—Así pienso yo también —repuso el joven con orgullo.
Vincent miró con más detenimiento al hombre. Lautrec tenía una cara gruesa y fofa, de rasgos poco pronunciados y barba negra, ancha y corta.
—¿Cómo se entiende que vinieras a este espantoso estudio de Corman? —inquirió
Lautrec después de un rato.
—Tengo que dibujar en algún lado... ¿Y tú?
—¡Maldito si lo sé! Durante todo el mes pasado estuve viviendo en una casa de prostitutas en Montmartre. Estuve pintando a todas las muchachas ¡Ese era trabajo de verdad! Lo que se hace en un Estudio es trabajo de niños.
—Me agradaría ver tus estudios de esas mujeres.
—¿En serio?
—Naturalmente. ¿Por qué me lo preguntas?
—Porque la mayoría de la gente considera que estoy chiflado porque pinto chicas de music hall, clowns y prostitutas. Pero ahí encuentro verdadero carácter.
—Lo sé. Yo me casé con una de ellas en La Haya.
—¡Caracoles! ¡Esta familia Van Gogh es macanuda! Déjame ver los croquis que has hecho.
—Toma... Hice cuatro.
Lautrec miró los croquis unos momentos y luego dijo:
—Tú y yo nos vamos a entender, amigo mío. Nos parecemos. ¿Ha visto Corman estos croquis?
—No.
—En cuanto los vea, no volverás aquí. El otro día me dijo: «Lautrec, usted exagera, siempre exagera. Sus dibujos tienden a la caricatura...»
—Y tú le contestaste: «Eso, mi querido Corman, es carácter, no caricatura».
Un fulgor extraño iluminó los ojos de Lautrec.
—¿Siempre quieres ver los dibujos de mis muchachas?
—Por supuesto.
—Entonces vamos. Este lugar es una morgue.
Lautrec tenía cuello corto y hombros amplios y robustos, pero cuando se levantó de su asiento, Vincent advirtió que su nuevo amigo estaba tullido. De pie, Lautrec no era más alto que sentado. Sostenían su torso fuerte y robusto dos piernas deformes y pequeñas.
Se dirigieron por el Boulevard Clichy, caminando Lautrec apoyado sobre un fuerte bastón. A cada momento se detenía para descansar y enseñaba de paso a Vincent algún bello ornamento de la arquitectura de los edificios que los circundaban. Una cuadra antes de llegar al «Moulin Rouge» doblaron, subiendo hacia la Butte Montmartre. Lautrec tenía que detenerse cada vez con más frecuencia.
—Probablemente te estás preguntando qué le han sucedido a mis piernas. ¿Verdad, Van Gogh? Pues bien, te lo contare.
—Oh, no. No hables de eso.
—Sí, es tiempo que lo sepas. "Nací con huesos frágiles. A los doce años resbalé en un piso encerado y me rompí el fémur derecho. Al año siguiente me caí en una zanja y me rompí la pierna izquierda. Desde entonces mis piernas no han crecido ni una pulgada.
—¿Y no te sientes muy desgraciado?
—No; si no hubiera estado tullido nunca hubiera sido pintor. Mi padre es Conde de Tolosa y yo debía heredar el título. Si hubiera querido hubiera podido tener un bastón de Mariscal y cabalgar al lado del Rey de Francia... Es decir, si en Francia hubiera rey... Pero ¡truenos y rayos!, ¿para qué ser conde cuando se puede ser pintor?
—Sí, me parece que los días de los condes han terminado.
—¿Seguimos caminando? El estudio de Degas queda en aquella calle. Las malas lenguas dicen que yo copio su trabajo porque él pinta coristas y yo a las chicas del «Moulin Rouge» Bah, que digan lo que quieran. Aquí estamos en mi casa, 19 bis Rue Fontaine. Como te imaginarás estoy en la planta baja.
Abrió la puerta e hizo pasar a Vincent.
—Vivo solo... Siéntate..., si encuentras lugar.
Vincent miró a su alrededor. Además de las telas, marcos, caballetes, bancos y rollos de colgaduras, dos grandes mesas llenaban literalmente el estudio. Una estaba cargada de botellas de diversos vinos y licores mientras que en la otra hallábanse apilados escarpines de bailarinas, pelucas, libros viejos, vestidos de mujer, guantes, medias, fotos y magníficos grabados japoneses. Apenas si en la habitación había un lugarcito libre para que Lautrec pudiera instalarse a pintar.
—¿Qué te pasa, Van Gogh? —preguntó el dueño de casa—. ¿No encuentras lugar? Tira al suelo lo que está sobre ese banco y acércalo a la ventana... En aquella casa pública —prosiguió— había veintisiete mujeres. . Dormí con cada una de ellas ¿No te parece que es necesario dormir con una mujer para comprenderla plenamente?
—Así es.
—Aquí están los dibujos. Los llevé a un comerciante de las Capucines quien me dijo: "Lautrec, usted tiene la obsesión de la fealdad. ¿Por qué pinta siempre a la gente más baja e inmoral que puede encontrar? Estas mujeres son repulsivas, completamente repulsivas. Tienen reflejado en el semblante la depravación
y
el vicio. ¿Acaso el arte moderno significa crear fealdad? ¿Se han vuelto, ustedes los pintores, tan cínicos a la belleza que se empeñan en pintar la escoria del mundo? Míralos, aquí los tienes. ¿Quieres algo de beber, Van Gogh? Tengo todos los licores que puedes desear.
Se acercó a la mesa y después de llenar sendos vasos, pasó uno a Vincent.
—¡Brindemos por la fealdad! ¡Para que ésta nunca pueda infectar a la Academia!
Vincent tomó el vaso y bebió lentamente mientras examinaba los veintisiete croquis de Lautrec. El artista había reflejado en ellos lo que había visto. Eran retratos objetivos, sin ninguna actitud moral o comentario ético. Había captado simplemente en el semblante de aquellas mujeres la expresión de sufrimiento, de la concupiscencia y de corrupción bestial.
¿Te agradan los retratos de campesinos? —inquirió de pronto Vincent.
—Sí, siempre que no estén sentimentalizados.
—Yo pinto campesinos. Y se me ocurre que estas mujeres son también campesinas. Podríamos decir que son las jardineras de la carne. La tierra y la carne son dos distintas formas de la misma materia, ¿no te parece? Estas mujeres cultivan la carne, la carne humana que debe ser cultivada para que produzca vida. Tu trabajo es buenísimo, Lautrec. Has expresado algo digno de ser expresado.
—¿Y no las encuentras feas?
—Son comentarios auténticos y penetrantes de la vida. Esa es la más alta expresión de la belleza. Si hubieras idealizado o sentimentalizado esas mujeres, entonces hubieran sido feas, porque tus retratos hubieran sido cobardemente falsos. En cambio, has estampado ahí la verdad tal cual la viste, y eso es lo que significa la palabra «belleza».
—¡Santo Dios! —exclamó Lautrec—. ¿Por qué no habrá más hombres como tú en el mundo? Sírvete otra copa, Vincent, y si te agradan algunos de esos croquis, elige..., elige cuantos quieras.
Vincent volvió a examinar los dibujos y luego exclamó de pronto:
—¡Daumier! Es a Daumier a quien me hacen recordar.
—Sí, Daumier. Es de la única persona de quien he aprendido algo... ¡Qué artista es el... Pero veo que estás admirando mi Gauguin.
—¿De quién es esa pintura?
—De Paul Gauguin. ¿Lo conoces?
—No.
—Pues deberías conocerlo. Gauguin estuvo en la Martinica y es entonces que pintó esa mujer indígena. El deseo de volverse primitivo le ha hecho perder la cabeza, pero es un buen pintor. Tenía mujer y tres hijos y una buena situación en la Bolsa de Valores que le representaba treinta mil francos al año. Compró cuadros de Pissarro, Manet y Sisley por valor de quince mil francos y se entretenía los domingos en pintar. Una vez le enseñó una de sus telas a Manet quien le dijo que estaba muy bien. «Oh», le contesto Gauguin «sólo soy un aficionado». «No», repuso Manet los aficionados son aquellos que no saben pintar». Esa observación se le subió a la cabeza y desde ese día Gauguin cambió por completo. Abandonó su empleo en la Bolsa, vivió con su familia en Rouen durante un año sobre sus ahorros y luego envió a su mujer y a sus hijos a lo de sus suegros en Estocolmo. Desde entonces vive como un bohemio.
—Parece ser un hombre interesante.
—Ten cuidado cuando te encuentres con él, pues le agrada atormentar a sus amigos. Dime, Van Gogh, ¿qué dirías si te llevara al «Moulin Rouge» y al «Elysée Montmartre»? Conozco a todas las chicas de allí. ¿Te gustan las mujeres, Van Gogh? Quiero decir para dormir con ellas... A mí me encantan. Ya proyectaremos algo para divertirnos.
—Como gustes.
—Perfectamente. Ahora supongo que debemos volver a lo de Corman. ¿No tomas otra copa? Eso es... y otra más así terminas la botella. Ten cuidado, vas a hacer caer lo que hay sobre esa mesa. Bah, no importa, la encargada levantará todo Creo que pronto tendré que mudarme. Soy rico, Van Gogh. Mi padre teme que lo maldiga por haber traído al mundo un lisiado y por eso me da todo lo que quiero. Cuando me mudo de casa, sólo llevo conmigo mi trabajo. Alquilo un estudio vacío y voy comprando las cosas una por una. Y en cuanto corro peligro de estar nuevamente sofocado por ellas, vuelvo a mudarme. Dicho sea de paso, ¿qué clase de mujeres prefieres? ¿Las rubias o las pelirrojas? No, no te molestes en cerrar la puerta con llave. Fíjate qué hermoso se ve el Boulevard Cluchy... Al diablo! no necesito disimular contigo. Si me detengo cada cuatro pasos para enseñarte las bellezas que encontramos es porque no soy más que un lisiado que no puede caminar más de unos pasos a la vez. Bien pensado, en este mundo todos somos lisiados, ya sea en una o en otra forma. Sigamos caminando...
RETRATO DE UN PRIMITIVO
Parecía tan fácil. Lo único que debía hacer era arrojar los colores antiguos, comprar algunos más claros y pintar como los Impresionistas. Al final de su primer día de ensayo, Vincent se sintió sorprendido y algo molesto, y al terminar el segundo día se sentía francamente confundido. Su confusión se tornó en pena, rabia y temor. Al cabo de una semana estaba completamente furioso. Después de sus laboriosos e interminables meses de ensayos con los colores, era aún un simple novicio Sus pinturas resultaban oscuras y sin vida. Sentado a su lado, en el estudio de Corman. Lautrec lo observaba pintar y escuchaba sus maldiciones, pero se abstenía de ofrecerle ayuda o consejo.
Si aquella semana fue dura para Vincent, fue mil veces peor para Theo. Theo era una persona suave y delicada tanto en su modo de ser como en sus costumbres, y le agradaba el orden y el decoro, tanto en su persona como en su casa. El pequeño departamento de la Rue Laval era apenas suficiente para él y sus delicados muebles Luis Felipe. En pocos días Vincent hizo de aquel lugar un verdadero cambalache. Caminaba de un lado para otro del living, empujando los muebles que le incomodaban, arrojando por todos lados las telas, pinceles y tubos de pinturas vacíos, dejando trapos sucios de pintura sobre los atestados sillones y rompiendo los bibelots de su hermano a profusión.
—Vincent, Vincent —exclamó Theo desesperado—.!No seas tan salvaje¡
El joven que había estado caminando de un lado para otro del pequeño departamento, se arrojó pesadamente sobre una frágil silla.
—Es inútil —exclamó— Empecé demasiado tarde. Soy demasiado viejo para cambiar. Y sin embargo, ¡cuánto he probado! Empecé más de veinte telas esta semana, pero no logro cambiar mi técnica ¡No puedo volver a empezar todo de nuevo! Te digo que es inútil. Todo ha concluido para mí No puedo regresar a Holanda y pintar como antes después de lo que he visto aquí Te digo que es demasiado tarde. Dios mío, ¿qué hacer?
Se puso de pie bruscamente, fue hasta la puerta, la abrió como para respirar un poco de aire fresco, la volvió a cerrar de un portazo y dirigiéndose a la ventana y abriéndola de par en par, se quedó mirando hacia fuera. Luego la cerró con tal fuerza que casi rompió el vidrio, sin preocuparse fue a la cocina, se sirvió un vaso de agua y lo trajo chorreando al living
—¿Y qué dices, Theo? —preguntó ansioso—. ¿Debo desistir? ¿Te parece que he fracasado? ¿Verdad que parece que sí?
—Vincent, te portas como una criatura. Tranquilízate y escúchame. No, no camines de un lado para otro. Y por amor de Dios, quítate esas botas si piensas seguir dando puntapiés a mis muebles en esa forma.
—Pero, Theo —repuso el joven sin hacerle caso—. Hace seis largos años que me haces vivir. ¿Y qué es lo que obtienes en cambio? Una cantidad de pinturas sombrías y sin valor alguno.
—Escúchame, viejo, cuando quisiste pintar a los campesinos, ¿lo lograste en una semana? ¿O estuviste trabajando con empeño durante cinco años?
—Sí, pero recién empezaba...
—Pues ahora recién empiezas a trabajar con color. Y probablemente necesitarás cinco años más.
—¿Pero esto no se termina nunca, Theo? ¿Debo ir a la escuela toda mi vida? Tengo treinta y tres años, ¿cuándo sabré pintar?
—Esto es lo último que tienes que aprender, Vincent. Conozco todo lo que se pinta actualmente en Europa, y los hombres de mi entresuelo son la última palabra. En cuanto aclares tu paleta...
—Oh, Theo, ¿te parece que lo conseguiré? ¿No me consideras un fracasado?
—Estoy más bien dispuesto a considerarte como a un tonto. ¡La más grande revolución en la historia del arte y quieres dominarla en una semana! Vamos a caminar un poco por la Butte y a refrescarnos la cabeza. Si permanezco cinco minutos más en esta habitación contigo, creo que explotaré.
A la tarde siguiente, Vincent estuvo pintando en lo de Corman hasta una hora avanzada y luego fue a buscar a su hermano a lo de Goupil. Era la hora del aperitivo; los cafés de la Rue Montmartre estaban repletos de parroquianos instalados en mesitas sobre la vereda. Del interior de los negocios llegaba el sonido de música suave Comenzaban a encenderse las luces y en los restaurantes los mozos ya empezaban a tender las mesas. Las calles estaban repletas de gente que salía de su trabajo y que se dirigía lentamente a sus casas.
Theo y Vincent se paseaban por los bulevares antes de emprender camino a la Rue Laval.
—¿Quieres que tomemos un aperitivo, Vincent? —inquirió su hermano.
—Sí, pero sentémonos donde podamos observar a la gente.
—Vamos a lo de Bataille en la Rue des Abbesses, seguramente nos encontraremos allí con amigos.
E1 Restaurant Bataille estaba frecuentado por pintores. En el frente del negocio sólo había unas cuatro o cinco mesas pero en el interior contaba con dos amplios y confortables salones. Madame Bataille siempre instalaba a los artistas en uno y a los burgueses en el otro. Á primera vista conocía a cuál de las dos clases pertenecían sus clientes.
—Mozo —llamó Theo—. Tráigame un Kummel Eckau.
—¿Qué te parece que tome yo, Theo?
—Prueba un «contreau». Tendrás que probar varias bebidas antes de adoptar la que más te agrade.