero los valores de Bosboom eran precisos y exquisitos y Vincent aprendió que es siempre en la obra de arte más sencilla en la que se ha llevado a cabo la más rígida eliminación y por lo tanto es la más difícil de reproducir.
La mañana transcurrió sin que lo sintiera. Cuando hubo usado su última hoja de papel, empezó a contar cuánto dinero le quedaba Sólo tenía dos francos y suponiendo que le alcanzaría para comprar buen papel y lápices, emprendió camino a Mons que distaba doce kilómetros. En el trayecto de Petit Wasmes a Wasmes se encontró con varias mujeres de mineros que estaban delante de sus chozas, y las saludó afablemente, y algo más lejos, cerca de Pâturages, notó a una joven que le pareció bonita.
Los campos entre Pâturages y Cuesmes tenían un color verde muy hermoso y Vincent decidió que en cuanto tuviese dinero suficiente para comprarse un lápiz verde, regresaría allí para dibujarlos. En Mons consiguió un block de papel grueso y suave y algunos buenos lápices. En uno de los estantes encontró una pila de grabados antiguos, y estuvo mirándolos durante más de una hora, a pesar de que sabía que no poseía dinero para comprar ninguno. El dueño se le acercó, y ambos comentaron y discutieron el valor de cada grabado, como si hubieran sido dos antiguos amigos.
—Debo pedirle disculpas —dijo el joven por fin—, pero no tengo dinero para comprar ninguno de sus grabados.
—No importa, señor —contestó el dueño del negocio—. Y vuelva cuando guste, aunque no tenga dinero.
Vincent hizo sus doce kilómetros de regreso caminando alegremente.
Admiró al sol que se ocultaba en el horizonte dando a las nubes delicados tintes rosados, y a las casitas de Cuesmes que se dibujaban oscuras sobre la claridad del cielo. El valle verde que se extendía a sus pies daba una sensación de paz y tranquilidad. Se sintió feliz sin saber por qué.
Al día siguiente se divirtió en bosquejar a las mujeres que recogían terril sobre la negra pirámide, y después de cenar dijo al señor y a la señora de Denis:
—Por favor, no se muevan de sus sitios; quisiera hacer algo.
Corrió a su cuarto y volvió con papel y lápiz y en pocos trazos dibujó a sus amigos sentados delante de la mesa.
—¡Pero señor Vincent, usted es un artista! ——exclamó la señora de Denis, admirando su dibujo.
El joven se sintió confuso.
—No —dijo—, sólo me estoy divirtiendo.
—Pero es muy bonito lo que hace —repuso la señora—. Casi se me parece.
—Casi... —rió Vincent— pero no del todo.
Cuando escribió a su casa no les dijo lo que estaba haciendo, pues sabía que lo criticarían, y con razón, lamentándose de que no se decidiera a hacer algo útil.
Además, esa nueva actividad tenía una cualidad era suya y de nadie más
.
No quería hablar con nadie de sus croquis y no deseaba que nadie los viera. Para él eran sagrados, y le pertenecían en absoluto.
Volvió a tomar la costumbre de entrar en las pobres chozas de los mineros, pero ahora, en lugar de la Biblia llevaba consigo papel y lápiz. Todos lo recibieron con afecto, y se pasaba las horas enteras dibujando a los niños jugando sobre el suelo, a las mujeres preparando la comida delante del fuego y a las familias reunidas alrededor de la mesa después del día de trabajo. Dibujó Marcasse con sus altas chimeneas, los campos negros, los bosques de pino, los campesinos labrando en el Pâturages.
Cuando el tiempo estaba feo, permanecía en su cuarto copiando los cuadros que poseía, o bien mejorando los bosquejos que había hecho el día anterior. Cuando se iba a dormir, le parecía que uno o dos de sus dibujos no estaban del todo mal, pero a la mañana siguiente los encontraba horribles y los rompía sin escrúpulos.
Ya no se sentía desgraciado porque no pensaba más en su desgracia. Tenía vagamente conciencia de que debería avergonzarse de que su padre y su hermano lo mantuvieran sin que él hiciera el menor esfuerzo para ganarse la vida, pero no se preocupaba mayormente por ello y continuaba dibujando.
Después de algunas semanas ya había copiado varias veces todos los cuadros que poseía, y pensó que para hacer progresos necesitaba más obras de los grandes maestros. A pesar de que hacía un año que Theo no le escribía, olvidando su orgullo, le envió la siguiente carta:
«Querido Theo: Si no me equivoco, debes tener aún "Les Travaux des Champs" de Millet».
¿Quisieras prestármelos y enviármelos por correo? Debo decirte que estoy copiando los dibujos de Bosboom y Allebé, y creo que si vieras mi trabajo no lo encontrarías del todo mal. Envíame lo que puedas y no temas por mí. Si logro continuar trabajando, creo que me pondré bien de nuevo.
He interrumpido mi trabajo para escribirte, y tengo prisa por reanudarlo, así que te digo buenas noches y te ruego me envíes los dibujos en cuanto puedas.
Con un afectuoso apretón. Vincent.
Poco a poco le invadía un intenso deseo de hablar con otro artista de su trabajo para cerciorarse de sus fallas y cualidades. Sabía que sus dibujos eran malos, pero no lograba saber exactamente por qué. Lo que necesitaba era la crítica de un ojo extraño, que no estuviese cegado por el orgullo creador.
¿A quién podía acudir? El deseo se tornaba cada vez más intenso y lo hacía sufrir profundamente. Sentía necesidad de acercarse a otros artistas que se enfrentaran con los mismos problemas suyos; hombres que justificaran sus esfuerzos, demostrándole que ellos también estaban preocupados por las mismas cosas. Existían en el mundo personas que dedicaban toda su vida a la pintura, tales como Maris y Mauve. Costaba trabajo creer semejante cosa en el Borinage.
Una tarde lluviosa en que se hallaba copiando en su cuarto, recordó de pronto al Reverendo Pietersen que en su estudio de Bruselas le había dicho: «Pero no hable de esto a mis colegas». ¡Ese era el hombre a quien debía ir a ver! Eligió de entre los bosquejos del natural que tenía uno que representaba a un minero saliendo de su trabajo, otro a una mujer frente al fuego preparando la comida y otro a una joven recogiendo terril
.
Apenas le quedaban tres francos en el bolsillo, y no le era posible hacer el viaje en tren. La distancia a la capital era de ochenta kilómetros. Vincent caminó toda aquella tarde y aquella noche, y parte del día siguiente, llegando a treinta kilómetros de Bruselas. Hubiera continuado caminando, pero sus zapatos estaban rotos y le lastimaban los pies. Colocó dentro unos pedazos de cartón, pero a pesar de ello pronto empezó a sangrar. Estaba cansadísimo, hambriento y sediento, pero se sentía feliz. ¡Tan feliz como puede ser un hombre! ¡Iba a ver y a hablar a otro artista!
Llegó a las afueras de Bruselas a la tarde del segundo día, sin un céntimo en el bolsillo. Recordaba perfectamente donde vivía el Reverendo Pietersen, y se dirigió sin vacilar hacia allí. En la calle la gente se volvía para mirarlo, pues su aspecto resultaba extraño. Tenía la cara sudorosa y sucia, el pelo enmarañado, el traje que había usado durante todo el año estaba sucio, lleno de tierra y barro, y sus zapatos, sin forma, dejaban ver sus pies lastimados.