El mozo trajo las bebidas y Theo encendió un cigarro mientras Vincent sacaba su pipa y observaba el incesante desfile en la calle.
—¡Qué espectáculo interesante!, ¿verdad Theo
?
—Sí. En realidad París sólo despierta a la hora del aperitivo.
—No logro comprender qué es lo que hace a París tan maravilloso
—Francamente yo tampoco lo sé. Es un misterio eterno. Supongo que tiene algo que ver con el carácter francés. Existe aquí un fondo de libertad y tolerancia, una tranquila aceptación de la vida que... Hola, allí va un amigo mío que quiero que conozcas. Buenas noches, Paul, ¿cómo estás?
—Buenas noches, Theo.
—¿Me permites presentarte a mi hermano, Vincent Van Gogh ? Vincent, te presento a Paul Gauguin. Siéntate, Paul, y pide uno de tus acostumbrados ajenjos.
Así lo hizo y después de haber probado y saboreado su ajenjo, Paul Gauguin se volvió hacia Vincent y le preguntó:
—¿Qué tal, le agrada París, Monsieur Van Gogh?
—Muchísimo.
—Es extraño, aún hay gente a quien agrada. En cuanto a mí lo considero como a un enorme cajón de desperdicios... Y los desperdicios están representados por la civilización.
—Este «cointreau» no me satisface, Theo. ¿Podría tomar de otro?
—Pruebe un ajenjo, señor Van Gogh —dijo Gauguin—. Es la única bebida digna de un artista.
—¿Qué te parece, Theo?
—Haz como quieras. Mozo, un ajenjo para el señor. Pareces muy contento hoy, Paul, ¿que te sucede? ¿Vendiste algún cuadro?
—Nada de eso, pero esta mañana tuve una experiencia de lo más agradable.
Theo guiñó del ojo a su hermano y dijo:
—Cuéntanos, Paul. Mozo, otro ajenjo para el señor Gauguin.
—¿Conoces el Pasaje de Frenier que desemboca en la Rue des Forneaux? Bien, esta mañana a las cinco, oí a la madre Fourel, la mujer del carretero que gritaba: ¡Socorro! ¡mi marido se ahorcó! Salté de la cama, me puse un par de pantalones, bajé y tomé un cuchillo para cortar la cuerda. El hombre estaba muerto, pero aún se hallaba caliente. Quise llevarlo a la cama pero la madre Fourel me dijo: «No, debemos esperar a la policía». Del otro lado de mi casa vive un verdulero. Por la ventana le pregunté: «¿Tiene usted un melón»? «Sí, señor, tengo uno muy maduro». Me lo trajo y con mi desayuno, me comí el melón sin pensar un instante en el hombre que se había ahorcado. Como ustedes ven, hay algo de bueno en la vida. Al lado del veneno se encuentra el antídoto. Como estaba invitado para almorzar, me puse mi mejor camisa, dispuesto a causar sensación con mi relato Los comensales, sonrientes se limitaron a pedirme un pedazo de la cuerda con la cual el hombre se había colgado.
Vincent observaba a Gauguin con interés. El artista tenía una enorme cabeza con gruesa nariz, ojos de forma de almendra, algo saltones y con una expresión de fiera melancolía, y huesos faciales protuberantes. Era un gigante con vitalidad desbordante y brutal.
Theo sonrió débilmente.
—Paul, me parece que gozas tu sadismo demasiado para que sea enteramente natural . Ahora tengo que dejarlos, pues tengo un compromiso para la cena. ¿Quieres acompañarme, Vincent?
—Déjalo conmigo, Theo —repuso Gauguin—. Quiero hacer más amplio mi conocimiento con tu hermano
—Perfectamente. Pero no le hagas ingerir demasiados ajenjos, pues no está habituado . Mozo, ¿cuánto es?
—Tu hermano es un rico tipo, Vincent —dijo Gauguin una vez que estuvieron solos—. Es verdad que aún tiene miedo de exponer a los «jóvenes», pero supongo que es Valadon que se lo impide.
—Su entresuelo ya tiene a Monet, Sisley, Pissarro y Manet.
—Es, verdad, pero, ¿dónde están los Seurat? ¿Los Gauguin, los Cézanne y los Toulouse-Lautrec? Los otros ya se están poniendo viejos y su tiempo pasa.
—¿Entonces conoces a Toulouse-Lautrec?
—¿A Henri?!Por supuesto! ¿Quién no lo conoce? Es un pintor macanudo, pero está loco. Cree que si no duerme con cinco mil mujeres no será un hombre completo. Todas las mañanas se despierta con una sensación de inferioridad por la falta de sus piernas, y todas las noches ahoga esa inferioridad en la bebida y en las mujeres. Pero a la mañana siguiente vuelve a recomenzar. Si no estuviese loco, sería uno de nuestros mejores pintores. Aquí es donde debemos doblar, mi estudio se encuentra en el cuarto piso. Cuidado con ese escalón, está roto.
Gauguin pasó adelante y encendió una lámpara. La habitación donde entraron era pobre, y sólo tenía un caballete, una cama de bronce, una mesa y una silla. En la alcoba cerca de la puerta, Vincent advirtió algunas fotografías obscenas.
—A juzgar por esas fotos —dijo—, estoy por creer que no tienes una idea muy elevada del amor.
—¿Dónde quieres sentarte? ¿Sobre la cama o sobre la silla? Encontrarás un poco de tabaco sobre la mesa para tu pipa... Te diré, me gustan las mujeres con tal que sean gordas y viciosas. Su inteligencia me molesta. Siempre he deseado una amante gorda, pero nunca encontré una. Muchas veces me dejé engañar, pero no tardé en darme cuenta que su gordura no era otra cosa que un embarazo avanzado. ¿Leíste un cuento corto publicado el mes pasado por un muchacho llamado Maupassant? Es un protegido de Zola. Se trata de la historia de un hombre a quien le agradan las mujeres gordas. Para Navidad ofrece una cena a dos de ellas y sale en busca de otra más. Por fin encuentra una que le conviene perfectamente, pero antes de que sirvan el asado, ¡da a luz un robusto varón!
—Todo esto tiene muy poco que ver con el amor, Gauguin.
El pintor se estiró sobre la cama, colocó uno de sus brazos musculares bajo su cabeza y echó nubes de humo hacia el cielo razo.
—No quiero decir que no soy susceptible a la belleza, sino simplemente que mis sentidos no quieren saber nada de ella. Como te habrás percatado, no conozco el amor. Decir «Te amo" me rompería todos los dientes. Pero no me quejo. Repito con Jesús: "La carne es la carne y el espíritu es el espíritu». Gracias a ello, una pequeña suma de dinero satisface mi carne y deja mi espíritu en paz.
—Verdaderamente arreglas el asunto con mucha ligereza.
—No; carece de importancia con quien uno se acuesta. Con una mujer que siente placer, yo siento doblemente placer. Pero prefiero que sea un placer físico y que mis emociones no se vean mezcladas en él. Las guardo todas para mi pintura.
—Últimamente he comenzado a mirar las cosas bajo ese mismo punto de vista. No, gracias, no quiero más ajenjo, no estoy acostumbrado, y tal vez no podría soportarlo. Mi hermano Theo tiene tu trabajo en un concepto muy alto. ¿Quieres enseñarme algunos de tus estudios?
Gauguin se puso de pie de un brinco.
—¡De ningún modo! —exclamó—. Mis estudios son personales y privados, lo mismo que mis cartas. Pero te enseñaré mis pinturas. Aunque no verás gran cosa con esta luz... Bien, bien, si insistes te los mostraré.
Gauguin se puso de rodillas y sacó un montón de telas de debajo de la cama, y las colocó una tras otra sobre la mesa contra la botella de ajenjo. Vincent estaba preparado para ver algo fuera de lo común, pero lo que le enseñó Gauguin lo dejó atónito. Vio un conjunto de pinturas bañadas de luz; árboles como ningún botánico jamás había descubierto, animales cuya existencia nunca sospechó Cuvier, hombres que sólo Gauguin podía haber creado; un mar que bien podía haberse escapado de algún volcán y un cielo que ningún dios podía habitar. Había indígenas con cándidos ojos que reflejaban misterio infinito; telas de fantasía pintadas en violentos tonos rosados violetas y rojos, escenas decorativas en las cuales la flora y la fauna salvaje estaban inundadas de calor y de luz solar.
—Eres como Lautrec —murmuró Vincent—. Odias, odias con todas tus fuerzas.
Gauguin dejó oír una carcajada.
—¿Qué piensas de mi pintura, Vincent? —inquirió.
—Francamente, no sé. Dame tiempo para pensar. Déjame volver aquí para estudiarla.
—Ven cuanto quieras, En París, hoy, sólo existe un hombre cuya pintura es tan buena como la mía. Se llama Georges Seurat; él también es un primitivo. Todos los demás de por aquí están civilizados.
—¿Georges Seurat? —repitió Vincent—. Nunca he oído ese nombre.
—Por supuesto. No hay un solo comerciante en la ciudad dispuesto a exhibir sus telas
,
y sin embargo es un gran pintor.
—Me agradaría conocerlo, Gauguin.
—Te llevaré allí más tarde. ¿Qué te parece si cenamos y vamos después a lo de Bruant? ¿Tienes algún dinero? Yo solo poseo unos dos francos. Llevaremos esta botella con nosotros. Baja tú primero, yo sostendré la lámpara hasta que estés a la mitad de la escalera, de lo contrario arriesgarías romperte la cabeza.
¡LA PINTURA DEBE CONVERTIRSE EN UNA CIENCIA!
Eran casi las dos de la madrugada cuando llegaron frente a la casa de Seurat.
—¿No temes despertarlo? —preguntó Vincent—¡Qué esperanza! Trabaja toda la noche y la mayor parte del día. Creo que nunca duerme. Aquí es donde habita. La casa pertenece a su madre. Una vez la señora me dijo: «Mi muchacho quiere pintar, pues bien, que pinte. Tengo bastante dinero para ambos. Lo único que quiero es que sea feliz». El, por su parte es un hijo modelo, no bebe, no fuma, no dice malas palabras, no corre detrás de las mujeres ni gasta dinero en otra cosa que no sean materiales para pintar. He oído decir que tiene una amante y un hijo cerca de aquí, pero él nunca los nombra.
—La casa está completamente a oscuras —dijo Vincent—. ¿Cómo vamos a entrar sin despertar a toda la familia?
—Georges trabaja en la buhardilla, probablemente veremos la luz del otro lado. Arrojaremos una piedrita a su ventana... No, déjame lo haré yo, pues si no acertamos con la ventana, podríamos despertar a la madre que vive en el tercer piso.
Georges Seurat, bajó para abrir la puerta y los condujo hasta el tercer piso con un dedo apoyado sobre los labios para indicar que no hiciesen ruido, y luego cerró la puerta de la buhardilla detrás de sí.
—Georges —dijo Gauguin—. Quiero presentarte a Vincent Van Gogh, el hermano de Theo. Pinta como un holandés, pero aparte de eso es un muchacho macanudo.
La buhardilla de Seurat era muy espaciosa, ocupando casi la totalidad de la superficie de la casa. Enormes telas sin terminar ornaban las paredes, y frente a ellas veíanse unas especies de andamios. En el centro, una gran mesa cuadrada, muy alta, colocada debajo de la luz, tenía encima un cuadro sin terminar.
—Encantado de conocerlo, Monsieur Van Gogh —dijo—. Le pido me disculpe unos instantes, tengo que llenar de pintura otro rinconcito antes de que se me seque.
Subió sobre un banco y se inclinó sobre su obra. La lámpara de gas esparcía una luz fija y amarillenta; sobre uno de los bordes de la mesa veíanse unos veinte potecitos de pintura en hilera. Seurat mojó en uno de esos potes un pequeñísimo pincel, tan pequeño que Vincent nunca había visto uno igual, y con matemática precisión comenzó a poner pequeños puntitos de color sobre su tela. Trabajaba tranquilamente, sin emoción, como si hubiese sido una máquina. Mantenía su pincel recto en la mano y colocaba cientos y cientos de puntitos unos al lado de otras.
Vincent lo contemplaba con la boca abierta. Por fin, Seurat se volvió hacia ellos diciendo:
—Ya está. He llenado ese espacio.
—¿Quieres enseñar tu trabajo a Vincent? —preguntóle Gauguin—. En su país sólo pintan vacas y carneros, y nunca había visto el arte moderno hasta hace una semana.
—Si quiere subir sobre este banco, señor Van Gogh.
Vincent obedeció, y cuando estuvo arriba observó la tela que tenía delante. No se parecía a nada de lo que habla visto hasta entonces, ya sea en el arte o en la vida. La escena representaba la Isla de la «Grande Jatte». Seres humanos de proporciones arquitecturales y realizados con infinidad de puntos de color, se mantenían erguidos como pilas de una catedral gótica. El pasto, el río, los botes, los árboles, todo eran masas vagas y abstractas de puntitos de luz. La pintura tenía un colorido brillante y claro, mucho más claro del usado por Manet o Degas, o aún por Gauguin mismo. Si tenía vida, no era la vida de la naturaleza. El aire estaba lleno de brillante luminosidad, pero no podía encontrarse un soplo de vida por ningún lado. Era una «naturaleza muerta» de la vida vibrante, de la cual se había desterrado para siempre el movimiento
Gauguin estaba al lado de Vincent, y se rió de la expresión de la cara de éste.
—El trabajo de Georges extraña a todos los que lo contemplan, por primera vez — dijo—. Dime, ¿qué piensas de él?
Vincent se volvió hacia Seurat con cierta timidez: —Usted me disculpará, señor — dijo—, pero desde que he llegado, hace unos pocos días, han sucedido cosas tan extraordinarias que no puedo recobrar mi equilibrio. Me eduqué en la tradición holandesa. No tenía la menor idea de que existían los «Impresionistas», y ahora de repente veo que se derrumba todo aquello en que había creído hasta ahora.
—Comprendo —dijo Seurat tranquilamente—. Mi método está revolucionando todo el arte de la pintura, y no es posible comprenderlo desde el primer golpe de vista. Usted comprende, señor, hasta el presente la pintura ha constituido una experiencia personal, y mi deseo es convertirla en una ciencia abstracta. Debemos aprender a clasificar nuestras emociones y llegar a una precisión mental matemática. Toda emoción humana puede y debe ser reducida a una manifestación abstracta de color, línea y tono. ¿Ve usted esos poterros de colores sobre mi mesa? si los he notado.
—Cada uno de esos potes, señor Van Gogh, contiene una emoción humana específica. Con mi receta, pueden prepararse en casa y venderse en pinturerías o como productos químicos. Se acabarán las engorrosas mezclas de colores sobre la paleta; ese sistema pertenece al pasado. De aquí en adelante el pintor irá a una pinturería y levantarán las tapas de los potecitos eligiendo lo que necesita. Esta es la época de la ciencia y yo quiero hacer una ciencia de la pintura. La personalidad debe desaparecer y nuestro arte ha de tornarse preciso como la arquitectura. ¿Me comprende, señor?
—No —rehusó Vincent—,creo aun no
Gauguin tocó a Vincent con el codo.
—Oye. —río—, ¿por qué insistes en llamar esto tu sistema? Pissarro pintaba así antes de que tú nacieras.
—¡Es una mentira!
Un vivo rubor cubrió de pronto el rostro de Seurat. Saltó de su banco, se acercó vivamente a la ventana, golpeteó varias veces contra el marco de la misma con los dedos y regresó cerca de la mesa.