Lujuria de vivir (28 page)

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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Drama

BOOK: Lujuria de vivir
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Vincent se sintió profundamente conmovido y le escribió toda su simpatía. Pero diariamente la vida con Cristina se tornaba más difícil. Protestaba cuando sólo había pan y café, e insistía en que debía dejar de trabajar con modelos y emplear su dinero para la casa. Cuando no podía comprarse un vestido nuevo, descuidaba el viejo y lo llevaba sucio y roto. Ya no se preocupaba en zurcirle la ropa. Estaba por completo bajo la influencia perniciosa de su madre, quien la persuadía de que Vincent la iba a abandonar de un momento a otro.

En esas circunstancias, ¿cómo podía aconsejar a Theo que se casara con su paciente? ¿Era necesario el matrimonio legal para salvar a esas mujeres? ¿O era más importante darles un techo, alimento y salud y atraerlas poco a poco a la vida afectiva?

–«Espera» —aconsejó a su hermano—. ¡Haz todo lo que puedas por ella, pues es una causa noble. Pero el matrimonio no te ayudará en nada. Si el amor nace entre ustedes, entonces será otra cosa, pero antes, cerciórate si puedes salvarla.

Theo continuaba enviando cincuenta francos tres veces por mes, pero ahora que Cristina descuidaba la casa, el dinero alcanzaba cada vez menos. Vincent anhelaba hacer estudios de distintos modelos a fin de emprender una "tela de proporciones, y lamentaba cada franco que tenía que gastar en la casa, del mismo modo que Cristina lamentaba cada céntimo que él gastaba en su trabajo. Los ciento cincuenta francos apenas hubieran bastado para hacerlo vivir a él y pagar el costo de los materiales para su trabajo, y resultaba un heroico pero inútil esfuerzo quererlos hacer alcanzar para la vida de cuatro personas. Empezó a deber dinero a todo el mundo, y para colmo de las desgracias Theo pasaba por un momento de apremio económico.

Vincent le escribió cartas implorantes.

—¿Puedes mandarme el dinero un poco antes del veinte? Sólo me quedan dos hojas de papel y un pedazo de lápiz, y no tengo un franco para modelos o para pan.

Tres veces por mes enviaba cartas de tenor parecido, y cuando llegaban los cincuenta francos, ya los debía, íntegros y se encontraba de nuevo sin un céntimo para los diez días restantes.

La paciente de Theo tuvo que ser operada de un tumor al pie, y el joven la llevó a un buen hospital, corriendo con todos los gastos Además debía enviar dinero a sus padres en Nuenen, pues la congregación era pequeña y las entradas de Theodorut no alcanzaban para las necesidades de su familia. Por lo tanto, el joven tenía a su cargo, además de sus propios gastos, los de su paciente, de Vincent, Cristina, Herman, el bebé y la familia de Nuenen, y, como es de suponer, no disponía de ningún dinero para enviar a su hermano.

A principios de marzo, Vincent se encontró con un solo franco, un billete roto que ya le había sido rehusado por el almacenero. No había un solo bocado de comida en la casa y faltaban aún nueve días para que llegara el dinero de Theo. Temía enviar a Cristina por tan largo tiempo al lado de su madre, pero no le quedaba otro recurso.

—Sien —díjole—. No podemos dejar morir de hambre a los niños. Tienes que llevarlos a casa de tu madre hasta que llegue la carta de Theo.

Se miraron en silencio, sin atreverse a decir lo que pensaban.

—Sí —repuso Cristina—, será mejor.

El almacenero le dio un pan negro y un poco de café en cambio de aquel billete de un franco. Contrató modelos que sabía no podía pagar, pero le resultaba imposible quedarse sin dibujar o pintar. Cada día estaba más nervioso; no comía casi nada y las preocupaciones económicas lo desesperaban, y su trabajo se resentía de su estado de ánimo.

Al final de los nueve días, llegó la ansiada carta de Theo con los cincuenta francos. Su «paciente» se había mejorado de la operación y le había puesto casa, pero los continuos gastos lo tenían algo desalentado y escribía a su hermano: «Lamento decirte que no puedo asegurarte de nada para el futuro».

Esta frase casi enloqueció a Vincent, significaba aquello que Theo no podría continuar enviándole dinero, o bien, lo que era mucho peor, que no advertía progresos en los dibujos que su hermano le enviaba incesantemente, y que había perdido fe en el futuro?

Pasó la noche sin dormir, y escribió varias cartas seguidas a Theo rogándole le diera una explicación sobre aquella frase. Pensó desesperadamente en qué forma podría ganarse la vida, pero no encontró ninguna.

«...Y ASÍ ES EL CASAMIENTO»

Cuando fue en busca de Cristina, la encontró en compañía de su madre, su hermano, la amante de aquel y otro hombre. Estaba fumando uno de aquellos cigarros negros que tanto le gustaban y bebiendo ginebra. La idea de volver a casa de Vincent no pareció agradarle mucho. Los nueve días pasados en compañía de su madre habían traído de nuevo sus viejas costumbres.

—¡Puedo fumar todo lo que quiero! —exclamó a una observación de Vincent—, y tú no tienes derecho a decirme nada, mientras no seas tú el que pagues! Además, el médico del Hospital dijo que podía tomar ginebra...

—Sí, como remedio..., para abrirte el apetito.

La mujer dejó oír una carcajada ronca.

—¡Como remedio! ¡Qué idiota eres!

Y profirió un juramento como hacía mucho que no le sucedía. Vincent, que estaba en un estado de extrema sensibilidad, se enfureció también.

—¡No tienes por qué cuidarme! —le gritó Cristina—, puesto que ni siquiera me das suficiente de comer. ¿Qué clase de hombre eres?

A medida que transcurría el invierno, la situación de Vincent empeoraba. Sus deudas aumentaban; se sentía enfermo, y cuanto menos comía menos podía comer, pues, su estómago no aceptaba ningún alimento. Luego empezó a sufrir de las muelas, y permanecía las noches enteras sin dormir a causa del dolor. Después empezó a dolerle el oído derecho, a tal punto que no lo dejaba tranquilo ni de día ni de noche.

La madre de Cristina tomó la costumbre de venir todos los días, y se quedaba fumando y bebiendo con su hija, y hasta una vez, Vincent, al regresar a su casa, encontró al hermano de Cristina allí, que se escabulló al verlo llegar.

—¿A qué vino? —inquirió el joven—. ¿Qué es lo que quieren de ti?

—Dicen que me vas a abandonar.

—Bien sabes que nunca haré eso, Sien. Te quedarás conmigo mientras tú lo desees.

Mamá quiere que te deje. Dice que no es bueno que me quede aquí donde ni siquiera tengo de qué comer.

—¿Y dónde irías?

—A lo de mi madre.

—¿Y llevarás a los niños a esa casa?

—Siempre estarán mejor que muriéndose de hambre aquí. Trabajaré...

—¿Qué harás, Sien?

—Y... ya encontraré algo...

—¿Volverás al lavadero?...

—Tal vez...

—Vincent comprendió que estaba mintiendo, y tristemente dijo:

—Entonces..., es eso que quieren obligarte a hacer...

—Y..., después de todo, no es tan malo..., uno se gana la vida...

—Escucha, Sien, si regresas a casa de tu madre estás perdida
.
Sabes muy bien que tu madre te obligará a volver a la mala vida, y recuerda que el médico de Leyden dijo que eso te mataría...

—Ahora estoy muy bien.

—Estás bien porque has llevado una vida ordenada, pero si vuelves a...

—¡Por Dios, Vincent! ¿Y quién te dice que voy a volver? Al menos que tú mismo me envíes...

El joven se sentó sobre el brazo de su hamaca de paja, y colocándole una mano sobre el hombro le dijo:

—Créeme, Sien, nunca te abandonaré. Mientras estés dispuesta a compartir lo que tengo, te quedarás conmigo. Pero debes alejarte de tu madre y de tu hermano, te lo pido por

tu bien... ¡prométemelo!

—Te lo prometo.

Dos días más tarde, cuando regresó después de haber estado todo el día dibujando afuera, encontró la casa vacía, y ni rastros de cena. Encontró a Cristina en casa de su madre, bebiendo.

—¡Ya te dije que quiero a mi madre! —protestó mientras volvían juntos—. ¡No puedes impedirme de verla! Además, tengo el derecho de hacer lo que me agrade.

Las cosas andaban de mal en peor. Cristina no se ocupaba más del hogar y cuando Vincent le decía algo, contestaba: «Siempre he sido perezosa y no lo puedo remediar... Bien sabes la clase de persona que soy..., ¿qué pretendes de mí? ¡No puedo cambiar! ¡Algún día terminaré por arrojarme al río!»

Cuanto más descuidaba la casa y sus hijos, más bebía y fumaba, y se negaba a decir a Vincent de dónde provenía el dinero para sus vicios.

Llegó el buen tiempo y el joven pudo volver a reanudar su trabajo al exterior, pero eso significaba nuevos gastos de pinturas, pinceles y telas. Theo siempre hablaba de su «paciente» en sus cartas, decía que estaba completamente repuesta, pero que sus relaciones con ella constituían un serio problema, y se hallaba desorientado. ¿Qué debía hacer con esa mujer ahora que estaba bien?

Vincent cerraba los ojos a todo lo que fuese su vida personal y continuaba pintando. Sabía que su hogar se desmoronaba y se sentía impotente para impedirlo. Trataba de ahogar su desesperación en su trabajo.

Cada mañana, al empezar un nuevo cuadro, esperaba que éste sería tan magnífico y perfecto que lograría venderlo de inmediato, pero regresaba a casa con la triste persuasión de que algo le faltaba muchos años antes de lograr la maestría que anhelaba.

Su único consuelo era Antonio, el bebé. Era una criaturita de extraordinaria vitalidad. A menudo su madre lo dejaba solo con Vincent en el estudio. Gateaba por todos lados y balbuceaba incoherencia ante los dibujos de Vincent, y a veces permanecía largo rato contemplándolos en silencio. Era una criatura bonita y fuerte, y cuanto más lo descuidaba Cristina más la amaba Vincent. En Antonio veía el verdadero propósito y recompensa de su buena acción del pasado invierno.

Weissenbruch vino una vez a visitarlo. Vincent le enseñó algunos de sus dibujos del año anterior, diciéndole que estaba muy descontento con ellos.

—No pienses así —le dijo Weissenbruch—. De aquí algunos años estos primeros dibujos tuyos te parecerán muy sinceros y penetrantes. Continúa, muchacho, continúa luchando, y que nada te detenga.

Lo que lo detuvo fue un incidente muy desagradable. Durante la primavera, había llevado una lámpara a arreglar a lo de un alfarero. El comerciante insistió en que Vincent se llevara algunas fuentes nuevas para su casa.

—No tengo dinero —repuso el joven.

—No importa, me pagará en cuanto lo tenga, no hay apuro.

Dos meses más tarde, el comerciante llamó a la puerta del estudio. Era un hombre fuerte como un toro.

—¿Qué significa eso de mentirme tan descaradamente? — preguntó—. ¿Por qué ha tomado mi mercadería, y no me paga cuando tiene dinero?

—En este momento no tengo un franco, pero le pagaré en cuanto reciba algo.

—¡Mentiroso! ¡Usted acaba de pagar al zapatero, mi vecino!

—Ahora estoy trabajando y no deseo que me molesten —repuso Vincent—. Ya le dije que le pagaré en cuanto reciba dinero. Le ruego se retire de aquí.

—¡No me iré sin mi dinero! —vociferó el hombre.

Vincent, empujándolo hacia la puerta, ordenó: —¡Váyase de mi casa! Era lo que esperaba aquel hombre. En cuanto Vincent lo tocó, levantó el puño y lo descargó con fuerza sobre el rostro del joven, haciéndolo caer desvanecido sobre el suelo, y partió sin decir nada más.

Cristina estaba en lo de su madre. El pequeño Antonio gateó hasta Vincent y le acarició el rostro llorando. Después de unos minutos, el joven recobró los sentidos, y se arrastró hasta el dormitorio, acostándose en la cama.

El dolor del golpe no era nada comparado al dolor que sentía dentro de sí mismo. Algo parecía haberse roto en su interior. Cuando Cristina regresó, subió al dormitorio. No había ni dinero ni comida en la casa, y a menudo se preguntaba cómo hacía Vincent para subsistir sin comer. Cuando lo vio sobre la cama le preguntó:

—¿Qué te sucede?

Reuniendo todas sus fuerzas, el joven dijo con tristeza:

—Sien debo partir de La Haya...

—...sí... lo sé.

—Debo irme de aquí. Debemos irnos al campo, donde podamos vivir más económicamente... A Drenthe, por ejemplo.

—¿Quieres que vaya contigo? ¿ Qué haremos allí cuando no haya dinero ni comida?

—No lo sé, Sien... Supongo que no comeremos.

—¿Me prometes emplear los ciento cincuenta francos para vivir y no gastarlos en modelos y pinturas?

—No puedo, Sien. Eso viene primero.

—Para ti, sí, pero yo tengo que comer para vivir.

—Y yo tengo que pintar para vivir...

—El dinero es tuyo, Vincent..., comprendo... , tienes algunos céntimos, vayamos a la taberna frente a la estación Ryn.

Estaba oscureciendo, pero aún no habían encendido las lámparas. Las dos mesas que habían ocupado dos años antes, el día en que se conocieron, estaban vacías. Cristina se dirigió hacia allí. Pidieron sendos vasos de vino.

—Bien me decían que me dejarías —murmuró ella en voz baja.

—No te quiero abandonar, Sien.

—No será abandono, Vincent. No he recibido más que bien de parte tuya.

—Si estás dispuesta a compartir mi vida, te llevaré a Drenthe conmigo.

La mujer meneó tristemente la cabeza.

—No. No tienes lo suficiente para los dos. —
¿
Verdad que lo comprendes, Sien? Si pudiera te daría mucho más, pero debo elegir entre mantenerte a ti o seguir mi trabajo.

Colocando una de sus ásperas manos sobre las suyas, Cristina repuso:

—No te aflijas, Vincent has hecho todo lo que has podido por mí. Supongo que esto debía suceder algún día...

—Si eso puede hacerte feliz, me casare contigo en seguida y nos iremos juntos...

—No, Vincent. Cada cual debemos seguir nuestra vida. No te preocupes por mí Mi hermano va a ponerle una casa a su amante y viviré con ellos.

Vincent sorbió hasta la última gota de vino, que le pareció lleno de amargura.

—Sien... Traté de ayudarte. Te he dado todo el cariño que pude, pero en cambio quiero pedirte una cosa.

—¿Qué?

—Que no vuelvas a la vida de antes. ¡Te matará! ¡Te lo pido por Antonio!

—¿Podemos tomar otra copa de vino? ¿Tienes suficiente dinero?

—Sí.

Cuando se lo trajeron, la mujer lo bebió de un trago y contestó:

—Lo único que sé es que debo ganar dinero para los chicos, y lo que te puedo asegurar es que si vuelvo a esa vida será por obligación, pero no por placer

—Pero si encuentras trabajo ¿me prometes que no volverás?

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