—¿Se siente mejor, Margot? —inquirió el joven.
La mujer se estremeció y lo miró con expresión indefinible durante largo rato, y de pronto, con una especie de sollozo ahogado, le echó los brazos al cuello y hundió los labios en su barba rojiza.
ES MAS IMPORTANTE AMAR QUE SER AMADO
Al día siguiente volvieron a encontrarse en un lugar donde se habían dado cita, a cierta distancia del pueblo. Margot llevaba un precioso traje blanco de muselina y en la mano tenía un amplio sombrero de paja. A pesar de sentirse aún nerviosa en compañía del joven, tenía más aplomo que el día anterior. En cuanto apareció, Vincent dejó su paleta. Aquella mujer no poseía ni una centésima parte de la delicadeza de Kay, pero comparada a Cristina, resultaba muy atractiva.
Se puso de pie con cierta torpeza. Habitualmente sentía cierta prevención ante las mujeres bien vestidas, prefiriendo la sencilla indumentaria de las mujeres del pueblo. Margot se le acercó y lo besó como si hubiesen sido novios desde mucho tiempo atrás, y luego permaneció un instante temblorosa entre sus brazos. Vincent extendió su chaqueta sobre el pasto para que se sentara allí, mientras él lo hacía sobre el banquillo. La joven apoyó su cabeza contra sus rodillas y lo miró con una expresión que jamás había visto en los ojos de ninguna mujer.
—Vincent —murmuró como deleitándose con la pronunciación del nombre.
—Margot —díjole él a su vez sin saber exactamente qué actitud adoptar.
—¿Pensaste muy mal de mí anoche?
—¿Mal? No, ¿por qué pensaría mal de ti?
—Tal vez no me creas, Vincent, pero ayer, cuando te besé, era la primera vez que besaba a un hombre.
—¿Y por qué? ¿Nunca estuviste enamorada? —No. —Es una lástima. —¿Verdad que sí? Hubo un ligero silencio y luego la joven preguntó: —¿Has amado a muchas mujeres, tú? —Sólo a tres. —¿Y ellas te amaban? —No, Margot, ninguna de ellas. Siempre he sido desgraciado en amor. La joven se acercó aún más a él y comenzó a acariciarle la barba con la mano. —Nunca he conocido a un hombre como tú —dijo con un estremecimiento. Vincent le tomó el rostro entre ambas manos. El amor que reflejaba lo tornaba casi bonito.
—¿Me quieres un poquito? —preguntó ansiosa.
—Sí.
—¿Quieres besarme?
El joven no se lo hizo repetir.
—No pienses mal de mí, Vincent. Me enamoré de ti... ! no lo puedo remediar!...
—¿Te enamoraste de mí? ¿Es bien cierto? ¿Y por qué?
Ella se limitó a abrazarlo de nuevo.
Se quedaron sentados tranquilamente uno al lado del otro. A poca distancia se hallaba el Cementerio; hacía muchísimos años que se enterraban allí a los campesinos, en medio de los campos donde habían trabajado toda su vida. Vincent había estado tratando de expresar sobre la tela lo sencillo y natural que resultaba la muerte, tan sencillo y natural como la caída de las hojas en otoño. Un pequeño montículo de tierra y una cruz de madera encima, nada más.
—¿Sabes algo acerca de mí, Vincent? —preguntó Margot suavemente.
—Poca cosa...
—¿Te dijo alguien... mi edad?
—No.
—Tengo treinta y nueve años. Dentro de pocos meses cumpliré cuarenta años.
Durante los últimos cinco años no cesé de repetirme que si no llegaba a amar a alguien antes de llegar a los cuarenta, me mataría.
—Amar es muy fácil, Margot.
—¿Te parece?
—Sí. Lo difícil es ser amado por quien uno ama.
—No. En Nuenen es muy difícil. Hace veinte años que deseo amar a alguien y nunca lo conseguí.
—¿Nunca?
Ella desvió la mirada.
—Sí... una vez... cuando era muy jovencita, me enamoré de un muchacho.
—¿Y...?
—Era católico... Y lo alejaron de mí.
—¿Quién?
—Mi madre y mis hermanas. La vida de una mujer está vacía si el amor no la llena...
—Lo sé.
—Todas las mañanas, cuando me despertaba, me decía: «Hoy encontraré a alguien a quien amar. Otras mujeres encuentran, ¿por qué no encontraré yo?». Y cuando llegaba la noche, me sentía sola y desesperada. Así se sucedían interminables los días. En casa no tengo nada que hacer —tenemos varios sirvientes— y cada hora de mi vida estaba llena de la añoranza del amor. Así pasaban mjs aniversarios. Llegué a los treinta y siete, treinta y ocho y treinta y nueve años. ¡No podía llegar a los cuarenta sin haber amado jamás! Y luego apareciste tú, Vincent...
¡Ahora, por fin, yo también he amado!,
Pronunció la última frase como un grito de triunfo, como si hubiese conseguido una gran victoria. Elevó su cabeza, presentando sus labios para que los besaran. Vincent le acarició suavemente el cabello negro, y ella, echándole los brazos al cuello, lo besó mil y una vez.
Luego se serenó un poco, y permaneció sentada con la cabeza apoyada contra la rodilla de Vincent, Tenía las mejillas ardientes y los ojos brillantes y apenas si parecía tener treinta años. El joven se estremeció ante la sagrada pasión de esa mujer. Después de un momento Margot dijo con tranquilidad:
—Sé que tú no me amas. Eso sería pedir demasiado. He rogado a Dios que me dejara amar, pero nunca soñé en ser amada. Es más importante amar que ser amado ¿verdad, Vincent?
Recordando a Ursula y a Kay, Vincent repuso:
—Así es, Margot,
—¿Me permitirás quedarme a tu lado, Vincent? No te molestaré ni me moveré. Sólo deseo estar junto a ti. Te prometo no distraerte de tu trabajo.
—Puedes quedarte tanto como quieras. Pero dime, Margot, ya que no había hombres en Nuenen ¿por qué no te fuiste de aquí? ¿No tenías dinero para viajar un poco?
—Oh sí, mi abuelo me dejó una buena renta.
—Entonces ¿por qué no fuiste a Amsterdam o La Haya? Hubieras conocido a hombres interesantes.
—No me lo hubieran permitido.
—¿Ninguna de tus hermanas está casada?
—No, querido, las cinco somos solteras.
Un profundo dolor lo embargó. Era la primera vez que una mujer lo llamaba «querido» con semejante entonación. Sabía cuán doloroso es amar sin ser amado, pero nunca había sospechado la dulzura del amor de una mujer buena. Hasta ese momento había considerado el amor de Margot como un accidente curioso en el cual él no tenía ninguna parte, pero esa sola palabra dicha tan sencillamente cambió por completo su estado mental. Tomó a la joven y la estrechó emocionado contra su pecho.
—Vincent, Vincent —murmuró—. ¡Cómo te amo!
—Qué extraño me parece oírte decir eso...
—No me importa ahora haber estado todos esos largos años sin amor. Valía la pena esperar que tú vinieras, mi querido. En todos mis sueños de amor, jamás me imaginé que podría sentir por alguien lo que siento por ti.
—Yo también te amo, Margot.
La joven se alejó ligeramente de su lado.
—No tienes que decir eso, Vincent. Tal vez algún día llegues a quererme un poquito... Pero por el momento, todo lo que pido es que te dejes amar por mí... Y ahora, instálate para trabajar; ya sabes que no quiero molestarte para nada. Adoro mirarte mientras pintas.
DONDE TU VAYAS...
Casi diariamente Margot lo acompañaba cuando salía al campo a pintar. A menudo caminaban 10 kilómetros antes de encontrar un lugar que agradara a Vincent; llegaban cansados y exhaustos, pero ni uno ni otro se quejaban.
Margot se había transformado extraordinariamente. Su cabello, oscuro y opaco, cenia ahora un tinte dorado y lustroso; sus labios, antes finos y resecos, estaban ahora llenos y rojos. Su tez ajada había cobrado nueva vida y sus ojos nuevo brillo. Todo su ser parecía haber rejuvenecido al contacto del amor.
A veces traía algún canasto con la merienda. Un día, hizo venir de París algunos dibujos de los que Vincent había hablado con admiración. Nunca molestaba al joven en su trabajo, y cuando él pintaba, permanecía silenciosa a su lado como en éxtasis.
Margot no entendía nada de pintura, pero poseía gran sensibilidad y la facultad de decir las cosas en el momento oportuno. Vincent descubrió que, sin saberlo, la joven comprendía. Le daba la impresión de un violín de Cremona que hubiera sido arruinado por un chapucero.
—¡Ah, si la hubiera conocido diez años antes! —se decía para sí.
Un día, cuando Vincent se disponía a iniciar una nueva tela, ella le preguntó: — ¿Cómo puedes estar seguro de que conseguirás reproducir en tu tela el paisaje o escena que has elegido?
Vincent permaneció pensativo durante un momento y luego contestó:
—Si quiero adelantar, no debo temerle a los fracasos. Cuando tengo ante mí la tela en blanco que parece mirarme estúpidamente, me acomete un deseo irresistible de estampar algo sobre ella, y comienzo a trabajar con ahínco.
—Es verdad... Terminas tus cuadros en un santiamén.
Vincent estaba encantado con el amor que le profesaba Margot. Todo lo que él hacía lo consideraba bien. No le decía nunca que sus modales eran bruscos o que su voz era áspera, ni le reprochaba de no ganar dinero ni de pasarse todo el tiempo pintando.
Cuando regresaban al pueblo, al anochecer, él le rodeaba el talle con el brazo y con voz que su simpatía suavizaba le contaba lo que había hecho en su vida y el motivo por el cual le agradaba más pintar a la gente sencilla que a la encumbrada.
El joven no lograba acostumbrarse a ese nuevo estado de cosas y esperaba que en cualquier momento Margot se tornaría cruel o desagradable, echándole en cara sus sucesivos fracasos. Pero no era sí; a medida que avanzaba el verano su amor parecía madurar más, brindándole la plenitud de su simpatía y adoración que sólo puede brindar una mujer madura. A fin de probarla, le pintaba sus fracasos con los más negros colores, pero ella siempre encontraba alguna excusa para disculparlo. Le hablé de su fracaso en Amsterdam y en el Borinage.
—No podrás decir que no fue un verdadero fracaso. Todo lo que hice allí estuvo mal.
Sonriendo con indulgencia, Margot se limitó a decir:
—El rey nunca se equivoca.
Vincent la acercó a sí y la besó.
Algunos días más tarde, la joven le dijo:
—Mamá dice que eres un hombre malo. Le han contado que has vivido en La Haya con una mujer perdida. Yo le dije que eran habladurías.
Vincent le explicó su asunto con Cristina, mientras ella lo miraba con cierta melancolía.
—¿Sabes, Vincent? —dijo por fin—. Algo en ti me hace recordar a Cristo... Estoy segura que mi padre hubiera pensado también así.
—¿Eso es lo único que encuentras para decirme después que te acabo de contar que he vivido dos años con una prostituta?
—No era una prostituta, era tu mujer. Si no la has podido salvar como deseabas, no ha sido culpa tuya, lo mismo que no lo ha sido si no pudiste salvar a la gente del Borinage. Un hombre puede muy poco contra toda la civilización.
—Es verdad que Cristina era mi mujer. Cuando era más joven, una vez le dije a mi hermano Theo: «Si no puedo conseguir una buena mujer, tomaré una mala, será mejor que nada».
Hubo entre ellos un silencio ligeramente molesto. Era la primera vez que mencionaban el tema del matrimonio.
—Lo único que lamento acerca del asunto de Cristina —dijo Margot— es que yo no haya podido disfrutar de esos dos años de tu amor.
Habían llegado a la puerta de una de las chozas de tejedores. Vincent le estrechó amistosamente la mano y ella le sonrió. Entraron en la cabaña. Los días comenzaban ya a acortar, y la habitación estaba iluminada por una gran lámpara suspendida en medio del cuarto. Sobre el telar se hallaba comenzada una gran tela roja, y el tejedor y su mujer estaban arreglando las hebras de la misma; ambas figuras inclinadas sobre el telar proyectaban extrañas sombras en la habitación. Margot y Vincent cruzaron una mirada de inteligencia; el joven le había enseñado a comprender la belleza que existía hasta en los lugares más sórdidos.
Llegó el mes de noviembre y todo Nuenen hablaba de Vincent y de Margot. El pueblo quería a Margot, pero desconfiaba y temía a Vincent. La madre de la joven y sus cuatro hermanas intentaron poner fin a esas relaciones pero Margot insistía que sólo se trataba de una amistad sin consecuencias y que no había ningún mal en que se pasear.a por los campos con Vincent Los Begemans sabían que el pintor era de carácter vagabundo y es peraban que un día de esos se alejaría de la región, por lo tanto no se preocupaban mayormente. En cambio, el pueblo murmuraba, y decía que no podía resultar ningún bien de las relaciones con ese hombre extraño, y que la familia Begeman se arrepentiría algún día de su condescendencia.
Vincent no lograba comprender por qué los habitantes de Neunen no lo querían; él siempre era atento con todos y no se inmiscuía en los asuntos de nadie. Un día, por fin, dio con la pauta del asunto. En Neunen lo consideraban un haragán. Quien le aclaró el punto fue un pequeño comerciante del pueblo que se llamaba Dien van den Beek, y que un día, mientras él pasaba, le dijo:
—Ha llegado el otoño y el buen tiempo se ha terminado, ¿eh?
—Así es, Mijnherr —repuso Vincent.
—Supongo que usted empezará a trabajar pronto.
—En efecto —repuso el joven acomodando el pesado caballete que llevaba sobre las espaldas—. Ahora mismo voy al campo a pintar.
—No quiero decir eso, quiero decir «trabajar» —dijo el hombre recalcando sobre la palabra.
—Mi trabajo es la pintura —repuso Vincent con calma—. Así como el suyo es vender sus mercaderías.
—Sí, pero yo vendo, en cambio usted ¿vende algo de lo que pinta?
Todas las personas con quien hablaba en el pueblo le preguntaban lo mismo. Ya estaba harto de semejante pregunta.
—A veces —dijo—. Mi hermano es comerciante en obras de arte y compra algunas.
—Usted debería trabajar de verdad, Mijnherr. No es bueno que haraganee en esa forma...
—¡Haraganear! ¡Trabajo el doble de tiempo de lo que usted tiene su negocio abierto!
—¿Y usted llama a eso trabajar? Eso no es más que un juego para niños. Trabajar es atender un negocio, arar los campos... ¡esos son trabajos de hombres!
Vincent sabía que Dien van den Beek resumía la opinión del pueblo y que la estrecha mentalidad provinciana nunca lograría comprender que un artista podía trabajar. No se dejó afectar por ello y siguió su camino sin preocuparse de lo que pensaran de él. La desconfianza del pueblo aumentaba, hasta que sucedió un acontecimiento que lo presentó bajo un aspecto más favorable.
Ana Cornelia, al bajar del tren en Helmond, se rompió una pierna. La trajeron inmediatamente a su casa, y a pesar de que el médico no lo dijo a la familia, temió un instante por su vida. Vincent, sin vacilar, abandonó su trabajo para dedicarse a cuidarla, pues su experiencia en el Borinage lo había convertido en un enfermero muy capaz.